Читать книгу Ostracia - Teresa Moure - Страница 6

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–“¡Habla de eso con Sverdlov!”. Era la frase que Lenin repetía cuando alguien le venía con quejas de un camarada. Los detalles cotidianos le daban igual... es lógico: siempre habría asuntos que resolver y, por grande que fuese su genio como político, no podría revisar personalmente todo.

A Várvara, de la tribu de los teatreros, le gusta la manera dramática y algo exagerada con que su amante relata cualquier episodio. Le gusta cómo se explica, cómo desmenuza cada aventura. Porque él es, sobre todo, un aventurero. Eso trae algunas nubes a su mente: tendrá que dejarlas pasar para seguir, atenta, lo que está contándole. Sentada en la cama, con la cabeza apoyada en las tres almohadas que les pusieron en aquel pequeño hotel de Estocolmo, se concentra en escuchar atentamente.

–¡No estás atenta, Vavushka...! Deberías valorar más lo que hago para complacerte. –Y un gesto de enfado se pinta en su cara de rasgos rectos y viriles.

−¿Hace unos minutos o cuándo?–dice ella, provocativa.

−En Moscú todo el tiempo era poco para atender a las investigaciones de la señora y ella, bien ingrata, me paga interrumpiéndome...

−¡No era interrupción! Solo decía que valoro tu esfuerzo por complacerme hace unos minutos...

−Debe tomar lo de antes simplemente como un regalo de la casa...

El enfado debió de ser momentáneo porque ahora es una sonrisa seductora lo que amanece en aquel rostro, dejando ver unos dientes blancos y regulares. Várvara tiende el brazo y levanta el cuerpo en dirección al hombre, que, contra todo pronóstico, besa su mano, pero esquiva el abrazo, convencido como está de que debe continuar hablando. ¡Ay, la estación del amor es inestable como el tiempo en primavera! Y por mucho que los estereotipos repitan que los hombres siempre están dispuestos para el amor, bien sabe Várvara que, cuando se trata de hablar...

−Oye, señora insaciable, lo que quiero que valores es cómo me arriesgo por ti. Pedí entrevistarme con la propia Lidia Fótieva que lo tenía que saber todo. ¡Por algo fue secretaria de Lenin en los últimos años!

−¡La buena de Lidia Fótieva! La conozco.

−Me lo imaginaba. Le dije que era amigo tuyo...

−No deberías haber dicho nada, Yákob. Conviene que seamos prudentes... Son tiempos complicados. –Ahora es el cuerpo del hombre el que se vuelve hacia ella. Se diría que las confidencias en esta habitación de hotel son una danza bien pautada.

−Está hecho, amor. ¡Et... voilà! Aparece en escena una revolucionaria de toda la vida a quien Lenin dictó penosamente sus cartas en la última etapa de la enfermedad, cuando no podía ni escribir. ¿Sabes? Me dijo que, después del último ataque, le costaba tanto trabajo poner sus ideas en orden y poder expresarlas que Lidia aguardaba en su despacho hasta que la llamaba haciendo sonar una campanita.

−¡No te pierdas en anécdotas, Yákob! ¡Vete rápido adonde quieres llegar!

−Eso no lo decías antes...

−Touchée! −Sonríe ante esa alusión erótica, pero la broma no prende en ella, situada ahora en un punto bien distante de las sábanas–. Recuerdo bien aquella triste época. La apoplejía lo había dejado trastornado. Hasta le costaba hablar... y los médicos no le permitían entregarse a la política. María Ilínichna, su hermana, llegó a prohibir la música en casa. Si encontraba alivio en algo, era en estar rodeado de juventud. Nos llamó, a mí y a mis hermanos... a pesar de que María no nos podía ver. Aunque lo visité, como todos, fueron Andrei e Inna los que pasaron más tiempo con él. Creo que también estaban su sobrino Víctor y Vera, la hija de una de las criadas...

−¡Qué extraño que os llamase a vosotros! ¿No?

−No seas chismoso. Nadia y él no tenían hijos y siempre les gustó tener en casa la alegría de los juegos de los niños.

−¡¡Várvara!! Inna andaba por los veintitantos. Hasta Andrei pasaría de los veinte. ¿Quién era el niño?

−¡Bah! Ese no es el asunto. Quería rodearse de un entorno afectuoso y la solterona esa de María Ilínichna empezó a intrigar con que si no era bueno que se supiese que los hijos de Inessa Armand estaban en Gorki, en la casa donde él permanecía para reponerse, así que mandó a Piotr, el guardia personal de Lenin, que los echase. Yo ya me había ido a Moscú unas semanas antes para incorporarme a las clases en el Instituto de Arte. Pero para ellos fue muy frustrante. Nadia le escribió después a Inna, entristecida. Ella solo deseaba que su Vádia se sintiese querido. ¡María estaba tan preocupada por el qué dirán...!

