Читать книгу Las alas del reino I - Cuervo de cuarzo - Tamine Rasse - Страница 11
IV La responsabilidad es una carga pesada
ОглавлениеCuando llegué a casa, la sala olía a canela y cardamomo. Mis padres estaban sentados a la mesa, con una cacerola de arroz, castañas y maíz en medio de todo. Había también una botella de sidra helada recién descorchada, los miré extrañado; la sidra que habían comprado era costosa, y ellos no acostumbraban a gastar dinero en frivolidades.
—¿Qué estamos celebrando? —pregunté sonriente.
—Llegas tarde, Elián —me regañó mi padre. La sonrisa no había logrado despistarlo.
—Lo siento… nos entretuvimos —admití.
—¿Nos?
—Bo y yo —dije, cansado. Ya sabía a lo que quería llegar, y aún después de todos estos años no sabía por qué insistía siempre con lo mismo—. Como siempre.
—Esa chica solo trae problemas —aportó mi madre, sirviendo ya el estofado.
—Estábamos entrenando —la defendí. Era la excusa más creíble que se me ocurrió, y sabía que mis padres no protestarían; incluso ellos tenían que aceptar que Bo era una excelente luchadora.
—Sí, bueno —carraspeó mi padre—. No vuelvas a llegar tarde para cenar. No me interesa que ya estés en edad de celebrar el Solsticio.
—Y hablando del solsticio… —mi madre lograba las mejores expresiones para crear suspenso—. Tu traje está listo. Diría que fácilmente puede hacer creer a los pueblerinos que es de una calidad similar a los suyos. Nadie notará la diferencia.
Se me apretó el pecho levemente, pero conseguí sonreír lo suficiente como para que nadie hiciera preguntas. Les agradecí y comimos en silencio; ellos sabían que no estaba precisamente emocionado por la llegada del Solsticio, pero también tenían claro que me habían educado para darle gran valor a la causa y a todas las responsabilidades que vienen con ella. No se nace hijo de los líderes del Cuervo de Cuarzo sin entender a temprana edad que toda decisión conlleva algo más grande, y que cada una de tus acciones mueve el engranaje de una máquina mucho más grande que tú.
Pero no todos llevan tanto peso sobre sus hombros. Tragué con cierta dificultad, y Pyra, que estaba sentada en mi regazo, aprovechó mi falta de interés en el plato para abalanzarse sobre la comida. Por una vez, mi padre no dijo nada sobre ‘el bicho ese’ sobre la mesa. Quizás no era el único al que le estaban pesando los días venideros, o quizás solo sentía lástima por mí. Fuera lo que fuera, el semblante de su cara era el mismo de cada noche, y la única diferencia visible era el colgante de la Estrella que ya no colgaba de su cuello, ya que había tenido que venderlo para poder costear mi traje. Mi padre era un hombre muy religioso, y el haberse desprendido de su talismán dejaba ver lo importante que era este Solsticio para él.
El traje que mi madre había encargado colgaba de la puerta de mi habitación, y mantenía la mirada fija en mí, jugando a quién se rendía primero. Mis manos chisporroteaban en la penumbra, haciendo que Pyra levantara la cabeza cada dos segundos atraída por el fuego, y que la bajara inmediatamente al darse cuenta de que solo eran chispas y no las llamas que le interesaban. Dejar que la energía fluyera haciendo ese ejercicio era mi técnica preferida para calmarme, pero si mis padres me hubiesen visto hacerlo habría estado en serios problemas, incluso si tan solo mi salamandra y las paredes de ladrillos me habían visto. Es por eso que cuando Bo golpeó la ventana pegué un salto y mi mano derecha se incendió por completo.
—Creí que lo tenías controlado, ¿acaso estás teniendo una regresión? —se burló cuando le abrí.
—Me tomaste por sorpresa —respondí, sin ganas de jugar.
—¿Tienes algo de comer? —preguntó, acariciando la barbilla de Pyra—. Muero de hambre.
—¿Problemas en casa?
—Nada nuevo bajo el sol.
—Vuelvo en seguida.
Llené un plato con las sobras de la cena y tomé el pan de la despensa que tenía guardado para el desayuno. Cuando volví, Bo tenía mi traje entre las manos y lo miraba con una mezcla de disgusto y… miedo.
—Te traje comida.
Levantó la mirada inmediatamente, culpable. En general, Bo era una excelente mentirosa, pero en ese momento tenía todas sus emociones escritas en la cara.
—Lamento que hayas visto eso —le dije.
