Читать книгу Las alas del reino I - Cuervo de cuarzo - Tamine Rasse - Страница 17

Оглавление

IX Si no puedes contra ellos

Eli caminó hacia mí, y otra vez sentí esa punzada de culpa en el pecho. Le estaba quitando lo poco que esta vida había podido ofrecernos, jamás otra chica lo vería caminar hacia ella con un anillo en sus manos, vestido con tal elegancia que parecía como si realmente tuviese el derecho de estar allí. Me dio una puntada en el pecho porque sabía que nunca podría amarlo de esa manera, y que él tampoco podía ofrecerme eso. Ambos estábamos condenados a no encontrar jamás a aquella persona que nos gustaría ver al otro lado del anfiteatro, y la pérdida me dolió más de lo que esperaba, teniendo en cuenta que toda la vida habíamos estado perdiendo.

—Hola —me sonrió. Podía ver que estaba triste, no era muy bueno para esconder sus emociones.

—Qué tal —le sonreí yo —, ¿vas a atarme un trozo de alambre? —bromeé.

—La verdad es que tengo algo un poco mejor —su rostro se iluminó, pero sólo por un breve instante —, ten, lo hice para ti.

Eli me entregó un par de anillos forjados en plata, eran extremadamente delicados, las diferentes divisiones imitaban una planta enredadera y una diminuta flor terminaba de darle el toque final. Me quedé sin palabras, esos anillos no eran para una chica como yo.

—¿Tú los hiciste?

—Para ti —dijo, y ahora si parecía feliz.

—¿Pero por qué hay dos? ¿Vas a casarte con alguien más, o piensas llevarlo tú?

—Tan sólo guarda el otro, vas a necesitarlo después —me aseguró.

—Ya veo, crees que destruiré el primero —levanté una ceja—, no puedo creer que hayas hecho dos sólo porque pienses que uno no durará.

—¿Acaso puedes culparme? —se burló —, sólo hazme caso y guárdalo.

Quise abrazarlo, pero la etiqueta de la ceremonia no nos permitía acercarnos antes del baile, y eso, sólo siguiendo la tradicional y bien ensayada coreografía. Pude verlo encerrado en su habitación, forjando los anillos en el fuego, doblando cada una de las ramitas hasta altas horas de la mañana. Nunca nadie se había preocupado tanto por mí.

—Lamento que tengas que casarte conmigo —dije finalmente —, yo no sé forjar anillos.

Eli lanzó una risotada, pero se calló de inmediato al recordar donde estaba.

—Lamento que tengas que casarte conmigo, yo no sé… espera si sé. Lo que sea que estés pensando, sé hacerlo.

—Eres un engreído.

—Lástima que tendrás que vivir con eso para siempre —bromeó, pero su sonrisa era una línea apretada sobre su rostro.

—No si muero joven —ofrecí.

—Siempre dices que quieres morir joven —esta vez sí rio con ganas—, no creo que tengas tanta suerte.

—Después de una vida de desgracias, esperaría que alguna vez me tocaran los números ganadores.

Eli sacudió la cabeza, como siempre hacía cuando me ponía a hablar de temas que lo ponían incómodo.

—¿Por qué no cierras la boca y me concedes esta pieza? —ofreció tendiéndome la mano.

—Bueno, pero no te propases.

—¿Te refieres a que no puedo tocarte el trasero?

—Lamentablemente no.

—Bueno, de todas maneras, no me estoy perdiendo de nada.

—Idiota —me tocó reír a mí. Al menos no estaba condenándome al aburrimiento eterno al casarme con Eli. Todos saben que podría haber sido mucho peor.

Me relajé un poco al sentir el toque de Eli en mi cintura, su tacto era familiar y seguía a los demás bailarines con precisión, ¿cuánto tiempo habría pasado ensayando? Interiormente se lo agradecí, secretamente contaba con que se supiera los pasos, porque en lo personal no había dedicado más que los cinco minutos que mi padre estuvo dispuesto a darme para aprender la coreografía. Él no era el mejor maestro, y yo estaba lejos de ser la alumna perfecta, por lo que había decidido confiar en el sentido de la responsabilidad casi patológico de mi mejor amigo y en mi asombrosa habilidad de escapar de todos los problemas por un pelo.