−¿Te das cuenta de que el cuadro que pintas siempre de las mujeres a su alrededor es un poco servil?

−¿Servil? −Várvara no puede evitar recordar su entrevista con Alexandra Kollontai, unos pocos días atrás, cuando la revolucionaria había insistido en que la Nueva Mujer debía permanecer vigilante contra cualquier servilismo, pero el asunto que la ocupa es demasiado irritante como para abandonarse a los recuerdos.

−Sí, Várvara. Leo tus notas y son... buenas, sí... pero extrañamente tiernas. Nadia Krupskaia fue la abnegada y perfecta esposa, Anna y María, las hermanas de Lenin, nunca se rebelaron a cuidarlo, su madre se pasó la vida orgullosa de un hijo a quien tenía que sostener económicamente y hasta tu madre se saltaba las fronteras de un lado a otro en épocas peligrosas solo para cumplir sus deseos... No sé si todo pudo ser así tan melifluo.

−¡No! ¿Pretendes decir que mi visión de chiquilla me engañaba? ¿Que mi madre nos había traspasado su ternura? ¡Bah...! Fue Trotski, creo, quien describió a Nadia como una asistente entregada, competente y extraordinariamente diligente. Y es cierto. Pero eso no significa servilismo.

−No quiero discutir, linda, pero da la impresión de que todas las mujeres de su ámbito de acción se quedaban fascinadas por él. Dudo si no se serviría de ellas como un tirano. Construyó un mito donde las mujeres aparentemente figuraban en la historia, aunque en realidad fuesen las sumisas de siempre.

Várvara percibe cómo se repiten los términos sumisión o servidumbre que también había pronunciado Alexandra Kollontai y piensa que tendrá que reflexionar sobre ello más tarde. El tema es espinoso. Ahora se pone en guardia e intenta que su voz suene relajada:

−¡Bueno! Déjalo. ¿Y qué traes para combatir el estereotipo?

−¿Recuerdas que Lenin sufrió un atentado en el 18?

−¡Oh, claro! Todo el mundo lo sabe...

−No todo el mundo tiene que acordarse de aquel episodio de unos tiempos tan turbulentos, pero tú sí... Pues la acusada fue una mujer: Fanny Kaplán.

−Me suena ese nombre, sí.

−Kaplán era una obrera en Odesa, de origen judío, que en la fábrica debió de unirse a grupos anarquistas. Fue acusada de participar en un atentando contra el gobernador de Kiev y condenada de por vida a un campo de trabajo de Siberia.

−¿Tuvo éxito el atentado?

−No. El gobernador salvó el pellejo, pero en la explosión murió alguien accidentalmente y la prendieron. En la cárcel entra en contacto con otras mujeres, socialistas y anarquistas, más formadas políticamente que ella. Le cuentan historias de terroristas que participaron en asesinatos a las autoridades y, al ser detenidas, fueron golpeadas, violadas y enviadas al exilio. Muchas de esas historias serían las suyas propias…

−Vuelves a perderte en anécdotas literarias… ¡Qué portento de imaginación! ¡Estás ya dentro de la cárcel asistiendo a las conversaciones de las presas!

−Me gusta siempre complacer trabajando con lentitud –dice Yákob con mirada insinuante.

−Broma repetida es broma no aplaudida... Por favor, necesito saber… ¡Continúa!

−Bien, parece que en la prisión se queda ciega y pretende suicidarse, pero no lo consigue por la intervención de sus compañeras y, en una muestra de auténtico coraje, aprende a leer Braille y a moverse en su nueva situación hasta recuperar la vista.

−¿Ahora vas a contarme que sucedió un milagro? −Y Várvara ríe, escondiendo la cara entre las manos, francamente divertida.

−Un poco de seriedad, ¿sí? En la cárcel las presas desarrollaban muchas enfermedades, algunas físicas por la pésima alimentación, y otras nerviosas. Calculo que se trataría de una ceguera inducida por el estado de ánimo.

−¿Eso realmente existe? ¿O continúas fantaseando con tu relato particular?

−Eso es de la máxima actualidad científica. ¿Acaso no lees a Freud...? La Kaplán se recupera y es liberada cuando la revolución de febrero acaba con el gobierno imperial. Con distintas andanzas, en las que ahora la Señora-toda-rapidez no estará interesada, la Kaplán se siente decepcionada por Lenin y marcha a Simferópol.

−Donde distintas facciones socialistas habían formado el gobierno rival…

−¡Exacto! Y ahí consigue un trabajo en la administración hasta que, en el 18, el ejército bolchevique recupera el control de la ciudad y disuelve las instituciones. Cuando las diferencias políticas determinan que los bolcheviques ilegalicen a los demás partidos, pues…, ella no se lo piensa dos veces y decide matar a Lenin.

−¡Qué extraña decisión! ¡Y qué cruel!

