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Es simplemente un hombre. Está en su despacho, dando vueltas con unos papeles en la mano. Atendiendo a los principios que rodean el escenario político donde se mueve, debería ser descrito en términos económicos e históricos, como hijo de Ilia Nikolaevich y de María Alexándrovna, de la familia de los Uliánov, que llega a ostentar un título nobiliario por la absoluta dedicación paterna a progresar en la escala social subiendo, pasito a pasito, en la escala profusa de inspectores de escuela. Considerando la cuestión de género, como le gustaría a la señora Kollontai, tal vez habría que recordar que la desahogada situación económica de sus progenitores permitió a este hombre dedicarse a sus proyectos políticos, puesto que la madre, viuda, administró la hacienda de manera suficientemente ingeniosa como para sostener y dar estudios a los hijos y, en un arrebato de modernidad, también a las hijas. Y la determinación materna, la misma que tiene este hombre que anda dando vueltas por su despacho, no se detuvo, ni siquiera cuando los hijos, –y, ¡ay, también las hijas!–, comenzaron a mostrar atracción por esas nuevas ideas; que si agrarismo, que si terrorismo, que si el mayor es ajusticiado por intentar asesinar al zar, que si las chicas, en vez de aprovechar la oportunidad de ser universitarias, dan en formar parte de células revolucionarias. Que el objetivo de una madre en esta vida es acompañar a los hijos, darles dinero, quererlos, darles dinero, perdonarlos, darles dinero, evitar que se descarríen y, si se descarrían, ir corriendo por un fajo de billetes para sobornar a quien haya que sobornar, que la maternidad es oficio complicado. Menos mal, por tanto, que no es obligatorio describir a este hombre según los principios histórico-dialécticos y podemos tomarnos ciertas licencias, como la de describir a este que pasea por su despacho, hoy bien inquieto, como el animal que también es.

Entonces habrá que decir que este hombre tiene una boca sensual, de labios carnosos y nariz redondeada, con las fosas nasales algo dilatadas. Como todavía no ha ascendido a la posición de poder que la historia le tiene reservada, va sin barba. El cabello batiéndose en retirada y las ojeras hablan elocuentemente de unas preocupaciones que probablemente no lo dejan dormir bien; el color de la piel denuncia dificultades digestivas y escasa actividad sexual. Pero lo principal en su rostro es una mirada perturbadora, una mirada que atraviesa toda entera a la persona que tiene delante, una mirada que trae la fuerza de otro mundo, aunque no sepamos bien dónde está ese mundo, tal vez en el futuro que sus ojos contemplan esperanzados. Los enemigos de fuera van a exagerar su determinación, ese rasgo materno, como rotunda e inapelable, y su violencia, la contenida y la no contenida. Los enemigos internos, que también los tiene, hablan de que sus ojitos de mongol no se cansan de orientarse para esa linda francesita. Los de fuera y los de dentro, con ideologías opuestas, coinciden sin embargo en asegurar que la francesa, además de haberlo hechizado, duerme en una cama grande y blanda que nunca está fría y ahí se ríen todos al unísono, olvidando las diferencias, que nunca hubo acuerdo más firme que el de criticar a las mujeres por su predisposición al erotismo. Pero él no sabe nada de esto. Porque no es un dios omnisciente, sino apenas un hombre que da vueltas por su despacho. Cualquiera que lo contemplase a través de un agujerito practicado en la pared, si no supiese el personaje que él es, destinado a producir adhesión o repugnancia máximas, vería a alguien que es todo voluntad. Eso, claro está, si no se atreve a más, porque si fuese realmente osada, la observadora afirmaría que esa boca ha sido específicamente diseñada para la voluptuosidad. Lástima que él no lo sepa.

El hombre, que está viviendo su única vida y, por tanto, no es todavía historia, sino carne humana que palpita, cogió la carta entre las manos otra vez. En la soledad del despacho le resulta posible a veces atender a la correspondencia con su madre, con su hermano Dmitri, con Inessa... ¡Esta mujer es inquietante! Cuando está trabajando se ajusta a la disciplina de manera poco común: le había encargado varias misiones en distintos puntos de Europa y se desenvolvía siempre de forma óptima, por complejo que fuese contactar con alguien, por adversas que fuesen las condiciones meteorológicas o de viaje. Era una mujer fuerte como un caballo, que nunca se intimidaba. Pero cuando entraba en danza la cuestión sentimental, se volvía vulnerable como una criatura. El hombre sonrió con un rictus de tristeza en la boca mientras calibraba si podría pensarse que las mujeres eran todas así, un poco predispuestas a exagerar los sentimientos y para eso comparó mentalmente los comportamientos de Inessa y de su esposa, Nadia Krupskaia, de su madre, de sus hermanas −Anna Ilínichna y María Ilínichna− y concluyó que, al menos sus mujeres, las suyas en particular, lo cierto es que no tenían nada en común que permitiese establecer una inferencia razonablemente válida. Tras el tiempo pasado en Galitzia, Inessa estaba en París y era desde aquella ciudad donde se habían conocido que escribía:

