Читать книгу Ostracia - Teresa Moure - Страница 16

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Nadie sabe cuándo va a tener que instalarse en Ostracia. Algunos nunca llegan a ir allí. Esos son los vencedores, los que siempre saben, reptando, encontrar tierra firme bajo los pies. Tampoco van a ser desterrados nunca los que caminan mirando al suelo, sin levantar la vista al cielo, implorando, para que el poder no perciba su presencia. Ni mucho menos los que responden como ovejas a los mandatos, es decir, los que pastan tranquilos en la hierba y bajan seductoramente las pestañas para flirtear con el poder. Todos los rebeldes, sin embargo, deben pasar una estancia en Ostracia, a fin de aprender en carne propia el peligro de escoger la desobediencia. Habitualmente son acusados de llevar dinamita entre los dientes o, aún peor, de ir por libre, olisqueando el camino, entreteniendo la marcha del rebaño. Tampoco es preciso que Ostracia sea una prisión con excepcionales medidas de seguridad. Ostracia puede ser un tiempo donde las ideas propias ofenden a los que antes se llamaban “los tuyos”, un paréntesis de distancia con aquello que antes nos constituyó, un tiempo para ser una apestada, una disidente, una que debe ser señalada con el dedo, a ser posible por un dedo con varios anillos bien colocados. Ostracia, la mayoría de las veces, ni siquiera exige un viaje. Puede tratarse de un arresto domiciliario o de un espacio virtualmente alejado del circuito social, donde antes de la condena era posible reír con los camaradas, debatir los matices todos, sin sospechar que nadie pudiera ofenderse. En algunas versiones, Ostracia es uno de tantos desiertos domésticos que la política usa para castigar a los militantes entregados que, de pronto, no lucen tan bonitos como antes. Para resistir, hay que entrenarse en la escasez voluntaria de bienes. Hacerse anacoreta. Para pasar por Ostracia y salir viva es preciso superar doce pruebas: un juicio injusto, una amistad traidora, el desprecio de los tuyos, la saña de los guardianes, el hambre, la sed, el sueño, el dolor, el frío, la ausencia de caricias, la falta de noticias y, la peor de todas, la autocrítica. Porque Ostracia está diseñada para que la presa entienda que podría verse a salvo del castigo si hubiese renunciado a tanta rebeldía en tiempo y forma, de manera que el castigo es siempre merecido.

Mientras así medita, Inessa dobla cuidadosamente la carta que intentará enviar a Alexander. Le habla de la compañera que han trasladado a otro lugar, ni siquiera sabe dónde, el día anterior. Llevaba nueve meses en ese exilio y comenzó a padecer alucinaciones: veía por todas partes rostros fantasmagóricos. Pero Inessa no cuenta eso para preocupar, todavía más, a su familia; es que la denuncia es ya en ella una costumbre. La presa tenía solo dieciocho años: “¡Es una niña!”, insiste. Le cuenta también, sin medias tintas, al todavía marido que Volódia la acompaña y le brinda todo su apoyo. Hasta ha escrito a un miembro de la Duma solicitando que intercediese por ella, retenida en Arcángel dos semanas sin derecho a recibir visitas ni reconocimiento médico, aunque haya contraído malaria. Finalmente, la mandaron a Mezen, en un viaje de siete días en dirección norte absolutamente penoso: <<En todas las estaciones era igual: la cama estaba tan sucia que preferíamos dormir en el suelo>>.

