Читать книгу Ostracia - Teresa Moure - Страница 5

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Cuando Várvara entró en el vestíbulo del Grand Hotel de Estocolmo, no tuvo más que echar un vistazo alrededor para saber cuál era la mujer con quien iba a encontrarse. En un ángulo del vestíbulo, apoyada en una mesita tomando notas apresuradas, estaba quien, con toda certeza, tenía que ser ella: un rostro amable, enmarcado por unas cejas en forma de arco, con el cabello corto que dictaba la moda. Vestía una blusa blanca de lazo y en ese momento tiraba de él como quien quiere calmar sus nervios sin pensar en serio en deshacerlo, mientras inclinaba el cuerpo como si tuviese ganas de abandonar el teléfono pegado a la oreja, pero no consiguiese cortar el discurso de quien estaba al otro lado. Al batallar con el aparato, los ojos de ellas dos se encontraron fugazmente y Várvara se sintió analizada y comparada. La mujer de arcos sobre los ojos dejó por fin el auricular y avanzó, con paso decidido, a su encuentro.

−Várvara Armand, ¿verdad? –pronunció sonriendo y le tendió la mano sin esperar respuesta–. Te reconocería entre un ciento.

−Sí, señora... –La voz de Várvara sonó muy baja. Se había sentido molesta con la frialdad del saludo, pero ¿qué esperaba? ¿Que la abrazase dulcemente? ¿Que la besase en la cara? ¡Eran dos desconocidas! Se sorprendió de cuánto se castigaba siempre. Su diálogo interior estaba lleno de recomendaciones que se dirigía, de instrucciones. Tal vez nunca madurase bastante.

−Eres el vivo retrato de tu madre.

La sombra de las madres raramente es tan alargada, pero Várvara ya estaba habituada. Para todos aquellos que tenían algo que contar en esta investigación que había emprendido sin mucha convicción, ella era simplemente la hija de Inessa. Se esforzó por parecer decidida, aunque aquella mujer mítica que tenía delante, que había participado en la revolución rusa y que ahora vagaba por el mundo en extraña misión diplomática, la intimidase. Sí, debía reconocerlo: estaba reservada y dispuesta a replegarse a la primera dificultad.

Las conversaciones, incluso cuando son pautadas previamente, con correspondencia y llamadas telefónicas, son campos de batalla: una alusión inconveniente, una pregunta mal formulada y aquella mujer que sin duda tenía una opinión no muy positiva de su madre, se cerraría en sí misma. Várvara era una mujer culta, con desenvoltura natural, pero de escasa experiencia política, apenas la justa para saber que no se permitiría parecer insegura. ¡Si por lo menos tuviese con ella a Inna! Su hermana era la digna hija de Inessa, dotada como ella de mano hábil para las cuestiones problemáticas. Várvara, en cambio, con una formación que consideraba menor, básicamente artística, orientada al teatro y a la escenografía, donde no entraban las raras artes del periodismo, estaba intimidada. Ahora, cuando tenía que abordar la entrevista, echaba en falta disponer de mejores recursos. No contaba con la predisposición general de su entrevistada por las mujeres osadas, aquellas que rompen con lo establecido, las que desafían, las que se sacuden. En los minutos siguientes la reconfortó la facilidad con que se sucedieron las primeras frases, esa cortesía inevitable, las preguntas por el lugar de residencia, la ocupación o la familia. Nunca se habían visto antes y, sin embargo, varios hilos de araña tejían entre ellas una sólida red.

Un camarero llegó para servir el té que habían pedido al sentarse, listo para actuar con esa eficiencia que el cliente ha pagado por adelantado en los grandes hoteles. Contemplaron divertidas cómo se desgastaba en un ceremonial que ambas tenían por excesivamente refinado: “Su té... La leche fría para añadir una nube... ¿Quieren las señoras azúcar? ¿Una pasta? ¿Algo en que pueda ayudarlas?”. Los ojos brillantes bajo los arcos de aquella que se llamaba Alexandra Kollontai tenían algo de provocador en su forma de contemplar el ritual de las buenas maneras. Hizo un gesto y Várvara hubo de retener las carcajadas. En cuanto desapareció el camarero de su vista, las dos ya se estaban riendo como niñas. Si alguna vez flotó alguna reserva entre ellas, heredada de otros tiempos y otras personas, acababa de diluirse entera en sus risas. A continuación, la charla espontánea va a fluir como un río. Aunque sea un experto en estas lides, el camarero no consigue escuchar el principio de la conversación... y, a su pesar, hablan ruso.