—Tranquilo, no se ha arruinado la sorpresa —intentó bromear—. Aún no he visto lo soso que te ves con él.
—Eso no es nada. No puedo esperar a verte usando un vestido, ¡y de fiesta! Ni más ni menos.
Su rostro se oscureció aún más, era evidente que no tenía ganas de que le tomara el pelo. Me senté a su lado en la cama y dejé el plato sobre el cobertor. Apoyé su cabeza en mi hombro y la rodeé con el brazo. Por un instante sus músculos se pusieron rígidos, pero no tardó en relajarlos.
El abrazo se sentía como todos, pero también muy diferente. Habíamos llegado lejos ignorando lo que se venía, pero a una semana de la celebración, ni siquiera nosotros (que teníamos experiencia) podíamos pretender que nada estaba pasando. Sentí el calor de las llamas formándose en las yemas de mis dedos, pero los sacudí antes de que pudieran encenderse; quemar a Bo no iba a arreglar nuestro problema.
—Estaremos bien —dije despacio. Tenía miedo de rompernos si lo decía muy alto.
Bo levantó la cabeza, el azul de sus ojos estaba tan pálido y grisáceo como el cielo después de una tormenta.
—¿Así como lo estamos ahora? —preguntó. No había sarcasmo en su voz, y eso solo hizo que la situación se volviera más pesada.
—Quizás incluso mejor. Al menos tendrás algo de cenar todos los días.
—Y no tendré que ver a mis padres —agregó ella.
—Y no tendrás que ver a tus padres —repetí.
—Ni a los tuyos.
—Muy graciosa.
—Sólo intento mantenerme positiva —aseguró, pero sus ojos se oscurecieron, señal de que estaba pasando de la tristeza al enfado. En vez de seguir hablando, tomó el plato y comenzó a devorar el pan tan rápido que me pregunté cuál habría sido su última comida.
No habíamos encendido la luz, y el resplandor de la luna creciente apenas iluminaba los rincones de mi habitación. Aun así, podía ver cada detalle: las marcas donde yo y Bo habíamos registrado nuestra altura cuando niños hasta que ella dejó de ser más alta y se dio cuenta de que iba a ganarle por media cabeza para siempre, las manchas de humo en las paredes y el techo de cuando había descubierto y experimentado con mi piroquinesis, el bracero donde había calentado el huevo de Pyra por un par de semanas después de encontrarlo en el bolsillo de un hombre inconsciente, donde también habíamos conseguido una moneda de oro y un colmillo. En tan solo unos días esta habitación sería solo un recuerdo; si todo salía bien, nunca tendría que volver a ella. Si las cosas salían mal, bueno, digamos que tampoco la vería más.
—No puedo creer que vamos a casarnos.
El tenedor de Bo hizo ruido al caer contra el plato. Me miró anonadada, sin poder creer que lo había dicho. Yo mismo sostuve el aliento, sin entender bien de dónde habían salido las palabras ni cómo las había pronunciado así sin más. Llevábamos semanas en silencio, conversando alrededor del tema y pretendiendo que no existía, que nuestro vigésimo Solsticio de Invierno no significaba nada y que no tendríamos que pasar el resto de nuestra vida unidos de una forma para la que no estábamos preparados.
Bo se tardó en responder, y cuando lo hizo, el nudo en su garganta era tan grande que incluso yo podía oírlo.
—Preferiría no hablar de eso.
—¿Sabes que tenemos que hacerlo, verdad? No podemos pretender que no pasará nada.
—Lo estábamos haciendo de maravilla hasta que decidiste abrir la boca —me acusó. Sus ojos se habían teñido de un azul tan oscuro que parecía negro; estaba furiosa.
—Estamos a tan solo una semana —dije con calma, y le tomé una mano que enseguida se endureció y no se volvió a relajar—. Ya sabes que eso no hará que desaparezca.
—¿No crees que vale la pena intentar? —se negaba a mirarme, no estaba bromeando.
—Esta vez no —dije, dejando salir una risa amarga que sonó como si me estuviera ahogando.
—Ya —suspiró—. Supongo que tienes razón.
