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VII Mímica

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Por una vez, era yo el que no podía dormir.

Sabía que, si dejaba la cama y me dirigía a la casa de Bo, la encontraría sentada en el techo mirando con pena al resto del Borde. Pero no era el momento de molestarla, y muy en el fondo tampoco quería verla. Ya tenía suficiente con pensar que, en unas pocas horas, nuestro futuro estaría unido para siempre de la única forma en la que jamás quisimos terminar unidos.

Pyra estaba acurrucada junto a mí bajo las mantas, y hacía pequeños ruidos al respirar que no me dejaban volver a conciliar el sueño.

¿Estaría bien lo que estábamos haciendo?

Sabía que era lo correcto. Nos habíamos entrenado durante años para este momento, pero siempre había parecido lejano e inalcanzable. Ahora me sentía ahogado, atrapado en una promesa que habían hecho por mí, y vergonzosamente asustado. No podía dejar de pensar en que, si estaba cuestionándome un simple matrimonio, quizás no estaba preparado para lo que venía después. Quizás nunca lo había estado, y el Cuervo habría perdido años de recursos en intentar volverme fuerte.

Pero habían fallado. ¿Cómo podría casarme con Bo?

Mi traje de Solsticio de Invierno colgaba del borde de mi armario, perfectamente planchado y limpio. El sombrero plateado brillaba a la luz de la luna, pero no se veía vivo como las escamas de Pyra, sino fantasmagórico y muerto. Como me vería yo cuando nos quitara a Bo y a mí la oportunidad del verdadero amor.


Afuera había un silencio terrible. Ni siquiera se escuchaba un soplo de viento. Iba a ser una noche muy larga.

Mi familia y otros miembros del Cuervo partimos temprano hacia la ciudad. La celebración del Solsticio de invierno no incluía la presencia de los habitantes del Borde, así como tampoco lo hacía ninguna otra, quienes festejábamos lo hacíamos a nuestro modo, y definitivamente a una escala mucho menor. Así como lo estábamos haciendo nosotros, algunas personas afortunadas que podían esconder su condición de taki se colaban a la fiesta principal, e incluso lograban casar a sus hijos bajo el amparo de un legionario de la Estrella.

A mí poco me interesaba si la Estrella bendecía nuestro matrimonio o no, pero tener un anillo de bodas del reino significaba que tenías acceso a vivienda y trabajo. Y lo que el Cuervo Escarlata necesitaba de nosotros era precisamente eso, que fuéramos útiles, responsables, adultos. Y lo más importante, buenos ciudadanos. Además, si todo salía bien, agradecería tener documentos oficiales que me ayudaran a empezar de nuevo.

Y si para eso tenía que casarme con Bo, entonces lo haría.

Como si la hubiese llamado con el pensamiento, vi a mi mejor amiga caminar hacia nosotros con la mirada endurecida y el paso firme. Lo primero que me impresionó fue verla en un vestido. No recordaba haberla visto así desde que éramos niños y su madre todavía insistía en vestirla. Lucía incómoda con algo tan ajustado y delicado, y no podía dejar de preguntarme cómo habían logrado meterla en semejante atuendo. Lo segundo que noté fue el cabello. Ya no estaba sujeto en una coleta como lo había traído los últimos quince años de su vida, sino que ahora lo llevaba suelto y más corto que cualquier otra persona que conociera, pero mucho más desordenado. No había dudas de que se lo había cortado ella misma, e incluso apostaría a que en la ecuación ni siquiera había habido lugar para un espejo. Aun así, no se veía mal, y a medida que se acercaba pude notar el maquillaje ligero que llevaba, con los labios pintados de rosa y brillo sobre las clavículas.

—¿Qué estás mirando, idiota? —me espetó. Ni siquiera me había dado cuenta de que se había acercado tan rápido.

—Lindo vestido —le dije como broma. La verdad es que sí era bonito, pero se notaba a leguas que ella lo odiaba, y como mejor amigo tenía que apoyarla—. Resalta mucho tu corte de cabello.

—Muy gracioso. Siento que me estoy asfixiando.

—Ni siquiera es tan ajustado —observé—, tan sólo no es dos tallas más grande que tú.

—Si sigues haciendo chistes te irás de aquí soltero —sonrió—. Esa no es la manera de tratar a una dama.

Solté una carcajada tan fuerte que algunas personas se voltearon a mirar. Mi madre me apretó el brazo en forma de advertencia, no podíamos permitirnos llamar la atención.

—Lo siento, lo siento —terminé de reírme—. No puedo verte como una dama sólo porque traes un vestido.

Bo me golpeó el hombro, pero también se echó a reír. Aunque se le veía alegre, podía notar la preocupación bajo su sonrisa y sus ojos jamás mentían, me pregunté si también en mí sería tan evidente que habría preferido estar en cualquier otro lugar en vez de allí.