Como Ostracia adopta tan diferentes formas, lo único importante es no derrumbarse; es imprescindible mantener el control. Ostracia es también el aura de silencio que puede rodear a una mujer en las calles de Moscú cuando es amante de su cuñado, especialmente si él tiene doce años menos, y si no deja por eso de querer tiernamente al marido durante el resto de su vida. Inessa continúa durante horas y horas tejiendo pensamientos subversivos y escribiendo cartas para los niños con dibujitos y preguntas cotidianas sobre las clases de francés, los deportes, sobre el eczema en la piel de Fedor, que debe aplicarse una solución diaria de aloe-vera, sin olvidarse nunca-nunca-nunca... Inessa, en medio del frío, cubierta hasta las orejas por una manta de pelo, escribe para así vivir, que a veces la vida consiste solo en escribir. Se detiene en minucias con humor, hasta que parecen enormes relatos, igual que convierte lo enorme en un detalle sin importancia para alejar de los niños cualquier angustia. Perfeccionista en el oficio de madre, se empeña en practicarlo en la, poco habitual, modalidad de madre a distancia. Pero, sobre todo, se aplica a la resistencia. “Por aquí realmente hace frío; para ser exacta, 37 grados bajo cero, pero eso mismo explica la naturalidad del trato entre los presos y las gentes. Aquí, un preso es apenas otro animal con frío, igual que todos los demás”. Inessa distrae su atención del espectáculo de las miserias, pero no miente. Exhibe fortaleza para animar a los suyos, porque permitirse la mentira sería tanto como presumir de estar hecha de madera de heroína, cuando no puede ser, que los humanos todos estamos compuestos de la misma sustancia: un poco de carne y sangre apenas envuelta en una piel finísima, que cualquier casualidad puede perforar. <<Me habló un guardián de que pensaban mandarme aún más lejos, a Kódia, aunque es improbable que lo hagan a estas alturas del invierno y sería horrible para mí. En Kódia no hay presos políticos. Prefiero Mezen, donde podré hablar y tal vez formarme un poco más. Y Volódia lo prefiere también porque aquí tenemos hospital>>. Inessa escribe desde Ostracia para el mundo, y todas las presas, también las que habitan otras Ostracias más cálidas, podrían reconocerse en su voz. <<Tenemos cuatro horas de luz, entre las diez y las catorce. Todo el resto de la vida se hace en la más absoluta oscuridad. Eso fomenta que las personas estén especialmente atentas a cooperar, a trabajar juntas... porque comparten muchas horas de conversación junto al fuego>>. Como quien llevase una cesta de pícnic para sentarse a celebrar una fiesta en un volcán, así Inessa pasa el exilio enseñando a leer a sus compañeros de infortunio. Mientras tanto, aprende de sus relatos lo que es verdaderamente la lucha de clases, además de una frase en los libros que acabaron por llevarla a este lugar, distante de la mano de Dios, pero no mucho de la mano del zar. <<Me gustaría saber escribir mejor para pintaros con palabras como son estos bosques. Tal vez, en verano, cuando los días sean algo más largos, tengamos un encuentro, si venís todos por aquí>>. Por supuesto que, como todas las presas, esta tiene que soñar con futuros para levantarse cada mañana, incluso si eso de levantarse es solo una forma de hablar, porque en los días más duros, casi no puede caminar a causa del frío: todo ejercicio físico debe ser evitado para economizar energías. Sumergida en esa eterna oscuridad, Mezen se vuelve para ella un espacio onírico, tan irreal como las figuras que pueblan los sueños, y la presa subsiste porque está sin estar de todo, con una parte de su mente allí fuera, donde habita la realidad, durante dos años lentos, dos años duros, dos años inmensos, que harán crecer a sus hijos hasta convertirlos en seres irreconocibles. Más vale soñar con una visita donde ella pueda mostrar esos bosques de su Rusia del norte, tierra salvaje, de una belleza mortífera. <<Para llegar hay que usar trineos tirados por perros. ¡Cuánto os gustaría, mis niños, montar en ellos sobre la nieve, que se ve casi azul, iluminada por esta luz apagada del norte!>>.