–No te olvides de que, para cuando entré en el Partido Bolchevique, tenía detrás una experiencia revolucionaria de veinticinco años. Con los camaradas siempre mantuve diferencias importantes. Ya sabes: la política es de los hombres... mientras no se demuestre lo contrario. Aunque ya había colaborado con ellos en diferentes formas, digamos que me afilié al Partido Bolchevique en el año 15 e inmediatamente expresé a Vladimir Ilich mi interés por trabajar en la organización de las mujeres trabajadoras. No tardé en comprobar que, a pesar de tantas declaraciones en boca de los revolucionarios, acababa de comenzar una batalla desigual.

−E incierta –añadió abruptamente Várvara.

−Incierta para mí no era. Visto ahora, tal vez haya que reconocer que no teníamos los mejores materiales para construir el edificio, pero por entonces yo conservaba el vigor de la juventud: era una mujer libre y sabía perfectamente dónde quería llegar: no era una estúpida, ni una niñata. ¿Sabes? Siempre nos cuentan que las mujeres son lindas a los quince... ¡Tonterías! No es sino a los treinta que las mujeres pueden comenzar a dar lo mejor de sí mismas. –La mujer de los arcos sobre los ojos la atravesó con el azul de su mirada–. Tu edad ahora... Andas por los treinta, ¿no es así?

−Veintinueve. Pero, continúe, no quería interrumpirla...

Várvara da muestras de nervosismo. Un observador imparcial diría que no le ha gustado revelar su edad, pero tal vez no sea así de simple. Será que algo oculta y por eso acaba de apoyar el pocillo en el plato de manera algo brusca. La cuchara cae al suelo y ese pequeño ruido es suficiente para que un lord inglés de cabello blanco deje momentáneamente su periódico y dedique un gesto de desaprobación a todo en general. La modernidad es lo que trae. Ahora gente de cualquier calado y condición puede entrar en un local reservado como este. Para hacer ruido. ¡Oh, qué vulgaridad! Solo alguien de buena familia y cuidada educación como él puede contener el natural impulso de rogar al encargado que expulse del hotel a esa gentuza. Eso por no hablar de lo nunca visto de que dos mujeres estén a solas en un hotel sin ocuparse de su reputación. Porque es sabido para qué van las mujeres a los hoteles. Menos mal que tantos años de internado lo han adiestrado en el comedimiento: incluso si durante un momento se abandonó a los lascivos pensamientos relativos a las posturas en que puede colocarse un cuerpo de mujer en una habitación de hotel, ahora ya vuelve al periódico. ¡Mujeres! Estarán hablando de cosas absurdas. Probablemente del adorno que se pondrán en el sombrero...

−Bien, supongo que conoces lo importante. El Partido Bolchevique se consideraba bastante avanzado en la cuestión femenina, por mucho que las contradicciones saltasen a cada paso. ¡Ay, hija, qué asuntos me haces recordar! Ahora, contigo ahí, tan pendiente de lo que digo, me vienen a la memoria insistentemente los señores del gran bigote que hablaban de mujeres todo el día... sin contar con ellas. ¡En serio! ¡No hagas reír así a esta vieja revolucionaria, no sea que hable de lo que por decoro debe callar!

A esta altura de la conversación, Várvara ya ha caído seducida por la oratoria brillante de la mujer que tenía delante. Nunca se habría imaginado que pudiese revelarse como una rebelde ligeramente crítica, ella que aparecería algún día en los libros de historia. No podía más que entusiasmarse con esa forma de habla cómplice, alegre, terriblemente persuasiva. Su ruso sonaba extrañamente popular, aunque estuviese salpicado de palabras en otras lenguas, especialmente en francés, como es habitual en el discurso de los diplomáticos. Además, sus insinuaciones no distaban mucho de las que podría hacer una campesina a otra en un mercado; imposible no sentirse a gusto con ella. Era, antes de ninguna otra cosa, una mujer. Así de simple.

