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XI Caja de sorpresas

Sí, quizás el palacio era algo impresionante. Y sí, la comida que nos habían dado no estaba nada mal. Tampoco podía quejarme del dormitorio que Eli y yo compartiríamos. No podía decir mucho de los uniformes que nos habían dado, que eran de mejor calidad que la más elegante de nuestras ropas, y definitivamente no podía protestar en contra del hecho de que me hubiese tocado trabajar en las caballerizas, pudiendo pasar todo el día con los caballos.

Pero (y sí, conmigo siempre hay un ‘pero’) nada de eso podía borrar de mi mente los contratos que nos habían hecho firmar.

La bienvenida hizo que no pareciera gran cosa: una buena cena, conversación amena entre nosotros y el personal veterano, una pequeña charla de bienvenida, y la seguridad de que estábamos a sólo un paso de nuestra nueva y mejorada vida si sólo firman este contrato primero.

La mayoría firmó casi sin mirar, rellenaron con sus datos, los de sus esposas, y despacharon el documento sin pensarlo dos veces. Sólo a los hombres les dieron uno, pero Eli se aseguró de que pudiera leer sobre su hombro; si no podía firmar por mí misma, al menos tendría una idea de bajo que términos Eli nos estaba vendiendo.

El contrato estaba hecho para no ser leído, tenía demasiadas frases complicadas y cláusulas por entero innecesarias. Eli pasaba las páginas con cierta rapidez para no levantar sospechas, pero lo más importante nos quedó claro: desde ahora en adelante, la corona nos proveería de comida, techo, salud, e ‘incentivos’ por buen desempeño en el trabajo, eso sí, desde ese momento, Eli y yo pasábamos a ser propiedad de la corona.

Eli firmó con un trazo certero, mientras yo sentía como se me apretaba el estómago.

—Estaremos bien —me dijo Eli mientras intentábamos quedarnos dormidos, aunque sobra decir que ninguno de los dos estaba teniendo mucho éxito.

La habitación estaba helada, y aunque no podíamos quejarnos de la calidad de las camas o de los muebles en general, no podía dejar de pensar que bien entrado el invierno tendríamos que dormir completamente vestidos para combatir el frío. La habitación era amplia, al menos para nuestros estándares, y tenía una cama con varias mantas, cosa que agradeceríamos cuando el invierno se pusiera más helado.

—Ya lo sé, no tienes que decírmelo.

—Pensé que quizás necesitarías escucharlo.

—No te preocupes. No soy propiedad de nadie, no me importa lo que diga un trozo de papel.

—Dos trozos de papel —me recordó.

—Si no soy propiedad de la corona, menos tuya —reí—. Imagínate eso, no ser dueña de mí misma de ninguna forma, ¿puedes creerlo?

—La verdad no, pero oye —agregó preocupado—, recuerda que tenemos que mantener un perfil bajo mientras estamos aquí.

—Estoy tan bien entrenada como tú, genio. No necesito que me lo recuerdes, mejor vete a dormir.

—Sí, señora —se burló, pero no siguió hablando.

Propiedad. Sobre mi cadáver. ¿Qué si iba a comportarme? Por supuesto que sí, mientras nadie se metiera conmigo o con Eli. Aunque lo último no era muy probable, ya que mi mejor amigo se había apuntado inmediatamente a los cadetes de la guardia real, y por lo que había podido observar, los soldados eran muy respetados. ¿Habría sido una decisión personal, o le habrían ordenado que lo hiciera? A ratos se me apretaba un poco el pecho al pensar que Eli ya tenía clara su parte en el trabajo y no la estaba compartiendo conmigo. Nunca nos habíamos escondido nada, pero Eli era la imagen de la responsabilidad y la lealtad, y sabía que sin dudarlo pondría la misión por encima de nuestra confidencia, aún si eso significaba tener que guardar secretos. No me gustaba la sensación de renegada que me invadía, y no podía dejar de pensar que, sí me hubiera llevado mejor con mis padres, quizás habrían dejado entrever lo que el Cuervo tenía en la parrilla para el futuro. No tenía duda de que los padres de Elián le habían adelantado cosas, pero supongo que no todos teníamos esa suerte. Y tenía que confiar en que Eli estaba ocultándome cosas únicamente por el bien de la misión.

Aun así, sentirme sumida en la oscuridad me tenía con un sabor agrio en la boca.


