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EL ROBACHICOS
ОглавлениеEl robachicos,35 un mexicanismo con el que se designó al secuestrador de niños, encarna quizás el miedo más profundo del ser humano: la desaparición de los hijos. La figura atraviesa tradiciones símiles en varias culturas. Personajes análogos —el coco, el cucuy, el cuco, el hombre del costal, el hombre del saco, el sacamantecas, el bogeyman— asoman en leyendas orales y narraciones clásicas, y en una literatura infantil poblada de padres devoradores, ogros, ogresas y brujas.36
La costumbre tradicional de asustar a los niños mediante un personaje misterioso se extiende por toda la región extremeña, Europa e Hispanoamérica. El nombre del asustador varía según las regiones y las localidades. Incluso en una misma población puede recibir denominaciones muy diferentes. En Puerto de Santa Cruz se recurre al “bobo”, a “camuña”, al “hombre del saco”, al “tío del sebo”, al “pobre”, al “médico”, a la “bruja coruja”, a la “pantaruja” y a otros personajes variopintos que las nodrizas crean en un momento determinado y que van recogiendo a los niños que no se duermen o se portan mal. […] Se encuentra el coco en cancioneros del siglo XV.37
Los robachicos son personajes que permiten la catarsis de las emociones asociadas al miedo de la desaparición de los niños38 y conllevan prescripciones emocionales de obediencia, de comportamientos correctos y una formación emocional en torno al miedo y a la culpa. Las historias de los robachicos han pasado de generación en generación, más por su utilidad como forma de disciplinamiento que por su veracidad, especialmente en momentos históricos en los que el énfasis en la obediencia infantil ha sido un componente central de la crianza. Peter Stearns ubica la cúspide de este contexto en el siglo XVIII, cuando en Estados Unidos la disciplina basada en el miedo era un correctivo vital. Luego los padres se concentrarían en educar en el control de las emociones negativas, como el enojo, el miedo, la angustia, con otras herramientas.39
El término robachicos nació con el siglo XX, por lo que la periodización de este libro arranca con la llegada del siglo. El periódico El Mundo decía a finales de 1896: “ya es verdaderamente alarmante la frecuencia con que se están dando casos de que los niños de todas las clases sociales sean arrancados de sus hogares para llevar luego una vida de desgracia e ignominia”. Luego de hablar de la calidad camaleónica de los secuestradores, sujetos capaces de no infundir “sospechas de ninguna especie”, se hacía una directa asociación de los robachicos con los mendigos, que podían estar disfrazados o no, pero que así se acercaban a las víctimas. El diario narraba el caso de María de los Dolores, hija de un acaudalado caballero michoacano a la que una chica de 18 años, vestida de mendiga, intentó secuestrar en el patio de una casa. “¡Mucho cuidado con los mendigos robadores de niños!”, concluía la nota.40 La asociación entre robachicos y mendigos no era casual. Robert Castel recuerda cómo las sociedades preindustriales ubicaban el origen de los riesgos siempre en el exterior de las comunidades. Por eso la figura del vagabundo, “el individuo desafiliado por excelencia”, movilizó “una cantidad extraordinaria de medidas de carácter dominantemente represivo”; como representación de alteridad, fue siempre percibido como “potencialmente amenazador”.41
La palabra robachicos aparecerá inicialmente como un término compuesto, “roba-chicos”, pero pronto se lexicalizará, perdiendo el guion.42 Aunque su aparición puede situarse en los albores del siglo XX, el año de los robachicos en México fue 1945.43 Fue entonces cuando el vocablo alcanzó el cénit de su uso. Carlos Fuentes se referirá así a ese año:
cuando todo fue hablar de los robachicos, se han soltado los robachicos, deben ser las gitanas, las brujas, las lloronas, los rateros con sus ganzúas, los bandidos que cortan los dedos a los niños, los envuelven en masa de tamal y los venden en el mercado, los cirqueros que los convierten en payasos, y los entrenan para saltimbanquis, les deforman los rostros y les hacen cargar baúles para que se queden enanos y luego explotarlos en las carpas ambulantes, ha de ser Caracafé, el monstruo sin rostro, el fantasma necesario de estas casas quietas y sombrías; cuando llegó la época de los robachicos, tan puntual como la época de la Purísima Concepción, abandoné los aleros demasiado próximos a las ventanas y las manos largas que metí debajo de la cama.44
José Emilio Pacheco escribirá también sobre ese momento en “Tenga para que se entretenga”:
Otro periódico sostuvo que hipnotizaron a Olga y la hicieron creer que había visto lo que contó. En realidad, el niño fue víctima de una banda de “robachicos”. (El término, traducido literalmente de kidnappers, se puso de moda en aquellos años por el gran número de secuestros que hubo en México durante la segunda Guerra Mundial.) Los bandidos no tardarían en pedir rescate o en mutilar a Rafael para obligarlo a la mendicidad.45
1945 fue el año del secuestro del niño Fernando Bohigas, un caso seguido minuciosamente por policías y periodistas. La noticia, difundida en varios países del mundo, dio a conocer internacionalmente el término robachicos como una creación mexicana. Si los secuestros infantiles, como ha estudiado Paula Fass, se influyen unos a otros históricamente, dejan residuos de expectativas acerca del crimen, patrones de comportamiento de los padres, de la policía, de los criminales, de las leyes y las organizaciones dedicadas a los niños, así como distintas formas de entender los peligros para la infancia,46 podemos entender el de Bohigas —que estudio en este libro— como un caso culturalmente resonante.
