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LECCIÓN 5

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24/11/1964

Recordarán que intenté, en la última clase, explicarles el concepto de mediación –y, por cierto, con especial atención a la mediación entre lo universal y lo particular en la corriente histórica–, abordando con un poco de detalle la etiología de la Revolución Francesa. Quisiera decir sobre ello quizás algo básico que les pido que retengan como un resultado metodológico, o filosófico fundamental, de las consideraciones que realizamos, presuponiendo que estas consideraciones han de poseer para ustedes alguna eficacia persuasiva. En efecto, se ha mostrado allí que algo tal como la construcción filosófico-histórica de un acontecimiento demanda y presupone realmente toda la constelación de los momentos, tanto su heterogeneidad como su unidad; esto es algo que he desarrollado, todavía de manera demasiado abstracta y esquemática, a partir de aquel ejemplo de la Revolución Francesa. Si ustedes siguen durante un segundo esta idea, esta idea metodológica, se encontrarán con que, si uno concibe conjuntamente todos esos momentos, la filosofía de la historia se convierte en verdad en historiografía; se encontrarán con que, pues, en verdad uno solo puede desarrollar de manera verdadera y seria la filosofía de la historia si se entrega a todo el material de la historia con toda la especificación, con todas las distinciones con las que nos hemos afanado la vez anterior. Recuerdo haber dado aquí, hace muchos años, un curso de un semestre sobre filosofía de la historia.56 Y estuve muy insatisfecho con ese curso ya mientras lo dictaba; luego se me hizo evidente de dónde provenía esa insatisfacción: justamente de este problema, que les menciono con estas palabras. Ahora bien, obviamente, es del todo imposible, en un curso filosófico tal, desarrollar, por ejemplo, material histórico aunque más no sea en una dimensión limitada; dejando totalmente de lado que yo, que no soy historiador, solo en sectores muy delimitados me encontraría en realidad legitimado para hacerlo. Pero aquello que puedo e intenté hacer es mostrarles –justamente, intentando desentrañar ante ustedes esta conexión entre los momentos, aquella verdadera concreción– en qué medida, en esta materia, la filosofía de la historia, es decir, la interpretación de estructuras históricas y la comprensión filosófica de lo que acontece históricamente, no solo presupone la historiografía, sino que, justamente en la explicación de estos momentos, se mueve en dirección a ella. Por lo demás, esto no es de ningún modo un hallazgo mío, sino que encontrarán esto desarrollado ya en Hegel. Me ocupé de los momentos relacionados con esto –que he denominado los momentos épicos– en la tercera parte de mi pequeño libro sobre Hegel.57 Y existen incluso en Marx, de manera consecuente, formulaciones en las que se promueve literalmente la transición desde la filosofía de la historia a la historiografía;58 solo que, creo, necesita tanto de esa transición –ese giro fundamental que, pues, no toma a la filosofía de la historia como algo más allá de la investigación histórica, sino que considera la constelación de los momentos históricos, tanto de la corriente total como de los detalles, realmente como la filosofía de la historia– como de su antítesis. Quiero decir con esto que justamente hoy –es decir, en una situación en la que (como les he expuesto a menudo) la facticidad se ha convertido, en una medida tan eminente, en una envoltura, en un velo ante aquello que esencialmente acontece–, en una situación tal, la filosofía debe tener la tendencia a convertirse en historia, así como, inversamente, la historia debe tener la tendencia a convertirse en filosofía. Y si puedo recordar aquí mis propias tentativas en el ámbito de la historia de la música –por ejemplo, las cosas que escribí sobre la conexión entre Clasicismo, Romanticismo y Modernidad–,59 ellas han sido concebidas también metódicamente como una tentativa para superar la estéril dicotomía entre, por un lado, la historia y, por otro, su interpretación filosófica como una dicotomía meramente abstracta. Aquel que tenga una noción de lo que significa la palabra “ciencia” en Hegel –y, antes de él, ya en Fichte y Schelling– comprenderá a qué se alude realmente con esto. Soy consciente de que, al decir esto, estoy en una contradicción muy vehemente, no solo con la epistemología positivista, sino también con el proceder científico positivista corriente; pero creo, sin embargo, que no es posible actuar de otro modo; esto significa que, por ejemplo, la representación de una historia de la literatura que no sea al mismo tiempo historia filosófica –es decir: desarrollo de los hechos histórico-literarios a partir de su concepto– es totalmente ineficaz. Tengo que contentarme, en este contexto, con llamar la atención de ustedes sobre la obra Origen del “Trauerspiel” alemán, de Benjamin y, especialmente, sobre las “Palabras preliminares sobre crítica del conocimiento”, en las que se han desarrollado motivos afines; por cierto, desde una perspectiva totalmente diversa.