—Andando —la llamé para distraerla un poco—. Quiero obtener un lugar en donde no se note lo mal que bailo.

—¿Acaso no practicaste el baile, señor responsable?

—Por supuesto que sí. Es tan sólo que tengo dos pies izquierdos para bailar.

—Pues entonces serás el hazmerreír de la velada —sentenció Bo con una sonrisa.

—Muy graciosa. Y tú, ¿acaso lo practicaste?

—Te seguiré la corriente.

Nos encaminamos hacia el anfiteatro, uno de los lugares más emblemáticos y bien cuidados de la ciudad, ya que era el único donde el rey parecía ser capaz de aparecerse. Hacia el fondo, en el palco real que se mantenía todos los años, se podían distinguir dos tronos en terciopelo azul; uno, más pequeño y con adornos de plata, y el otro más grande decorado en oro. Se notaba que no habían escatimado en gastos, ya que no sólo el teatro estaba decorado, sino toda la plaza y las calles aledañas a él. Cada poste de luz tenía voluminosos ramos de flores invernales, y colgando de guirnaldas iridiscentes había enormes pendones de la más delgada luna creciente (la que tocaba este año) talladas en cristal. En una esquina de la plaza habían puesto cinco grandes mesas con enormes pasteles, postres, aperitivos y un inmenso número de delgadas copas escarchadas que contenían el tan preciado licor de luna.

A pesar de que Bo parecía profundamente desinteresada y aburrida, sabía que, al igual que yo, no podía dejar de observar todo con el rabillo del ojo, y que por dentro debía igual de sorprendida. En primer lugar, nunca teníamos acceso a comida tan fina, mucho menos a licor de luna, que jamás habíamos probado. Además, era nuestra primera vez asistiendo a un solsticio de invierno en la ciudad, y aunque era una fiesta celebrada en todo el reino, en el borde conmemorábamos la fecha de una manera muy diferente.

Es realmente increíble. me dije a mí mismo cuando ya me había cansado de ver opulentos vestidos y larguísimos sombreros de copa.

Nosotros mismos no nos veíamos tan mal. A pesar de que Bo tenía un espantoso corte de cabello (era buena en muchas cosas, pero claramente la peluquería no era una de ellas) y de que estaba claramente incómoda, no podía dejar de admitir que se veía hermosa. El vestido plateado y azul la hacían ver aún más pálida que de costumbre, y aunque sabía que ella odiaba tener tan poco color, lo cierto es que esta noche le sentaba bastante bien. Incluso yo me sentía apuesto, con mi sombrero de media copa -lo mejor que pudimos pagar-, y el traje que habíamos comprado con el talismán de mi padre. Me quedaba como un guante, además, había robado una flor invernal desde uno de los postes, y lucía espectacular en la solapa de mi chaqueta azul noche. No dije nada en voz alta para evitar ser objeto de burlas, pero lo cierto es que se sentía bien verse atractivo por una noche.

—Señorita —un guardia real nos detuvo en la escalera del anfiteatro, se veía ridículo con sombrero pomposo, pero me guardé la risa—, ¿podría ver su invitación?

—Sí, claro —Bo abrió su bolso y sacó un sobre de papel cremoso con letras de tinta plateada. Se lo dio al guardia con toda naturalidad, como si no tuviera nada que temer—. Pero no se demore, quiero escoger un asiento cerca del rey.

Qué descarada.

El guardia revisó la invitación un momento, pero no pareció encontrar nada extraño. No por nada Berd hacía las tarjetas todos los años; jamás habían descubierto una de sus falsificaciones.

—Por aquí, por favor.

Tal y como lo había dicho, Bo había conseguido un asiento cerca del rey. O bueno, tan cerca como era posible, que en realidad no era mucho. Aún así, consideré que era un riesgo innecesario, pero seguramente ella me diría algo como “no seas gallina, ni siquiera sabe que estamos aquí”. Y quizás tendría razón, pero eso no lograba quitarme los nervios ni la vergüenza de que mis padres me vieran haciendo algo tan estúpido. No había tenido elección, novios y novias estábamos sentados en dos líneas paralelas en las que cada uno miraba a su pareja en la fila de en frente, y si Bo había escogido ponerse la soga al cuello, me tocaba seguirle el juego.

Me tenía incómodo el hecho de no ver a otros miembros del Cuervo por ningún lado. Había otros chicos del Borde, pero nadie con quién hubiera trabajado, y me pregunté si acaso todos mis compañeros serían personas que aún no había tenido el placer de conocer. En realidad, lo que pensara no era importante, por ahora, todo lo que debíamos hacer era casarnos. Sin preguntas. Sin quejas.