<<Tu y yo hemos roto... ¡¡¡Hemos roto, querido mío!!! Lo sé, lo siento: ¡ya nunca vendrás aquí! Cuando miro para los mismos lugares de siempre, veo con claridad, como nunca vi antes, qué espacio tan grande ocupabas en mi vida aquí, en París, de manera que casi todas las actividades estaban ligadas por mil hilos a pensamientos relacionados contigo. Por aquel entonces no estaba enamorada de ti, desde luego, pero ya entonces te quería muchísimo. Ahora podría arreglarme sin los besos: solo verte y hablar contigo de vez en cuando sería un placer... y eso no podría hacer mal a nadie. ¿Qué razón podría haber para privarme de eso? Me preguntas si estoy enfadada contigo por decidir la ruptura. No, creo que no lo hiciste solo por ti.>>1

1 Los textos situados entre aspas fueron escritos por los personajes reales

Él era un hombre casado, fiel, comprometido con Nadia. Inessa, por muy encantadora criatura que fuese, no debía..., no podía acercarse a él con semejantes objetivos, más propios de un romanticismo decadente que de la praxis real. Menos aún podría aceptarse de ningún modo que escribiese esas cartas. El documento escrito queda fijado y siempre caerá en manos enemigas. Inessa era plenamente consciente de ese peligro: lo que hubiera y lo que no hubiera pasado entre ellos sería reproducido y agigantado. Mancharía la historia. Y no era solo eso. Un revolucionario tiene que saber controlarse, aunque no fuese eso precisamente lo que le gustaba hacer a su gente. Tampoco es que a él le preocupase especialmente lo que hiciesen en sus vidas íntimas, siempre que supiesen que todo estaba sujeto a una causa superior. Taratuta y Andrikanis, dos bolcheviques auténticos, de pies a cabeza, habían engañado a unas muchachas para que se casasen con ellos cuando lo único que querían era financiar con su dote la facción bolchevique. El hombre que es todo voluntad, que se llamaba a sí mismo Vádia cuando estaba solo, acompaña de gestos su reflexión. Todos en casa sabían que, si no hacían ruido antes de entrar por la puerta de su despacho, era fácil sorprenderlo y provocarlo a dar un grito de alarma, como si estuviese en otro mundo y fuese obligado a regresar abruptamente, tal era de potente su vida interior. Su fama de reflexivo no era, esta vez no, un rumor más: Vladimir Ilich se concentraba en sus asuntos exactamente como el jugador frustrado de ajedrez que era. Por eso, en ese instante, al recordar la bravuconada de Taratuta y Andrikanis, pega un fuerte puñetazo en la mesa. Inmediatamente, lo asalta también el caso de Kamo, que había llegado a cometer la animalada de asaltar bancos para la causa. Siempre los había defendido en público a los tres. Era una reacción casi automática. Porque V.I. sabía que los revolucionarios no deben dejarse escandalizar. Cuando algunos de sus colaboradores se llevaban las manos a la cabeza y hablaban de dignidad, lamentando los excesos de estos camaradas, se sentía especialmente ajeno. No habían hecho tan largo recorrido para luego llorar por un poco de leche derramada. Lo que realmente lo hacía sentirse asqueado era que se dejasen pillar en falta, Taratuta, Andrikanis y Kamo. Un buen revolucionario tiene que dar solo las batallas que puede ganar, tiene que planificar cuidadosamente cada movimiento; tiene que asegurarse de vencer.