Una vez dicho esto, quisiera recordarles que la construcción abstracta de la historia desde arriba es tan problemática porque no consigue dar con las configuraciones de las que aquí se trata. Creo haberle dado lo suyo al momento del “desde arriba”; si ustedes quieren: de lo abstracto, es decir, a la corriente, a la corriente histórica; pero es curioso: si uno se entrega a esta corriente simplemente como alguien que se propone conocer lo histórico, esto encierra un curioso parti pris a favor de la tendencia, de lo universal que se realiza en cada caso. Si me permiten que vuelva a citar a Benjamin en este contexto, se escribe historia desde el punto de vista del vencedor.60 Puedo expresarles esto quizás del siguiente modo: si Hegel reivindica que la historia es racional, no hay que hipostasiar aquí el concepto de racionalidad; no hay que hablar, pues, de una racionalidad en sí, sino que esta racionalidad tiene siempre un terminus ad quem o, para expresar esto de manera menos distinguida, pero igualmente latina: un cui bono. Es decir: la racionalidad de la historia solo puede demostrarse señalando para quién, de hecho, es racional la historia. Si esta razón, cuyo propio concepto está configurado a partir de la autoconservación del individuo, ya no tiene en realidad un sujeto para el que sea racional, entonces se convierte en no razón. Y los desarrollos que hoy tenemos que observar son incluso, en una parte no menor, justamente aquella transformación de la razón consecuente en no razón por el hecho de que esta pierde ese “para algo”. Esto, dicho de manera más concreta, no significa sino que la pregunta por si la historia es de hecho racional es la pregunta por cómo se relaciona ella con los individuos que han ingresado en la corriente histórica. Solo en la medida en que los intereses y las necesidades de los individuos reciban la parte que les corresponde en fases históricas determinadas o, al menos, sean satisfechos en una medida creciente de acuerdo con la tendencia histórica, podrá hablarse sobre la racionalidad de la historia. En la medida en que Hegel, en verdad, cuestiona esto por principio al decir que el terreno de la historia no es el terreno de la felicidad,61 consuma justamente aquella hipóstasis de la racionalidad, recae justamente en aquella abstracción de la racionalidad en cuanto lógica de las cosas, independientemente de su terminus ad quem en los seres humanos, que él desafió de manera tan fundamental a través de su interpretación realista del concepto de racionalidad. La razón de lo universal, pues, si ha de ser razón, no sería abstractamente autónoma, sino que ella misma consistiría en la relación de lo universal con lo particular. Ahora bien, Hegel, el lógico, ha reconocido, bien lo sabe Dios, esto que les dije recién, e incluso lo reforzó a través de esa afirmación muy extrema, seguramente conocida para muchos de ustedes, según la cual lo universal es universal solo en la medida en que es lo particular; y, por cierto, también vale lo contrario.62