−Sí. Debía de ser un personaje peculiar. Aguardó a que Lenin saliese de una fábrica de armamento donde había pronunciado un discurso y, en cuanto lo vio, gritó su nombre y le disparó tres tiros. Uno de ellos quedó alojado en su cuello, creo...

−Sí, cuando entró en la parte más penosa de la enfermedad, los médicos decían si el plomo de una bala estaría envenenando su cerebro… Sería esa la bala, supongo...

−Pero, pequeña investigadora mía, lo que tienes que saber es que no hubo testigos de que fuese ella quien disparó. Estaba oscuro, había una multitud congregada y nadie estaba seguro de nada.

−¿Y qué pasó con ella?

−Aunque Lidia se empeñaba en pasar rápido por ese incidente, entiendo que el asunto nunca fue aclarado completamente. La mujer tenía un comportamiento extraño: no daba datos sobre su identidad, pero insistía, muy nerviosa, en que era ella quien había disparado.

−No lo comprendo. ¿Qué hay ahí de sospechoso?

−Aguarda, todavía falta un detalle. En el primer momento no encontraron el arma. Lidia me aseguró que en la Cheka ejecutaron a Fanny Kaplán a finales de agosto, aunque, por la documentación que vi en Moscú, oficialmente la fecha fue el 3 de septiembre... Lo justo para explicar que el arma apareciese misteriosamente el 2 de septiembre, como también tuve oportunidad de descubrir.

−Has hecho un gran trabajo…, pero no veo qué tiene que ver el asunto de la terrorista y el tema de lo melifluo en las mujeres de Lenin. Ni mucho menos cómo relacionas todo eso con mi madre... ¿Estás intentando demostrar que la Kaplán no fue la autora del atentado?

−Oh, es posible... Intento demostrar que no es verosímil que las mujeres de la revolución rusa fuesen tan dóciles. El espíritu de revuelta tenía que haberles dado madera de políticas, de instigadoras, de ejecutoras de actos...

−Querido, para eso no tenías que ir tan lejos: yo podría contártelo. La principal virtud de una mujer bolchevique es la tverdost, la dureza. Debemos ser eficientes, trabajadoras, determinadas y poco sentimentales; implacables con los adversarios, francas y leales...

−Bien, bien, bien... eso estaba claro en Lidia. Dijo cinco veces por lo menos que había que tener lealtad a la revolución y siempre creer en la victoria final... No sé qué veía en mí, pero me quedé bien enterado: nada de dudas. ¡Es dura como una roca esa mujer!

−¡Está claro que no eres el mejor ejemplo de militante, Yákob! Tú eres un artista, no un verdadero revolucionario... Y has estado fuera de Rusia demasiado tiempo. No sabes bastante quiénes somos.

−Haré como que no oigo... pero estoy introduciendo también la idea de que Sverdlov, ese que se ocupaba de la intendencia, de quien te hablaba al principio, daría orden de ejecutar a una pobre mujer, antes de que se probase su culpabilidad. Que uno de los líderes del mundo pueda ser asesinado por una obrera sin conexión con organizaciones armadas es preocupante para un servicio de seguridad, ¿no? Pero que una obrera algo neurótica sea ajusticiada por un funcionario bolchevique sin comprobar mucho su culpabilidad, ¿no significa algo?

−¡Bah! ¡Siempre estás buscando un fallo! Eso no es ser fiel a la revolución...

−Ahora vas a ver. Lidia fue secretaria toda su vida y ya sabes la afición de las mujeres próximas a Nadia por la documentación y la biblioteconomía. Me sacó este papel que tú misma puedes leer:

Várvara desenvuelve el papel y lee en voz alta:

<<Mi nombre es Fanya Kaplán. Hoy he disparado a Lenin. Lo hice con mis propios medios. No diré quién me proporcionó la pistola. No daré ningún detalle. Tomé la decisión de asesinar a Lenin hace mucho tiempo. Lo considero un traidor a la revolución. Estuve exiliada en Akatúy por participar en la tentativa de asesinato de un funcionario zarista en Kiev. Permanecí once años en régimen de trabajos forzados. Tras la revolución fui liberada. Aprobé la Asamblea Constituyente y sigo apoyándola.>>

−¿Quieres decirme, Várvara, para qué se hizo la revolución?

Efectivamente, Yákob no es muy ortodoxo. Por circunstancias familiares anduvo aquí y allá recorriendo el mundo y su condición de artista muy instruido en la cultura europea hace de él un crítico perpetuo. Tampoco es un podrido capitalista... Tiene muchas ideas renovadoras en la cabeza en una época en que todo está desintegrándose y los viejos valores parecen sobrepasados. Pero, aunque fuese un reaccionario, Várvara tendría que reconocer que encuentra en él algo que no se mide en parámetros políticos, algo más salvaje, más primario. Y, dado que conviene cambiar de tema, en los siguientes minutos se dedicará a buscar ese algo fogosamente.

Ostracia

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