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No hay que esperar a que alguien sea empático con nosotros, porque podemos hacerlo primero.

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Puede que algunas personas estén en desacuerdo con las palabras de mi mamá, pero a mí me dejó un amplio espacio para filosofar. ¿Por qué necesito o anhelo tanto la aprobación ajena? ¿Acaso los demás vivirán por mí? Llegué a la conclusión de que quiero a gente a mi alrededor que me acompañe en mi camino, no que lo camine por mí. Quiero llegar a conocer ese sentimiento de amor y ser capaz de compartirlo con muchas, pero muchas personas. Y es aquí donde me encuentro a mis peores enemigos: Depresión, miedo, ansiedad, poca fe, impotencia y pereza.

No obstante, no te hablaré de mis miserias, este año he tenido el espacio para reflexionar de muchísimas cosas. La primera fue que, gracias a la pandemia, me di cuenta de lo mucho que odio salir de mis cuatro paredes y mi cama, lo mucho que me estresa hablar con las personas no tan cercanas y la excesiva cantidad de tiempo que le aporto a mi mente.

Al principio de la cuarentena me sentí bien, estaba en mi zona de confort y podría llevar mi propio ritmo. Comencé a llevar terapia psicológica, por lo que en su momento me pude estabilizar. Admito que mi fe en la Psicología es escasa; sin embargo, creo que es mejor tener la oportunidad de la terapia a no tenerla, porque soy esa clase de persona que se da cuenta a las tres de la madrugada de que no tiene a nadie con quién compartir sus preocupaciones, su dolor o sus problemas, y termina sumergida en un pozo sin salida. No necesariamente debe ser un psicólogo, pero siempre es bueno tener a alguien que te sepa escuchar, que no te juzgue, que pueda decirte que a pesar de que todo está oscuro en este momento, ya llegará el momento de luz en tu vida. Y lo más importante de todo: QUE NO TE TENGA LÁSTIMA.

En mi opinión, una de las peores cosas que podés hacerle a alguien es tenerle lástima, y uno de los mayores insultos que podés darte es tenerte lástima. ¿Por qué? porque además de ganar absolutamente nada con ello, estás quitándote el valor que merecés y no estás creyendo en la capacidad que tiene el otro, o vos mismo, para lograr lo que sea. Anteriormente dije que está bien sentir que es el fin del mundo, que está bien llorar y sentirse frustrado, y me mantengo firme en ese pensamiento; sin embargo, no está bien echarse a morir y no levantarse. Entre la empatía y la lástima hay una fina y frágil frontera que podemos cruzar. Sí, estoy de acuerdo, hay momentos en tu vida donde tenés que parar, tenés que salirte del tren en el que vas para respirar y observar el paisaje del que te estás perdiendo por la alta velocidad a la que vas, y está bien darte el espacio para sanar, para crecer y para descansar, en lo que no estoy de acuerdo es cuando decís que no podés, que sos insuficiente para algo.

Hoy me di cuenta de eso, estaba sumergida en mi depresión, la realidad me volvió a pegar: saber que mi vida no tiene sentido alguno y que si me muero mañana me da lo mismo. Pero comencé a entrar nuevamente en un estado negativo donde caería aún más, y dejaría de pensar racionalmente. Como quiero salir de ese estado a toda costa, suelo distraerme con muchas actividades para no cometer actos de los que no me siento orgullosa. Estaba acostada en mi cama y miré a mi alrededor. Hace unos días ordené mi espacio, después de casi tres meses sin hacer otra cosa más que desordenar. Sentí cierto placer al ver que la mayoría seguía ordenada y que solo mi ropa comenzaba a desordenarse, pero había un gran sentimiento de malestar que desde hace días no lograba quitarme.

Usualmente cuando me siento así leo, estudio, busco responsabilidades pendientes, me enfoco en el arte o veo algún programa, entre otras actividades. No porque sea algo interesante, solo porque ocupo algo que apague completamente mi mente. Aquí viene uno de los estereotipos que me gustaría romper: no todas las personas con depresión consumen antidepresivos. En lo personal no me gustan porque siento como si me desconectaran del mundo y veo mi vida pasar como si fuera una serie de televisión, está bien que neutralicen los sentimientos y pensamientos que puedan poner mi vida en riesgo, pero también neutralizan las demás emociones.

Como me niego a consumir pastillas, me comprometí conmigo misma a buscar alternativas saludables para mantenerme estable, por así decirlo. ¿Quién diría que por odio a algo me mantendría firme en otras cosas? No obstante, nada me ha funcionado últimamente y es desesperante. Mientras buscaba alguna alternativa, vi mis zapatos y me quedé analizando cada uno de ellos, pensé en cuáles eran los más cómodos o cuáles eran los más feos, viejos o nuevos.