—¡Ciudadanos y ciudadanas! ¡Estimados súbditos! —se elevó la voz del rey, causando un silencio absoluto e inmediato—, ¡Que alegría me da verlos! No saben cuánto añoraba el día de hoy, ¡una celebración más allá de lo imaginable!

Volteé la cabeza para mirar a las tribunas del anfiteatro. Cientos de familias miraban al rey como polillas encandiladas; confundidas y embobadas, como si no pudieran creer su suerte.

—Estoy seguro de que el rumor ya les habrá llegado —continuó con una sonrisa cómplice—. Hoy les presentaré a una persona muy especial. Tras largos años de arduo trabajo y preparación, mi hija, la Princesa Viana, ¡está por fin lista para casarse!

Los aplausos llegaron como un rugido. Junto a al monarca, una hermosa joven se puso de pie y saludó con un tímido, pero grácil movimiento de mano. Salvo por el color de su piel canela, no guardaba ningún parecido con su padre, quien era todo ángulos y dureza. La princesa poseía un hermoso rostro ovalado, con enormes ojos color ámbar y una larga trenza de cabello cobrizo. Sin quererlo me encontré aplaudiendo yo también.

Un hombre que se encontraba de pie junto al rey apaciguó los aplausos con un gesto de sus manos. Cuando el monarca se levantó, el silencio lo siguió de inmediato.

—El cálido recibimiento hacia mi adorada hija me llena el corazón —comenzó el hombre—, y estoy seguro de que su princesa se siente de la misma manera, sin palabras para expresar su enorme emoción al verlos a todos aquí hoy.

La princesa asintió con una sonrisa. Me pareció que quería agregar algo, pero su padre continuó rápidamente, casi como si su intención fuera evitar que su hija hablara con sus súbditos.

—Esta temporada —prosiguió solemne—, recibiremos la visita de la Familia Imperial de Chiasa. Como saben, el Kwan Xiao es un gran amigo del palacio real, y esperamos estrechar aún más los lazos con el imperio vecino a través de nuestra descendencia —levantó una mano en el aire, deteniendo los aplausos antes de que comenzaran. Junto a él, la princesa hizo una mueca, pero desapareció con tanta rapidez que me pregunté si quizás lo había imaginado—. Confío en que ustedes, mis queridos súbditos, harán sentir a la corte de Chiasa como en su propia casa, sabiendo sacar a relucir los mejores aspectos de nuestra maravillosa ciudad.

Por el rabillo del ojo, vi a Bo hacer una mueca, incrédula. Estábamos pensando lo mismo: Xiao ni siquiera se detendría en la ciudad, su carruaje iría directo a los grandes muros del palacio.

Y es que Arcia funcionaba como un conjunto de tres grandes semicírculos coronados por una cadena de montañas. En el mismísimo centro, se encontraba el distrito real. Cientos y cientos de hectáreas completamente aisladas del resto del reino por un enorme muro de piedra pulida, que se elevaba hasta siete metros sobre el suelo, y alrededor del cual siempre había guardias en uniformes morados patrullando. Desde el exterior, no se podía ver absolutamente nada hacia adentro, pero sabíamos que dentro del vasto terreno se encontraba el palacio real con todas sus comodidades y una pequeña villa de mansiones donde vivían los nobles y otros miembros valorados de la sociedad.

Justo fuera del muro, se extendía el segundo anillo; el reino tal y como había sido concebido siglos atrás. Aquellas familias más adineradas vivían en barrios adyacentes al muro, desesperados en su intento de permanecer lo más pronto posible a aquellas personas a las que querían parecerse. Hacia afuera, las casas iban haciéndose más sencillas, pero jamás pobres. Arcia era un territorio con mucho dinero, y los ciudadanos procuraban que se notase: las calles de piedra estaban siempre relucientes, de los faroles colgaban macetas con flores coloridas, y el aire siempre olía a pasteles y otras exquisiteces.

Así como los que ansiaban poder vivir dentro del muro, los habitantes del tercer anillo añorábamos acceso a los privilegios que otorgaba vivir en el reino. Relegados a los terrenos baldíos colindantes -los que llamábamos el Borde-, los taki habíamos construido nuestras casas con lo que teníamos. Vivíamos de trabajos mal pagados y peligrosos, y no éramos bien recibidos dentro de la ciudad. Si bien no teníamos prohibido entrar en las calles de Arcia, los residentes tenían todo el derecho de negarnos la entrada a sus tiendas, corrernos de sus espacios públicos e incluso llamar a la policía ante cualquier ‘actividad sospechosa’. Con nuestras calles de tierra y viviendas a medio terminar, vivíamos tan alejados de todo que para muchos de nosotros el muro no era más que un lejano referente que jamás podríamos ver con nuestros propios ojos. ¿Ver el palacio? Ni soñarlo.

Pero bueno, para algo estábamos aquí.

Las alas del reino I - Cuervo de cuarzo

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