Pero al proceder, en un cierto sentido, en forma restringida; al escribir historia, en términos filosófico-históricos, desde el punto de vista del vencedor; al justificar o reivindicar a lo universal que se realiza en cada caso, Hegel asume justamente un punto de vista de clase que le oscurece la realización de su propio principio y que lleva a que su propia construcción de la historia –a pesar de la dialéctica de lo universal y lo particular, que dicha construcción ha promovido, por principio, de manera tan grandiosa– se decida, en realidad, siempre del lado de lo universal; y lleva a que lo particular no alcance “en particular” los honores que Hegel asigna “en general” a lo particular. Si, a pesar de todo, es posible hablar de idealismo en Hegel, esto no reside solo en los presupuestos metafísico-lógicos como, por ejemplo, el de sujeto absoluto, de identidad absoluta, sino también en ese momento según el cual lo universal, que frente a lo particular es siempre concepto, siempre idea, obtiene en él la supremacía frente a lo particular; según el cual, a pesar de la supuesta dialéctica de lo universal y lo particular, aquel debe ser lo verdaderamente existente. Domina, pues, aquí, si ustedes quieren, una contradicción, una contradicción no dialéctica en la filosofía hegeliana: en la medida en que, por un lado, exige la dialéctica de lo universal y lo particular y, en una medida muy grandiosa, la realiza en muchos aspectos, pero luego no toma de ningún modo en serio, de manera tan fructífera, a lo particular en el preciso sentido que desarrollé ante ustedes, sino que tiene la tendencia de pasar –si ha de decirse de esta manera– a lo universal, y a despojar finalmente de su propia sustancialidad a la conciencia de la no identidad, que tiene siempre a lo particular como un padecimiento, como una dolorosa conciencia; no tiene la tendencia a leer, a partir de esto, el estado de no reconciliación, sino que, en lugar de eso, e incluso un poco como un alto dignatario eclesiástico, o como un juez de muy alta jerarquía, en todo caso como un burócrata de muy alta jerarquía, hace de esto tan solo la limitación de la inteligencia del súbdito, que no puede reconocer el elevado sentido en todo esto, sin toparse con el hecho de que es una dura exigencia para la víctima, para el individuo al que esto afecta, tener que consolarse con que, en su propio destino, ha de dominar el principio irreconciliable del curso del mundo. Podría quizás llamar la atención de ustedes, en una autorreflexión filosófica, sobre el hecho de que –a diferencia, por ejemplo, de la crítica que realizó el joven Marx a la Filosofía del derecho; y también yo tengo aquí, obviamente, en vista, en primera línea, la Filosofía del derecho de Hegel– la crítica que realizo es una crítica totalmente inmanente, es decir que, en contra de Hegel, no hago valer otra cosa que, justamente, la exigencia de dirimir también realmente, de realizar la dialéctica de lo universal y lo particular; una exigencia que él mismo ha exigido; es decir, medirlo de acuerdo con su propia medida, ya como él lo ha exigido, con razón, como lo único adecuado.

Pero ahora, después de haber soltado, por así decirlo, una dura descarga contra Hegel –no es casual que, cuando uno habla sobre la Filosofía del derecho, infelizmente le vengan a la mente imágenes militares–, quisiera también en este punto decir unas palabras en defensa de Hegel. Lamento practicar con ustedes un juego de confusiones y volver a oscurecerles, ya en la próxima frase, una distinción que acabo de conseguirles; pero no puede ser mi tarea volverles más simples de lo que son cosas tan infinitamente difíciles como aquellas de las que hablamos en este instante, colocándolas en una estructura lo más comprensible y nítida posible. En cambio, la tarea del pensamiento consiste en hacer la tentativa –incluso cuando el objeto es muy difícil y muy complejo– de expresar esa complejidad del modo más preciso posible; o, si me permiten decirlo estéticamente: captar también lo vago bajo la forma de la claridad conceptual. A lo que quiero referirme es a que aquel error de Hegel, o aquella inconsecuencia de Hegel, que posiblemente todos habrán comprendido después de lo que analicé ante ustedes, posee también una base. Recuerden que el programa hegeliano, de una manera paradójica –se los he indicado varias veces–, es positivista en el sentido de que Hegel se quiere “adaptar”, de que él quiere orientarse de acuerdo con lo existente; con lo cual presupone la identidad de lo existente con el espíritu, es decir, todo el idealismo. Pero ante todo –si por un instante ponen entre paréntesis este gigantesco presupuesto; y cuanto más gigantescos son los presupuestos, tanto más recomendable es desactivarlos– desemboca en que él, en primer lugar, quiere simplemente orientarse de acuerdo con aquello que tiene ante sus ojos. Pero (y esto vuelve tan complicado el problema con el que nos enfrentamos) las cosas son de tal manera –y, de nuestras reflexiones sobre la Revolución Francesa, quisiera extraer la mejor parte; una parte, espero sin embargo, no demasiado agria–63 que aquella supremacía de lo universal que es deificada por Hegel es hecha lo más fuerte, en cuanto es el poder histórico de facto. Pero en tanto Hegel construye, pues, simplemente el curso del mundo, al construir la primacía de lo universal frente a lo particular él es incluso –permitan que me exprese de manera totalmente vulgar– realista; así están realmente las cosas en el mundo. Este avanza en una dirección directamente inversa a como se lo representa el nominalismo ingenuo, que cree que lo universal es solo una resultante de incontables particularizaciones que han de ser reducidas a un concepto. Y para esto, para el curso del mundo, como se dice en sus obras64 (de él he tomado en préstamo esta expresión), posee Hegel un órgano indescriptible; y si algo era realista en él, era justamente su comprensión acerca de la primacía de lo universal, en el ámbito fáctico, por sobre los así llamados hechos. Solo que el ψεῡδoς reside en que él interpretó esta primacía de lo universal, la primacía real del concepto, como si justamente por ello el mundo mismo fuera concepto, espíritu, “bueno”; con lo cual está nadando enteramente en el mismo sentido que la corriente principal de la filosofía occidental, en la que, desde el viejo Platón, lo universal, lo necesario, la unidad y el bien son equiparados entre sí.