—No mires ahora, pero creo que la princesa te está mirando —le dije, y era cierto, no había podido dejar de notar que los ojos ámbar de la princesa se posaban con cierta regularidad sobre Eli.

—Sí, claro —ni siquiera se molestó en verificarlo—. Quizás está mirándote a ti.

—Quizás. Probablemente le gusta mi corte.

Por milésima vez esa noche, hicimos un esfuerzo por no reírnos. Si tan sólo el peso del matrimonio no hubiese sido tan pesado sobre nuestros hombros, y si no hubiéramos sentido la constante presión de comportarnos de acuerdo a la etiqueta para no ser descubiertos, probablemente habríamos pasado un buen rato. Pero conocía muy bien a Eli como para pensar siquiera un minuto que estaba relajado, y yo por mi parte, estaba terriblemente molesta.


Pero pretender era algo que venía de forma natural.

Por segunda vez en menos de veinticuatro horas, me hallaba sentada sobre el techo de mi casa. Eli, como nunca, había accedido a venir conmigo, y ambos estábamos en silencio mirando hacia la ciudad, observando las luces lejanas que delataban que la celebración aún estaba lejos de terminar.

Esta sería mi última noche en el tejado. Mañana al atardecer vendrían por nosotros, y, si teníamos éxito, jamás tendría que volver a sentarme en este lugar a mirar la miseria del Borde. Si teníamos éxito, no habría Borde al que mirar. Y con suerte, tendría otro tejado, uno más alto, en el cual sentarme.

—¿No tienes miedo? —me preguntó Eli, pero antes de que pudiera contestar continuó—, y no quiero una típica respuesta de Bo. Por una vez, quiero la verdad.

Suspiré. Tenía razón, no valía la pena hacer como si nada estuviera pasando.

—La verdad es que sería más fácil sentir algo, miedo, cualquier cosa, si supiera a qué nos estamos enfrentando —la rabia me apretó el corazón como había estado haciéndolo por semanas antes de este día—. No me parece que sea justo que seamos una parte tan importante de la operación, y sin embargo no sepamos prácticamente nada de ella.

—La vida no es justa, Bo. Al menos la nuestra no.

—Ya lo sé —dije, apoyando mi cabeza en mis rodillas—. Tan sólo me gustaría que no fuera precisamente nuestra gente quien la hace de esa manera.

Eli guardó silencio. Jamás me respondía cuando me quejaba sobre el tema, suponía que era porque lo ponía incómodo pensar en eso, especialmente cuando sus padres eran la cabeza del Cuervo de Cuarzo, y había sido criado para hacer grandes cosas. O al menos, eso era lo que le habían prometido.

Hice la pregunta que ninguno de los dos quería vocalizar.

—¿Y si no somos importantes?

—No creo que lo seamos —contestó serio—. No más que cualquier otro, quiero decir. Creo que somos como un engranaje, y que sabremos cuál es nuestro lugar cuando llegue el momento oportuno.

Esta vez me tocó a mí quedarme callada. No valía la pena discutir con Eli cuando se ponía en modo ‘hijo responsable y abnegado’. Además, no tenía ganas de tocar temas delicados. Tan sólo yo sabía lo duros que habían sido los días anteriores, y aunque me costara admitirlo, estaba cansada.

—Debo irme, ¿te veo mañana?

—No si me caigo del techo —respondí.

—Poco probable. Jamás te vi caerte de ningún sitio.

—Hay una primera vez para todo.

—Eres una mujer de costumbres.

—Uhm. Sólo vete.

—Te veo luego —se despidió, y trepó pared abajo.

Al rato yo misma bajé del tejado. Quizás esa noche podría dormir. Después de todo, antes de ese día había visto los ojos de la princesa.

Las alas del reino I - Cuervo de cuarzo

Подняться наверх