En el otoño de 1945 había terminado finalmente la segunda Guerra Mundial. En México eran los tiempos del llamado “milagro mexicano” económico y del ascenso de las clases medias y, dentro de ellas, del modelo de familia nuclear. La prensa mexicana se obsesionaría con hacer sentir que la ciudad de México, esa que recibe a los más famosos artistas de Hollywood pero en la que se reprimen las manifestaciones de los trabajadores organizados, engulle a sus habitantes más pequeños haciéndolos desaparecer en las fauces del monstruo moderno de grandes avenidas por las que circulan miles de peligrosos automóviles, donde constantemente se crean nuevas calles y se derrumban edificios antiguos. A la ciudad de México de los años cuarenta llega gente nueva todo el tiempo, proveniente de estados de la república o del extranjero, que ocupa los nuevos hoteles de ciudades como Cuernavaca o Acapulco. Mientras tanto, la vida oscilante de la modernidad citadina ocurre entre las barriadas pobres, con calles sin asfalto ni drenaje, o en las modernas colonias ya iluminadas por los faroles. Son tantos los cambios y han sucedido con rapidez, que quizá por eso provocan temor y acrecientan la sensación de inseguridad y riesgo. Hay una suerte de caldo de cultivo para el surgimiento de nuevas ansiedades paternas: las familias se empequeñecen, las mujeres salen cada vez más a trabajar fuera del ámbito doméstico, los espacios habitacionales concentran más vecinos y los nuevos discursos en favor de la protección y el cuidado de la infancia se diseminan por todos los medios. En ese contexto, la familia nuclear de clase media encarnará lo que el nuevo régimen requiere: la transmisión y el fomento de los valores deseables, como la obediencia de los hijos, la división entre lo privado y lo público como esferas antagónicas, el papel de la familia como “institución primaria en la búsqueda de la felicidad y la realización personal”, el matrimonio monogámico con el fin de la reproducción, los separados papeles de género patriarcales y autoritarios, el amor al trabajo, la fe en Dios.47 Ése es el momento en el que se aloja en la conciencia colectiva el gran miedo a los robachicos. De ese modo, como escribe Cindi Katz, no será en la esfera privada, sino en la relación entre infancia y espacio público, donde los discursos de miedo exhibirán los desplazamientos políticos, el desarrollo desigual, el estrechamiento de la libertad, la pérdida de autonomía y el deterioro de la vida cotidiana de los niños.48
El secuestro es un delito definido por la apropiación del cuerpo del otro; es un acto que podríamos calificar de caníbal, corporeizado, “mediante el cual el otro perece como voluntad autónoma”.49 El gran coco parece ser esa ciudad caníbal que se traga a los niños, a la que hay que reconocer día con día porque siempre aparecen nuevos comercios, bares, cabarets, cines; nuevos personajes: pachucos, cinturitas, ruleteros, choferes, cabareteras; espacios y sujetos que se convertirán en “protagonistas distinguidos de la nota roja”.50 El vertiginoso proceso de urbanización agudiza los riesgos conocidos, los reconfigura y los resignifica; trae consigo su propio saco lleno de miedos, que la prensa y los demás medios de comunicación y entretenimiento aprovechan para ofrecer a los citadinos producciones baratas y masivas que consolidan no sólo la gran industria nacional sino también un amplio conjunto de imaginarios y estereotipos.