−August Bebel, un alemán a quien había tratado mucho durante mi época en el Partido Social Demócrata, me había pedido un prefacio para la edición rusa de Mujeres bajo el Socialismo, una de sus obras más conocidas y, bueno..., intenté ser tan laudatoria como correspondía. La disciplina socialista nunca atendió cortesías y adornos excesivos, pero tampoco permite dejar abandonado a un camarada, así que hice el prefacio calificando la obra de auténtica Biblia para las mujeres. Además de eso, Bebel era un hombre lúcido, que había escrito aquel texto treinta años antes, pero, hay que reconocerlo, había ido dejándose influir por lo que estábamos haciendo en el movimiento de mujeres durante ese lapsus de tiempo. No obstante, en medio de las flores, dejé también mi contribución. Bebel demostraba que la posición de las mujeres se había visto histórica y no naturalmente determinada, y que apenas podríamos liberarnos con una revolución socialista. El movimiento de las mujeres debía, en su opinión, formar parte del movimiento socialista general, pero este también debía reconocer de manera explícita el hecho de que las mujeres sufrían una doble opresión, sexual y económica. Yo me limité a resaltarlo.

−Pero los camaradas entendieron mal esto último.

−Por lo menos lo entendieron poco. Todo lo que fuese argumentar sobre las ventajas del socialismo era rápidamente asimilado; el resto iba entrando mucho más lentamente. El asunto, que para mí fue crucial en los años siguientes, era divulgar esa doble opresión. Fue para muchas de nosotras frustrante observar cuánto costaba reconocer las especiales dificultades de las mujeres.

−Y eso radicalizó su postura...

−¿La mía? ¿Radical? Oh, tal vez... No siempre sé juzgar aquel tiempo... Todo avanzaba aprisa. Mira, antes de que fuese publicado ese libro, los marxistas rusos pensaban que la cuestión femenina era un movimiento burgués. Hubo un antes y un después de aquello...

Las tazas estaban vacías, aunque el vapor todavía formase una pequeña columna de humo. El lord inglés, tras haber comprobado en su reloj que faltaban apenas tres minutos para la cita que pensaba tener en la puerta, había desaparecido. En el vestíbulo del Grand Hotel ya nadie repara en esas dos mujeres de apariencia moderna y modales refinados que hablan tranquilamente sobre cómo adornar sus sombreros. Los tales sombreros y los abrigos reposan olvidados en una silla de terciopelo rojo como la revolución, pero adornada de unas molduras decadentes. Si un viajero, parado en las escaleras para encender un cigarro, percibió la belleza de la rubia Várvara, alta y esbelta; si uno de los empleados del hotel reparó en ellas, seguramente pensó en una madre y una hija que confidenciaban asuntos de familia. No eran madre e hija, ni amigas, ni parientes. No hablaban de vestidos ni adornos. No eran camaradas ni tenían una misión secreta que las obligase a confiarse durante un tiempo. Eran solo una mujer de unos sesenta años que había escapado de las purgas de Stalin por la inopinada fortuna de haber caído en desgracia antes que otros, y otra de unos treinta empeñada en recomponer una memoria rota para entender a su madre. Eran, entonces, dos criaturas que sobrevivían por casualidad y que se habían encontrado por pura voluntad. Con todo, aquella tarde en Estocolmo, entre el té que las protegía del frío, Alexandra Kollontai conseguía persuadir a Várvara Armand de lo que era la Nueva Mujer, obligada por las circunstancias a desarrollar una conciencia de sí y una personalidad independientes. Tal vez Alexandra, la de las cejas en arco, concentrada en su discurso, no se daba cuenta de que esa que tenía delante era la encarnación de la Nueva Mujer que había soñado. O tal vez sí, y estaba satisfecha de haber trabajado por esa nueva generación.