Ostracia es un tiempo para sacar fuerzas de algún recóndito lugar sin nombre. Es posible que las cartas no lleguen a destino; incluso así, hay que intentar siempre escribir. Escribir para que Inna no se olvide de mamá. Escribir para que Vladimir se sienta querido como los otros hijos. Escribir para que Alexander y Fedor entiendan que ella no ha hecho mal alguno. Escribir para que Várvara y Andrei no vean cómo se borra la imagen vaga de su madre. Escribir para que el marido sepa que todo continúa en orden, que ella es quien quiere ser. Escribir para ser. Escribir para matar el tiempo y que discurra rápido. Escribir para olvidar que el mar es blanco, que son blancos los lagos y el estuario, que todo es tan blanco como las lápidas del cementerio, que todo es frío e inerte, que en estas tierras abunda la sífilis y la malaria, que el alimento es escaso, que los animales salvajes vagan próximos y en las largas noches aúllan a la puerta. <<Siguiendo hacia el norte, ni os imagináis cómo son los osos: ¡Son blancos! ¡Y tan lindos!>>. Pero no todo en la vida es escribir. Las largas horas de espera dan para ensayar las artes de la cocina, para aprender todos los dialectos del ruso, todas las formas de la camaradería y el humor. <<A decir verdad, debería levantarme para poner el samovar, pero tengo fama de ser perezosa. Me levanto más tarde que los demás y, cuando consigo llegar, el té ya está listo>>.

Una tarde, un poco antes de las dos, cuando el sol se pone, sale por leña. Es difícil caminar entre la nieve sin mojarse completamente. El aire glacial quema la nariz por dentro y, aun protegiendo las manos con guantes gruesos, el frío no permite que la tarea mínima de coger unos cuantos troncos se resuelva con rapidez. Todo es lento, lento y blanco, como los fantasmas, que tal vez haya comenzado, ella también, a padecer alucinaciones. Entonces es cuando lo ve. A pocos pasos de ella, un ejemplar magnífico de lobo ártico está mirándola intensamente. De los labios del animal sale el humo de la respiración, como si fuese un dragón de las leyendas infantiles. Inessa no grita; es probable que esté asustada pero no corre. Una camarada no hace pucheros como una burguesita moscovita, aunque lo sea. El lobo podría ser un hombre, tan atrayente le parece. En sus ojos se aprecia que guarda la tenacidad de los seres míticos, la firmeza de los rebeldes que no se dejan domesticar. Por eso, tal vez, Inessa permanece quieta: para merecer esa mirada. Para merecerlo. No mueve un músculo y cualquiera que pudiese ver la estampa pensaría que el pánico la ha dejado paralizada, pero las cosas no son tan simples. Los cuentos de la infancia relataban que quien sostenía la mirada del lobo durante unos segundos se quedaba para siempre cautivo de su belleza, del poderío. El lobo nunca se excede en nada, se ajusta a la disciplina de su manada y caza en grupo, respetando la jerarquía y actuando de manera organizada, como un comando revolucionario. El lobo no es sanguinario: a veces tiene que llevarse una oveja, de ahí el relato de su ferocidad, pero es raro que mate el rebaño entero. El lobo no habla. No se fatiga en transmitir su pasión por la libertad. El lobo recorre enormes distancias a medio trote, eficaz, sin correr y sin pararse nunca, concentrado, como si hiciese un esfuerzo por resumirse, por atender lo esencial y olvidar los lujos. Igual que las gentes de esta tundra inmensa; igual que los revolucionarios, todos ellos gente sobria. El lobo tiene una figura imponente pero bien cara le hacen pagar esa buena planta, el sigilo de sus movimientos y, sobre todo, ese fulgor de la mirada: la belleza. El lobo que Inessa contempla tiene los ojos rasgados, como un mongol, y exhibe la luz brillante de su poder. O de su voluntad de poder, más bien. La belleza del lobo le mete a Inessa el bosque entero dentro. Pasados unos segundos, esos segundos de entendimiento fuera del código ancestral de dos especies enfrentadas, se marcha a trote ligero. Inessa recoge los leños que ha de devorar el fuego en esa noche ártica y regresa a casa sin darse la vuelta. Está segura de que no será atacada. En los años siguientes ha de vivir a la espera de perderse, una vez más, en unos ojos como esos: unos ojos que anuncian el placer de caminar al lado del lobo, de ser suya.

Ostracia

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