Las vistas desde la carroza en la que llegamos no le hacían justicia al verdadero tamaño del lugar. Sí, habíamos visto un bosque, mansiones, y hermosos jardines, pero el terreno se extendía por centenares de hectáreas a lo largo y a lo ancho, y sospechaba que incluso comprendía una modesta cadena de montañas que no era visible desde el pueblo. Desde luego, me tomó toda una mañana encontrar los establos; principalmente porque no podía dejar de mirar la cima de aquellas montañas. No podía creer que estuvieran tan cerca de casa, pero tan lejos a la vez, y que, así como yo, miles de personas en el reino jamás las habían visto más que de forma inalcanzable en la lejanía, puesto que el rey parecía haberlas designado como parte de su colección personal. Si no fuera poco, las instrucciones que me habían dado para llegar a las caballerizas habían sido extremadamente vagas, y aunque mi sentido de la orientación era bueno, no paraba de toparme con vistas grandiosas, cada una más llamativa que la anterior. Mientras caminaba me encontré con un viñedo, un jardín de girasoles, un camino rodeado por árboles de cerezo, una laguna con flores de loto y una estatua de un fauno en el centro… Tuve que retroceder.

¿Un fauno? Un fauno. No lo podía creer. En todo el territorio de Arcia, la magia estaba terminantemente prohibida. Todo aquello con un ápice mágico era arrojado sin piedad fuera del reino, no se podía hablar de dragones, hadas o faunos. Criaturas como unicornios, aves fénix, y salamandras estaban fuera de todo límite, por lo que sabíamos no sólo de nuestro reino, sino también de los otros territorios de la región. Cualquiera que fuera visto con un artefacto mágico o en compañía de alguna criatura era sentenciado a prisión perpetua, o peor, al exilio.

No cabía en mí de fascinación. Tan sólo había visto faunos en los libros de anatomía de mi padre, pero allí había solo dibujos, no más que bocetos, y nunca podían sacarse de la biblioteca del subterráneo por mucho tiempo. La estatua frente a mí tenía al menos dos metros de alto, quizás un poco más, y estaba cubierta en bronce añejado, de un color verde precioso. A pesar de que por aquí y por allá se había gastado la superficie, me pareció que nunca había visto algo tan espectacular como aquello. Era para no creérselo, ¿alusiones a la magia dentro del palacio? Parecía una broma.

El resto del camino me lo pasé buscando más representaciones mágicas, pero no encontré nada, como si al fauno me lo hubiera imaginado. Cuando llegué a los establos alrededor del mediodía los encontré cerrados. Aunque habría sido fácil forzar la cerradura de los candados, no creí que valiera la pena meterme en problemas en mi primer día, así que decidí dar vueltas alrededor buscando a los demás. Por suerte, los otros mozos me encontraron primero.

—Oye, ¡tú! ¡Ven aquí! —me llamó un hombre cincuentón, tenía toda la pinta de ser el caballerizo mayor, gritándome sentado sobre un montón de heno rodeado de los otros hombres descansando a su alrededor.

—Buenos días —saludé cuando los hube alcanzado—, soy Bo, la nueva moza.

—Sabemos quién eres —dijo uno de los hombres. Era larguirucho y tenía un bigote demasiado grande para su cara. Luego le habló a los demás— ¿Cómo la ven chicos? Una moza.

Genial. Al menos no se había detenido en el hecho de que los buenos días habían pasado hace ya un rato.

—Una mujer —añadió otro, un hombre rechoncho con la calva quemada por el sol—, serías la primera.

—A ver cuánto dura —sumó un cuarto hombre, parecía el más joven de todos, pero con la sonrisa más amarga.

—Soy muy buena con los caballos —me defendí antes de que pudieran seguir hablando como si no estuviera allí—, además aprendo rápido.

—Ya veremos —dijo el joven.

—Ya basta muchachos —los reprendió el caballerizo mayor—. ¿Dónde están sus modales? Están en presencia de una dama.

De alguna manera, eso me hizo sonrojarme todavía más.

—Empezarás con algo sencillo —dijo, dirigiéndose a mí—. Esta tarde limpiarás el suelo del establo de la derecha, y cuando termines le darás de comer a los caballos de ese mismo establo. Lo quiero tan limpio que pueda comer de él.

—¿Y los otros establos?

Los tres hombres estallaron en risas, pero el jefe se quedó muy serio. Supe de inmediato que no había hecho la pregunta correcta.

—No les va bien aquí —-me advirtió muy serio—, a los que no saben seguir instrucciones.

—Lo siento —dije, pero no lo sentía. Había sido tan sólo una pregunta.

—Ahora vete a trabajar. Ah, y no vuelvas a llegar tarde, niña.

Forcé una sonrisa y me di media vuelta. El desprecio con el que había pronunciado la última palabra me picaba en la nuca, tentándome a volverme y decirle unas cuantas cosas. No lo arruines, Bo, me dije a mí misma con esa voz en mi cabeza que se parecía poderosamente a la de Eli. Tan sólo olvídalo.

Gracias a la Estrella, había algo más fuerte que mi rabia, y esa era mi curiosidad. Si antes me había parecido una mala idea forzar la cerradura de los establos, ahora me parecía aún peor, lo que significaba que tendría que hacerlo entrada la madrugada, y con mucho cuidado.

Las alas del reino I - Cuervo de cuarzo

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