Y con esto he indicado el punto exacto en que la filosofía de la historia hegeliana y la construcción de la dialéctica en su totalidad realmente, a pesar de sus enormes innovaciones, constituyen una teoría tradicional; es decir, en el fondo, siguen siendo platónicas a pesar de todo lo que se ha modificado, en la construcción, en el plano de los detalles. Pero si la razón –y esta es la posición extrema contraria respecto de eso; posición que intento desarrollar para ustedes en esta lección– ha perdido la relación con los individuos que se conservan a sí mismos, entonces se convierte, a través de ello, en no razón. Y esta transformación sin duda se consuma objetivamente en Hegel, pero la dialéctica hegeliana, por su parte, ya no la menciona por su nombre. Por lo demás, esa es una tendencia idealista que va mucho más allá de Hegel. La identificación con lo universal, a pesar de las posiciones epistemológicas mucho más crudas de Marx y los marxistas, ingresa profundamente en la construcción del marxismo, en la que se encuentra algo así como la fe en que, si lo universal consigue ordenarse, triunfa el concepto y entonces, por cierto, al final también todos los individuos obtienen lo suyo, entonces todo el sufrimiento y la individualidad perdida de la historia, a través de ello, quedarían nuevamente compensados; un momento al que por primera vez, hasta donde sé, se refirió críticamente, en el siglo XIX, el escritor ruso Iván Turguéniev, quien argumentó, en contra del socialismo, que incluso la representación de una sociedad sin clases perfecta no podría consolarlo por el destino de todos aquellos que han sufrido de manera absurda y que se han quedado en el camino.65 Les dije anteriormente que el concepto de razón, cuando se torna abstracto, cuando es disociado de la realización de los intereses individuales, se convierte en no razón. Pero también aquí deben tratar de considerar esta transformación, no como una especie de producto degenerado de la filosofía, de la filosofía de la historia; también aquí puede decirse que no existe “nada sin causa”, también esto tiene sus razones muy profundas. Y es probable que uno esté espiritual, filosóficamente armado para resistir críticamente esta tendencia si no la considera simplemente como un error corregible, sino que la concibe en su necesidad. Pues detrás de aquella razón absoluta que arriba a sí misma hay en Hegel, a su vez, algo real. Uno podría decir que se trata aquí, en esta hipóstasis por la hipóstasis, del género ser humano, que se conserva y se afirma como totalidad frente a los individuos singulares que se conservan a sí mismos. El principio de autoconservación incluso, de hecho, si se circunscribe a cada individuo, si concierne solo a la particular razón individual de los seres humanos individuales, es él mismo algo irracional y algo particular. Y los grandes pensadores burgueses, de Hobbes a Kant –menciono justamente a estos dos, porque en ellos esta idea ha aparecido de manera particularmente drástica al comienzo y al fin de un desarrollo–, siempre han hecho referencia exactamente a esto. Pertenece, pues, a la lógica del principio de autoconservación del individuo el hecho de que dicho principio se amplíe y eleve hacia el concepto de autoconservación del género. Pero –y este es el problema; no me arrogo la pretensión de resolverles el problema, pero quisiera indicarles al menos este problema que me parece extraordinariamente arduo y serio– a raíz de que la razón que se conserva a sí misma es convertida en autoconservación del género humano, existe una tendencia inmanente a que esta universalidad se emancipe de los individuos comprendidos por ella, como lo ha dicho ya Kant en la Filosofía del derecho; a que la libertad universal de todos necesite de una limitación, como la libertad de cada individuo requiere de cada individuo.66 En el concepto de razón genérica, de la razón que se realiza de manera universal –podría decirse: ya en virtud de su propio carácter de universalidad– reside un momento de limitación del individuo; un momento que entonces puede desarrollarse también de tal manera que se convierte en injusticia de lo universal para con lo particular y que, justamente de esa manera, se convierte a su vez en preponderancia de la particularidad. Y cómo, de todos modos, ha de ser resuelto este problema: cómo, pues, por un lado, puede liberarse la razón respecto de la particularidad del terco interés individual, pero, por el otro lado, puede no volver a convertirse en un interés individual no menos terco de la totalidad: este no es solo un problema ante el cual ha fracasado hasta hoy la filosofía, sino también un problema ante el cual ha fracasado hasta hoy la organización de la humanidad. Y por ello, creo, no estoy presumiendo si les digo que se trata de un problema de la mayor dignidad. Probablemente esto se relacione con que el concepto de género, del todo, encierra en sí mismo aún irreflexivamente el concepto de dominio de la naturaleza; y que –si puedo citar una expresión de mi amigo Horkheimer– entonces la constitución de la humanidad, en este sentido del género, desemboca en una gigantesca sociedad anónima destinada a la explotación de la naturaleza, con lo cual aún no se habría modificado demasiado en cuanto a la particularidad. Probablemente necesite de una reflexión mucho más afanosa de la razón sobre el principio a partir del cual ella se ha formado, a partir del cual ella se ha derivado; a saber: sobre el propio principio de autoconservación, a fin de ir más allá de la mera agrupación como un género. Por lo demás, puede decirse incluso que aquella perversión de la universalidad –a la vez en sí totalmente lógica y consecuente– que, al mismo tiempo, reside en el concepto del todo frente a la particularidad, pero que entonces vuelve a convertir el todo en una particularidad, ha triunfado directamente en la teoría racial fascista, en la cual aun esa universalidad, por su parte, ha sido realmente desviada en dirección a una relación natural, naturalizada y, a través de ello, convertida, a su vez, en una particularidad que entonces, como todo lo particular, tenía la tendencia a no tolerar al otro particular, sino incluso, de ser posible, a exterminarlo. Pueden ver a partir de esto que la dialéctica de la razón o la dialéctica de la Ilustración en la historia es tan seria y tan profunda que se debe decir –lo llevo ahora al extremo dialécticamente– que la razón misma, en la forma históricamente transmitida con la que tenemos que contar hasta ahora, es dos cosas al mismo tiempo: razón y no razón.