Había que mantener la cabeza fría. ¡Menos mal que Inessa no mencionaba en su escrito el incidente que había motivado su distancia...! ¡Menos mal! ¿Cómo decía ella? ¿Que podría aguantarse sin los besos? ¡Que solo deseaba verlo y hablar con él! ¿Cómo podía haber escrito algo tan directo? Imprudente. Aunque ella siguiese en combate, él ya se había retirado. Tarde o temprano entendería la muy obstinada. Desistiría. Pero esta mujer era imprevisible. Y linda. Imprevisible, obstinada, inteligente y loca... Pero linda. Ya en la carta anterior se había atrevido a acusarlo de arrogante. Debía medir sus palabras con Inessa. Él, inocentemente, había pretendido lisonjearla diciendo que solo había mantenido a lo largo de su vida estrechas relaciones de amistad y respeto con muy pocas mujeres. Y ella había respondido con una protesta enérgica, tergiversándolo todo, admirándose de que hubiese habido solo dos o tres mujeres en su vida que le mereciesen respeto. Nunca había escrito tal cosa. ¡Que solo había valorado a tres mujeres él, que siempre se preocupaba en sus intervenciones públicas de insistir en la importancia de la cuestión femenina! Lo que había dicho es que su amistad incondicional, su respeto absoluto y su confianza más extrema estaban consagrados a unas pocas personas que, por casualidad, eran mujeres; algo completa y absolutamente diferente a la interpretación que ella daba. Estaba claro que debía hablar con ella de estos asuntos, el cuándo no importaba mucho. Buscaría el momento. Detestaba perder la cohesión con la gente que realmente valía la pena, como ella. Inessa contaba con su afecto y su admiración, como su madre y como Nadia. Y, además, era la única persona que podía emprender algunas misiones imprescindibles para el Partido. Ahora respondería su carta sin sentimentalismos, dándole consejos sobre lo que debía decir en la reunión de marxistas rusos en Bruselas y dejando esos irritantes tira-y-afloja de enamorados. La carta debía ser tan transparente que, si Nadia la viese, no hubiese nada en ella que la pudiese molestar. ¡Qué estaba diciendo! La carta debía estar redactada de manera que nadie pudiese leerla en otra clave distinta... una carta breve, con sujetos y predicados claros, que no diese lugar a equívocos. Inessa siempre había actuado como si el lazo de unión entre ellos fuese particularmente estrecho, como si no hubiese más mundo, aunque él fuese un hombre casado con una mujer irreprochable y se viese obligado a ser un ejemplo para los suyos. “Nuestras vidas no las decidimos nosotros: arrastramos lo que la historia les va poniendo encima”, pensó, y se sintió viejo al instante.

Y, por mucho que él quisiese atenderla, no tenía tiempo ni ganas para hacerlo. Ya no. Menos aún estando tan lejos. Él seguía viviendo apartado de todo en Polonia, en la tierra de los malditos Habsburgo, donde recibía diariamente noticias de Rusia. Había sabido de las huelgas en Petersburgo contra el gobierno y contra los propietarios de las fábricas. Por primera vez, su intuición le soplaba en la oreja que los Románov podían tener los días contados. Pero, antes de mandar cualquier directriz, precisaba mayores certezas. Solo podemos dar las batallas que estemos seguros de ganar, se repitió cansinamente, como quien encuentra consuelo en pronunciar una letanía, mientras abandonaba la carta de Inessa. Decididamente con esa jaqueca que lo perseguía, no lograba reunir fuerzas para contestarle a alguien tan vehemente, con quien debía medir las palabras que usaba. Tenía, eso sí, que ocuparse de mandar instrucciones a Inessa para el encuentro en Bruselas, si quería triunfar en las discusiones con los demás socialistas de Europa, pero también tenía que ocuparse de otros fuegos. Comenzaba a repetirse insistentemente la insinuación calumniosa de que Malinovski era un agente de la policía. Al principio no le había dado mucha importancia, pero el rumor seguía creciendo, aunque él confiase en Malinovski. Pertenecía a la Duma y al Comité central y, sobre todo, era el mejor orador de Rusia, el único que sabía hablar el mismo lenguaje de los obreros, el que se portaba en todo momento tal y como debe hacer un bolchevique. Formaría una comisión investigadora y punto. Metería a Zinoviev también... y, si era necesario, que juzgasen al propio V.I... Sí, ¡saldría reforzado de un juicio interno! Menos mal que, al menos Malinovski no andaba pidiéndole besos. ¡Cuánto más simples eran las cosas entre hombres! ¿Besos? Un poco de aire expelido con un movimiento de los labios... ¿eso era lo que ella quería? Bastaría con que él acabase la carta con la palabra besos para que ella se sintiese aceptada de nuevo... ¡Qué lío era ese! ¡Alguien debería traerle un té! Si seguía doliéndole tanto la cabeza, el día de trabajo que tenía por delante se estropearía. Mañana mismo escribiría a Inessa. ¿Cómo era eso de que podría aguantar sin los besos? ¡Quién puede preocuparse de besos en medio de una revolución! ¡Qué desastre!

Ostracia

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