Llegué a la conclusión de que no podía seguir en ese estado. No puedo explicarte lo que odio sentirme así de vacía, como si la vida fuera un infierno en carne y hueso. Sentir que nada tiene sentido, que solo me encuentro robando oxígeno y que le estorbo a cada persona en este planeta. Odio sentir que soy menos, y lo que más odio de todo es odiarme todos los días de mi vida. Abrir los ojos en medio de la noche por el insomnio y decir “ah cierto, sigo respirando, sigo siendo yo”. Si bien mi cama me gritaba que me quedara ahí, desperdiciando mi tiempo como lo he estado haciendo las últimas semanas de junio y las primeras de julio, decidí cambiar mi estilo de vida. Me cambié de ropa y me miré al espejo, intenté no pensarlo mucho y salí de mi casa.

Lo primero que dije fue: odio caminar y odio correr. No son mis actividades deportivas favoritas, pero es lo que tengo en este momento y por algo debo empezar. ¿El resultado? Bueno, terminé con dolor en el pecho, dolor de cabeza y las piernas entumecidas. Había pasado de estar acostada por meses y sin moverme en lo absoluto a correr, trotar y luego caminar casi dos kilómetros. Al tomar un descanso maldije por haber tenido la mala idea de salir al mundo nuevamente. Y como la cuarentena está presente, todas las áreas verdes cercanas estaban con cintas amarillas que prohibían el paso, por lo que no pude sentarme en alguna banca. ¡Fue increíble!, ¡hasta en mi descanso quemé calorías!

¿Por qué salí a correr? porque en vez de seguir deprimida y a punto de hacer algo de lo que podría haberme arrepentido después, preferí escapar de mi realidad un rato. Sonará extraño, pero muchas veces hacer las cosas que me gustan me deprime, en especial el deporte. Pero no quita esa explosión de adrenalina que me produce tener alguna actividad física. Durante mi pequeña aventura deportiva me llamó la atención la cantidad de gente que salió a correr o andar en bicicleta. Me pregunté quién en su sano juicio saldría a correr. Porque, lo de la bicicleta lo puedo entender, ¿pero correr? Uy no, es horrible. Sin embargo, pensé que tal vez todas aquellas personas salieron a correr por alguna razón similar a la mía. El querer escapar de algo, sea de un lugar, de un pensamiento, de una emoción o simplemente querer sentirse vivo. También tuve que aceptar la idea de que hay personas en este mundo que disfrutan de esta actividad, no todos piensan o sienten como yo.

Pensé que, si no hubiera sido porque hay que mantener distancia entre las personas por el COVID-19, tal vez me hubiese atrevido a preguntarle a alguien la razón por la cual había salido a correr; pero luego me reí porque, aunque no estuviera la pandemia, sé que hablar con gente nueva no es mi pasatiempo favorito. Si bien es interesante, me causa algo de estrés y no me gusta la idea de incomodar a alguien. Salí a hacer deporte porque, a pesar de que aún no me siento lista para volver al mundo, sé mejor que nadie que si me quedo encerrada en cuatro paredes a oscuras jamás estaré preparada para enfrentar mi vida. No obstante, algo que siento, que se me da bien y que disfruto hacer, es escribir. Creo que es lo que mejor sé hacer y por ello decidí tener una razón para salir adelante.

Después de los primeros cien metros ya quería devolverme a mi casa; tal vez porque, en vez de empezar suave, decidí comenzar a correr apenas salí a la calle. No soy tonta, entiendo que uno no debería exigirse tanto cuando está tan fuera de condición física; sin embargo, mi adrenalina y ansiedad eran tan fuertes que la única manera de calmarme era gastando mi energía de manera abrupta. Como mencioné antes, no había un lugar cercano en el cual pudiera sentarme a recuperar el aire. Lo único que me quedó fue seguir adelante. Obviamente, bajé el ritmo, y otra cosa que finalmente entendí fue que no importaba lo cansada que estuviera, rendirme jamás sería una opción.

Entendí que no podía enojarme con mi cuerpo por no dar la talla, porque era mi responsabilidad cuidar de él y no la cumplí. Algo que siempre supe mentalmente pero que jamás integré. Durante los siguientes cuatrocientos metros me pasé analizando y acepté una realidad: era mía y solamente mía la responsabilidad de estar bien. Nadie me va a salvar en esta vida, no es el deber de nadie hacerlo, al igual que nadie me dirá cómo vivir mi vida. Nacimos solos y moriremos solos. Claramente podemos compartir espacios en el camino con otras personas; pero, como dije antes, al final del día soy lo único que no me abandonará.

Prometo No Morir

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