En el concepto de la supremacía de la razón, en el concepto, pues, de que la razón es algo que tiene que domar, reprimir, regular, dominar algo no racional, en lugar de incorporarlo como algo reconciliado; en este concepto de la razón como dominio, que reside incluso en el concepto de la propia razón de acuerdo con su origen, está ya postulado, en cierta medida, el antagonismo. Y por ello uno no puede sorprenderse si el antagonismo se reproduce a través de la razón; si, pues, la razón, por su parte, se convierte en no razón. Y cuanto más poderoso sea el espíritu del mundo, y nunca ha sido más poderoso que hoy, en que todos nosotros nos hemos degradado tendencialmente a meros agentes de él; cuanto más poderoso es el espíritu del mundo, tanto más pertinente es, pues, el escepticismo sobre si el espíritu del mundo es el espíritu del mundo y no, al final, su propia antítesis. Con esto hemos llegado a la idea de que la primacía de lo total en la historia no es justamente la idea. Es posible formularlo así, o hay que decir –lo he anticipado con claridad– que el espíritu del mundo es lo universal que se realiza; que él, sin embargo, no es el espíritu del mundo, que no es espíritu, sino que es en gran medida lo negativo que Hegel le ha quitado al espíritu del mundo para arrojarlo sobre las espaldas de las víctimas, de la –en su opinión– “existencia perezosa”, de la mera individualidad.67 De esa mala reputación del concepto de espíritu, justamente en el punto en el que él se infla hasta convertirse en totalidad como concepto de espíritu, en el que él reclama la totalidad, hay, en las grandes filosofías de la historia, un indicio que considero tan fuerte que les recomiendo enérgicamente que le presten atención. Este indicio es lo que querría denominar la hostilidad hacia el espíritu por parte del espíritu triunfante. Esta filosofía de la historia, aun cuando reivindica todo lo existente en cuanto espíritu, muy lejos, en verdad, de estimular, impulsar, animar al propio espíritu a seguir realizándose, encontrándose en el mundo, en la filosofía del espíritu absoluto –y sin duda ya en Kant, en quien es postulada por primera vez esta idea, pero aún no transferida a la realidad– es posible observar casi una tendencia universal: la tendencia a desalentar, en realidad, aquello que es posible denominar espíritu en el sentido concreto, es decir, la capacidad de los sujetos individuales para la reflexión, para la comprensión, para la crítica. Tienen esa tendencia a desalentar a la conciencia individual ya en Kant, en numerosos pasajes; por ejemplo, donde él defiende la validez del imperativo categórico frente a la reflexión crítica individual.68 Tienen luego esa tendencia, en todas las invectivas de Hegel contra aquel que pretende cambiar el mundo, contra el razonador; la encuentran en todas las cosas en que, en verdad, a priori pone freno a toda crítica, es decir, a toda expresión concreta de aquello que puede en general ser representado con el término de espíritu, en nombre de un concepto supuestamente más elevado de espíritu; sin que él caiga en la cuenta de que este concepto supuestamente más elevado de espíritu tiene que legitimarse ante el espíritu vivo y real de los seres humanos. Y, más allá de esto, encuentran ya en Hegel aquel abominable rencor académico contra lo ingenioso –así pues, en contra de personas que saben escribir– que luego, en la época de decadencia de las universidades alemanas, se convirtió en signatura del espíritu de la así llamada ciencia, de las así llamadas ciencias del espíritu. Cuando escuchamos lo que escribió Hegel sobre determinadas figuras de la Ilustración que, para él, tenían demasiado espíritu, como, por ejemplo, Diderot,69 nos sentimos conmovidos del modo más abominable. Y me refiero, pues, a que una filosofía que consagra al espíritu como absoluto, pero que se pone nerviosa en el instante en que cae en sus brazos un hombre ingenioso, se torna, justamente por ello, sumamente sospechosa. Y si un hegeliano bien instruido (no me considero tan mal instruido en estas cuestiones) me objetara: sí, el espíritu al que se refiere Hegel y el espíritu que realmente tenía Diderot son cosas bastante diferentes; sí, a esa persona bien instruida le respondería: no son cosas tan diferentes. Es decir: si no existe una mediación entre este espíritu crítico, vivo del individuo que penetra la realidad, y el espíritu absoluto que supuestamente se realiza; si, pues, está simplemente cortado el momento que une al espíritu como fantasía, como facultad de construcción, como facultad de comprensión y el espíritu del mundo que se realiza de manera objetiva, entonces el espíritu se torna, de hecho, sospechoso de ser ideología de su propia ausencia; es comparable, por ejemplo, a aquella tendencia burguesa (o en general vinculada con la sociedad de clases), por un lado, a divinizar a la mujer en el concepto y en la idea –es decir, desde aquel eterno femenino que nos atrae hacia lo alto70 hasta las mujeres que, en Schiller, “trenzan y tejen”71 en nombre de Dios–, pero luego, por otro lado, a tratar a la mujer degradándola a la minoría de edad; con lo cual quizás aquella comparación entre el papel del espíritu y el papel de la mujer no es siquiera tan totalmente casual y formal como pueda sonar en un primer momento.