Los niños son los primeros desorientados en esas cambiantes calles donde transita gente a la que no conocen. Los robachicos pueden ser sujetos cercanos a los niños, pero generalmente son extraños. Son artistas del disfraz, imposibles de reconocer a simple vista: de día mendigos, escribe José Emilio Pacheco, “de noche un millonario elegantísimo”. Su figura era polifacética, por lo que no había forma de elaborar su perfil; podían ser hombres, mujeres, hasta niños y adolescentes, sin vínculo específico con una clase social determinada. Aparecían en el mercado, en el quicio de una vecindad o en un parque público.51 El escritor Agustín Cadena los ficcionaliza así:
Gracias a su ubicuidad, el Coco acechaba en todos los rincones oscuros: en la vivienda que se derrumbaba lentamente a la entrada del edificio y que ya no se podía rentar, en las azoteas, en los roperos. De noche, sus dominios se extendían a la vieja escalera de piedra y al patio del fondo, donde se tendía la ropa. Por supuesto, en cualquiera de estos sitios podía ser conjurado, ya fuera apretando los ojos o, en los casos más graves, haciendo con los dedos la señal de la cruz. Pero donde sí era señor absoluto era en la calle. Las calles le pertenecían por completo. En ocasiones, si no andaba muy ocupado comiendo niños, atendía un puesto de tiliches en Correo Mayor. Era desobligado, como mi padre, y le gustaba empinar el codo. Ya borracho, le pegaba a la pobre de la Cocatriz. Esto me lo contó mi hermana, que nunca le tuvo miedo. Cuando crecimos fue la primera en dejar de creer en el Coco.52
Los robachicos son actores criminales, pero también representaciones del miedo construidas para los niños y sobre los niños. Oscilan entre una práctica criminal (el secuestro) y una práctica cultural (miedos construidos por los adultos mediante diversas producciones culturales) para controlar y someter a la infancia. El robachicos producía un miedo que terminó integrándose a las experiencias, a las prácticas de maternidad y paternidad, y a los discursos para reducir las andanzas de los niños en la ciudad.
Los casos criminales y el relato que de ellos hicieron los medios de comunicación y entretenimiento fueron provocando “cambios de la conducta y en los patrones de convivencia social al limitar la circulación, disfrute y permanencia en los espacios públicos urbanos”.53 Como figura del miedo, el robachicos encarnaba una “experiencia individualmente experimentada, socialmente construida y culturalmente compartida”.54 No sólo acrecentó la sensación de desconfianza hacia los extraños, sino que mostró también la fragmentación de las relaciones y los vínculos sociales aparejados a la vida urbana, la incapacidad del gobierno para garantizar la seguridad de los habitantes del país, los sentimientos de vulnerabilidad de los citadinos y las nuevas relaciones de los niños y las niñas con el espacio público.
Si bien en los primeros años de la década de los sesenta las noticias de los robachicos se redujeron, el secuestro infantil, como todos sabemos hoy, no se detuvo. En el primer año de su aparición, la revista de nota roja Alarma! aseguró de manera triunfalista que la época de los secuestradores de niños y niñas estaba “superada” y que sólo “ocasionalmente hacen su aparición las y los robachicos”.55 Probablemente lo que disminuyó fue el número de noticias en la prensa sobre este tema. Situación que los productores de cine mexicano aprovecharon para realizar películas en las que los robachicos podían ser presentados en comedias de enredos y humor blanco, como Un par de robachicos (1967), con Viruta y Capulina. Sin embargo, en 1968, un nuevo caso cimbró la nota roja capitalina: el secuestro del pequeño Ramoncito Palafox, que fue encontrado en la casa de la banda de secuestradores un año después, luego de meses de investigación policial y angustia de su familia.
Por lo menos hasta los primeros años de la década de los sesenta, la prensa exhibió nítidamente la forma en que atizó el pánico social, las reacciones sociales ante el secuestro infantil, la xenofobia, el racismo, la corrupción, los íntimos nexos entre reporteros y policías, la utilización de niñas en el comercio sexual, el secuestro con fines de maternidad, el papel de los medios de comunicación y entretenimiento en la legitimación de la violencia hacia niños y niñas. Por todo eso el análisis histórico que presento en este libro tiene este corte temporal. No hay, evidentemente, en la época de este estudio, ningún caso de niños o niñas vinculados con el tráfico de órganos, fenómeno que comenzaría en las dos últimas décadas del siglo XX, en función de los avances de la medicina.56