−No sé cómo podía suceder −continuó explicándose la Kollontai− que mentes tan brillantes como las de los camaradas no entendiesen que las condiciones de la revolución debían desencadenar algo radicalmente diferente. Igual que el agua no es una suma de oxígeno e hidrógeno, la revolución nunca fue la suma de una serie de presupuestos aislados. Cuando las ideas se entrelazan, adquieren una capacidad de cambiar la realidad que no se puede vislumbrar en los tratados donde apenas son expuestas teóricamente, ¿me entiendes?

−Creo que sí...

−Eso, querida, es la praxis revolucionaria: hacer frente no solo a los aspectos materiales que contemplamos, sino también a aquello que se nos escapa...

−¿Quiere decir que la revolución no fue lo que esperaba?

−¡¡¡No!!! ¿Por qué le das la vuelta a lo que digo? Yo siempre procuré no esperar demasiado. Soy un ser práctico y no me gusta perderme en debates escolásticos. Pero... cuando has hecho una tarta, ya no puedes volver atrás para recuperar la harina, la leche y los huevos por separado, ¿verdad? Pues cuando transformas realmente lo que hay, ningún aspecto de la existencia humana puede regresar a lo que era antes. El Mundo Nuevo implicaba que las mujeres habíamos sido expulsadas de la familia antigua, privadas de la protección del padre o del marido. Pero someterse a la autoridad de otro libera también de tener que tomar decisiones. Las mujeres, infantilizadas durante siglos, se quedaron desorientadas. Por así decir, de alguna manera habíamos catapultado a las mujeres hacia la lucha de clases...

−¡Igual que a los hombres!

−No es cierto, Várvara, no igual. De una manera bien distinta.

El lord inglés entra de nuevo enfadado porque finalmente el caballero con quien estaba citado no ha acudido a su hora. Se decide a fumar como método infalible de espera cuando divisa otra vez a esas dos comadres con poca vergüenza y muchas ganas de hacerse ver. Tendrá que recurrir de nuevo al periódico para controlar esos nervios suyos. La mayor está aleccionando a la joven. ¿Estará explicándole cómo comportarse en un galanteo? Sin duda.

−La Nueva Mujer −y los ojos de Alexandra Kollontai brillan cuando habla– debe negarse a ser sumisa. Nuestro tiempo demanda características distintas de la pasividad y de la gentileza. Precisamos rasgos como la determinación y la hiperactividad, tenidos tradicionalmente por masculinos. Si en el mundo previo el eje de la vida de una mujer era el matrimonio, el crecimiento de la industria rompió el modelo tradicional de familia: estamos desesperadamente a solas. Como el demonio cuando declaró: “no serviré”.

−Pero el espíritu revolucionario exige servir. No sé cómo decirlo... Servir una causa, servir una idea, servir a quien pueda llevar a buen término esa causa... Por mucho que nos pueda repugnar, ¡eso forma parte del deber militante!

−De acuerdo, querida. Lo que estoy rechazando es que las mujeres se apoyen exclusivamente en sus emociones. La dependencia material de los hombres deja a las mujeres sin ayuda, forzándolas a estructurar sus relaciones de un modo con que asegurar su sustento. La Nueva Mujer experimentará el matrimonio como una forma de prisión. En vez de someterse a la tiranía de la emoción, deberá demandar respeto de los hombres y consideración como su igual.

−No sé... Visto lo que hay, y alguna experiencia tengo, tampoco estoy completamente segura de querer ser exactamente igual que los hombres.

Las dos mujeres acomodadas en sus asientos rompen a reír de nuevo. Cualquiera sabrá qué le ven de gracioso a la igualdad, pero ellas, que no se preocupan de ser respetuosas con los camareros elegantes ni con los lores ingleses, no van a privarse de reír de ese imponente concepto de la igualdad ahora que les ha venido en forma de broma obscena a la cabeza. El ruido de sus carcajadas, My God, es francamente irritante. Parecería que todo el jolgorio de las calles –llenas de perezosos, de vagabundos, de desheredados– estuviese colándose dentro de los cristales del Grand Hotel con esas risas desmedidas. Of course, exclama el lord inglés, no son bien criadas y carecen de toda la distinción de una dama. Y si les preguntasen, ellas habrían de reconocer que el señor sabía de mujeres porque daba completamente en el blanco.

Ostracia

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