Pero la glorificación del espíritu –y trato de ser justo: la transfiguración del espíritu sobre la cual les he dicho bastantes cosas comprometedoras–, esta transfiguración del todo solo fue, sin embargo, posible porque la humanidad, de hecho, solo en la totalidad y a través de la totalidad se mantiene con vida. El optimismo histórico de la filosofía del espíritu absoluto no es un puro escarnio solo porque la quintaesencia de todos los actos de autoconservación, que culminan en este concepto supremo de razón como autoconservación absoluta –cualesquiera fueran los sufrimientos y los temibles chirridos de la maquinaria, cualesquiera fueran los sacrificios, diría Marx, en beneficio de las fuerzas productivas y de los medios de producción con los que pueda haber estado ligada–, ha sido con todo el medio a través del cual la humanidad se ha mantenido con vida y, entretanto, continúa aún manteniéndose con vida. Es la infinita debilidad de toda posición crítica (y, por ende, también de la mía, quisiera decirles) que Hegel, frente a una crítica tal, posee el argumento más fuerte simplemente por el hecho de que no existe otro mundo además de aquel en que vivimos; o porque, en todo caso, no sabemos nada fidedigno acerca de otro mundo, ni siquiera con pantallas de radar ni con aparatos de radio gigantescos podemos conocer algo fidedigno; de modo que solo se nos puede indicar: al fin y al cabo, todo lo que eres, lo que tienes, tú mismo, nosotros mismos se lo debemos a la infame totalidad, de la que no podemos negar, al mismo tiempo, que es lo infame y que es lo abominable. Creo que ustedes solo podrán entender correctamente el poder que hay en la construcción de la historia como un todo que se realiza si advierten que ella posee su momento de verdad, su momento de verdad casi irresistible, a la que siempre puede hacer referencia, en que, al margen de lo que pueda reprochársele en cuanto a insuficiencia de cara al destino individual, en cuanto a sufrimiento absurdo, en cuanto a crueldad, sin todo esto, no existiría simplemente la vida y, con esta, también la posibilidad de felicidad, e incluso simplemente la posibilidad de una constitución diferente del mundo. Y yo diría que si ustedes quieren entender, pues, la construcción de la historia en cuanto espíritu absoluto no solo como aquella ideología complementaria o justificadora como la que les he expuesto, creo, sin estetización alguna, que ustedes deben pensar muy insistentemente en aquel momento que acabo de mencionarles. Pero me gustaría decirles al menos unas palabras sobre esto la próxima vez.