Entendía lo mal que se sentía Bo, aunque yo hubiera pronunciado las palabras, eso no significaba que me pesaban menos. Ninguno de los dos dijo nada cuando mis padres nos habían dado las instrucciones, para lo cual fuimos llamados por separado y hechos jurar completa confidencialidad; ni Bo ni yo podíamos hablar sobre nuestras respectivas tareas con respecto a la Misión Cuarzo, no sabíamos tampoco qué otros miembros del Cuervo participarían de la tarea, y además de nuestro compromiso, teníamos prohibido hablar del tema en cualquier lugar público o susceptible a espionaje hasta recibir nuevas indicaciones. Ambos habíamos sido criados en un ambiente de absoluto secretismo y sabíamos respetarlo, incluso Bo, que tenía serios problemas controlando impulsos y siguiendo órdenes, y aunque eso no hubiese sido suficiente (que sí lo era) la constante amenaza de que todo cambiaría después del Solsticio, y de que para bien o para mal estaríamos unidos de forma inquebrantable bajo la ley de Arcia, había terminado de cerrarnos la boca por un largo tiempo.
Haberlo dicho en voz alta hizo que todo se volviera real. Real y definitivo.
—¿Acaso crees que no preferiría ignorarlo yo también? —le pregunté, un poco también acusándola de poner la culpa sobre mis hombros y hacerme cargarla yo solo.
—Podríamos huir —dijo despacio, como si ni ella misma se creyera lo que estaba diciendo. Esperé a ver si decía algo más, a ver si se arrepentía, pero pasados unos segundos fue evidente que estaba tratando de tragarse su propia lengua.
—¿Huír a dónde? Ya sabes que no hay como salir de aquí sin autorización real —respondí con prisas y molesto. ¿Contaba como traición el fantasear con algo así? No era propio de ella mostrarse tan vulnerable, y tenía que confesar que, a pesar de conocernos desde siempre, no sabía como reaccionar. Tuve que contenerme antes de volver a hablar, porque no quería decir algo equivocado otra vez—. Tenemos responsabilidades, Bo.
—Te odio —dijo entre dientes, apretando las manos con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron de color blanco—. Odio todo esto.
—Creí que ser parte del Cuervo era todo lo que querías —dije. Se me escapó.
—¡Creí que al ser parte del Cuervo no tendría que pasar por todo esto! —explotó, y le hice un gesto apurado para que bajara la voz, pero no me hizo caso—, ¡Creí que por entrenar y dedicar toda mi vida a la causa no tendría que someterme a esta porquería! ¿No lo entiendes? ¡No es justo!
—¿¡Acaso crees que no lo sé!? —exploté yo, y mis manos se incendiaron de inmediato. Bo se echó hacia atrás instintivamente, hacía años que no perdía el control de mi piroquinesis, pero aquí estaba en llamas y con el pulso acelerado, con el corazón más apretado que los nudillos de Bo, que se había clavado las uñas en la palma de la mano—. ¿Acaso crees que no siento lo mismo? —agregué cuando me hube calmado—. Sé que no es lo que hubieras querido, Bo. Tampoco es lo que yo quería, pero no tengo novia, y tú no tienes novio, y hace meses se volvió obvio lo que tenía que pasar, ¿o acaso quieres terminar casada con cualquiera?
—¡Tal vez no quiera casarme con nadie! —gritó ella—. ¡Tal vez no me interesa!
—Baja la voz, ¿quieres? —la regañé, y me lanzó una mirada irritada, pero bajó el volumen.
—¿Acaso tu quieres casarte con cualquiera? —me preguntó.
—No. No quiero casarme con cualquiera. Pero tampoco quiero casarme contigo— era la verdad, y pude ver que Bo estaba de acuerdo. La quería como a nadie en el mundo, pero no de esa manera—. No es justo para ti, mereces estar con alguien a quien ames.
—Yo te amo, Elí. Pero no esa clase de amor.
—Yo también te amo, pero no, no es esa clase de amor —le tomé la mano—. Espero que sepas que cuando encuentres a esa persona, no seré yo la que te impida tener el amor que mereces.
—No podemos divorciarnos —me recordó, pero había recuperado su sonrisa, y ahora se podían diferenciar sus pupilas de sus irises.
—Pero puedes serme infiel —reí—, prometo jamás denunciarte a las autoridades.
—También puedes serme infiel. Prometo no ponerme celosa.
Quería seguirle el juego, pero era demasiado pronto para eso. No quería pensar en ninguna relación de ningún tipo, menos aún una que jamás podría tener lugar. No si las cosas no salían de acuerdo al plan.
—Supongo que sí vamos a casarnos —dijo Bo, al ver que no contestaba.
—En una semana —dije yo.
—En una semana —repitió ella.
Después de eso la conversación volvió a morir. Nunca habíamos tenido tantos silencios incómodos y vergüenza el uno con el otro hasta ese momento. Pasara lo que pasara en el solsticio de invierno, no quería que jamás tuviéramos que sentirnos así otra vez