56 En el semestre de verano de 1957, Adorno dictó Introducción a la filosofía de la historia; además de las anotaciones manuscritas de Adorno para la lección (Vo 2305-2338) se ha conservado también la transcripción de un estenograma (Vo 1899-2069). Véase, sobre la lección del semestre de verano de 1957, también supra, p. 59, nota 18; p. 71, nota 30 y p. 107, nota 54 y passim.

57 Cf. Theodor W. Adorno, Drei Studien zu Hegel. Aspekte, Erfahrungsgehalt, Skoteinos oder Wie zu lesen sei, Frankfurt, 1963; luego en GS 5, pp. 247 y ss.; en especial, pp. 355 y ss.

58 Cf. también supra, p. 107 nota 54.

59 Cf. GS 16, pp. 126 y ss. [edición en español: Escritos musicales I-III, trad. de Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 2006, pp. 129 y ss.].

60 Cf. ante todo la VII de las tesis Sobre el concepto de historia, en la cual se plantea la pregunta de “con quién empatiza el historiador historicista. La respuesta resulta inevitable: con el vencedor. Y quienes dominan en cada caso son los herederos de todos aquellos que vencieron alguna vez. Por consiguiente, la empatía con el vencedor resulta en cada caso favorable para el dominador del momento. El materialista histórico tiene suficiente con esto. Todos aquellos que se hicieron de la victoria hasta nuestros días marchan en el cortejo triunfal de los dominadores de hoy, que avanza por encima de aquellos que hoy yacen en el suelo. Y como ha sido siempre la costumbre, el botín de guerra es conducido también en el cortejo triunfal. Se los denomina bienes culturales” (Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia. Tesis y fragmentos, prólogo de Michael Löwy y Daniel Bensaïd, trad. de Bolívar Echeverría, Buenos Aires, Piedras de Papel, 2007, p. 27).

61 Así, en la introducción a las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal: “Pues feliz se dice a aquel que se halla en armonía consigo mismo. Se puede tomar también la felicidad como punto de vista en la consideración de la historia; pero la historia no es el terreno para la felicidad. Las épocas de felicidad son en ella hojas vacías; pues son períodos de convergencia, de ausencia de antítesis” (ob. cit., p. 88; la traducción ha sido modificada). Para una crítica de las expresiones hostiles de Hegel a la felicidad, cf. GS 6, p. 346 [Dialéctica negativa, pp. 323 y s.].

62 Cf. ante todo el capítulo sobre el concepto en la segunda parte de la Ciencia de la lógica; por ejemplo: “La determinación en la forma de la universalidad está vinculada con esta a formar algo simple; este universal determinado es la determinación que se refiere a sí misma, la determinación determinada o negatividad absoluta, puesta por sí. Pero la determinación que se refiere a sí misma es la individualidad. Como la universalidad ya en sí y por sí es de inmediato particularidad, de la misma manera la particularidad es de inmediato en sí y por sí también individualidad; la cual primeramente debe ser considerada como el tercer momento del concepto, puesto que se halla mantenida firme frente a los dos primeros momentos; pero tiene que ser considerada también como el absoluto retorno a sí del concepto y al mismo tiempo como la pérdida puesta del mismo concepto” (Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Ciencia de la lógica, trad. de Augusta Algranati y Rodolfo Mondolfo, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2013, p. 768).

63 Variación sobre la frase hecha “für sich den Rahm abschöpfen”: literalmente, “quedarse con la nata”; en sentido figurado, “llevarse la mejor parte” [N. del T.]

64 Cf., en la Fenomenología del espíritu, la sección “La virtud y el curso del mundo” (Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Fenomenología del espíritu, trad. de Antonio Gómez Ramos, Madrid, Abada-Universidad Autónoma de Madrid, 2010, pp. 461 y ss.).

65 Probablemente piensa Adorno en el pasaje que en 1949 le comentó a Horkheimer en una carta: “En un artículo encuentro un pasaje de Padres e hijos de Turguéniev que quizás le interese: Bassaroff explica ‘que a él la idea de un progreso le resulta intolerable; que dicha idea se funda en los terribles tormentos de las generaciones precedentes, que aún no podían tener noción alguna de que, en cierta medida, eran conejillos de Indias de la historia a partir de los cuales, en el futuro más lejano, a una generación quizás podría irle mejor’” (Max Horkheimer, Gesammelte Schriften, vol. 18: Briefwechsel 1949-1973, ed. de Gunzeln Schmid Noerr, Frankfurt, 1966, pp. 51 y ss., nota 4). En la edición [alemana] de la novela –aparecida por primera vez en 1862– (Iván Turguéniev, Gesammelte Werke in Einzelbänden, ed. de Klaus Dornacher, Berlín, 1985), el pasaje citado no aparece.

66 Cf. la definición de derecho en Principios metafísicos del derecho: “El derecho es […] la quintaesencia de las condiciones bajo las cuales la arbitrariedad de uno puede ser reconciliada con la arbitrariedad de los otros de acuerdo con una ley universal de la libertad” (Immanuel Kant, Werke in sechs Bänden, ed. de Wilhelm Weischedel, vol. IV: Schriften zur Ethik und Religionsphilosophie, Darmstadt, 1956, p. 337). Cf. también NaS IV-10, p. 182.

67 Cf. supra, p. 108, nota 55. Cf. también, en la introducción a Dialéctica negativa: “Según la situación histórica, la filosofía tiene su verdadero interés en aquello sobre lo que Hegel, de acuerdo con la tradición, proclamó su desinterés: en lo carente de concepto, singular y particular; en aquello que, desde Platón, se despachó como efímero e irrelevante y en lo que Hegel colgó la etiqueta de existencia perezosa” (GS 6, pp. 19 y ss. [p. 19]).

68 Esto ocurre ante todo en la Crítica de la razón práctica, en la que Kant define el imperativo categórico, esta “ley fundamental” de la filosofía moral, como un “hecho de la razón”. Cf., por lo demás, la lección de Adorno sobre Problemas de la filosofía moral, de 1963, en la que se dice, sobre la intención de la filosofía moral kantiana, que “apunta, a través de la reducción al principio subjetivo puro de la propia razón, al mismo tiempo a salvar la objetividad absoluta e intangible de la ley moral, de modo que, en este sentido, puede decirse que el fundamento supremo de la moral, es decir, el imperativo categórico, en realidad no es otra cosa que la propia razón subjetiva como algo válido de manera absoluta y objetiva. La antítesis extrema de esto es la consideración escéptica que refuta una tal validez objetiva; y a partir de esta diferencia del método escéptico –que Kant profesa en este pasaje– respecto del escepticismo en cuanto escepticismo filosófico, pueden ustedes percibir también algo de su posición moral, que, en efecto, no apunta a refutar, como la sofística y el escepticismo, la necesidad y obligatoriedad de las leyes morales mediante una referencia al sujeto y los seres humanos, sino que, en estricta contraposición con esto, apunta a restablecerlas” (NaS IV-10, pp. 52 y ss.).

69 Adorno, en el estudio sobre Hegel “Skoteinos o cómo habría de leerse”, explicó aquello a lo que se hace referencia en este pasaje: Hegel siente “aversión a las formulaciones artificiosas y enfáticas, y emite un juicio poco amistoso sobre la ‘lengua ingeniosa’ del espíritu enajenado de sí, de la mera cultura. Así han reaccionado siempre los alemanes frente a Voltaire y Diderot. En Hegel se encuentra ya al acecho el rencor académico frente a una autorreflexión lingüística que se aleja demasiado de la mediocre comprensión mutua” (GS 5, p. 350 [Tres estudios sobre Hegel, p. 154]; la cita se encuentra en Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Fenomenología del espíritu, ob. cit., p. 621).

70 Cf. los versos finales del Chorus mysticus en la segunda parte del Fausto de Goethe: “lo Eterno-Femenino / nos atrae hacia lo alto” (ob. cit., p. 589, vv. 12110 y s.).

71 Cf. “Würde der Frauen” [“Dignidad de las mujeres”]: “¡Honra a las mujeres!; ellas trenzan y tejen / rosas celestiales en la vida terrenal” (Friedrich Schiller, Sämtliche Werke, ed. de Gerhard Fricke y Herbert G. Göpfert, vol. 1: Gedichte, 4ª ed., Munich, 1965, p. 218).

Sobre la teoría de la historia y de la libertad

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