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PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN

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Vivimos y actuamos. Lo que hacemos está en el tiempo y nos pertenece. Esta doble pretensión, de autonomía y de temporalidad de los actos humanos, esconde un problema antiguo de la filosofía, un problema “de la mayor dignidad” según se dice en estas clases. Adorno, quien siempre consideró el campo filosófico como aquel determinado por las dos grandes figuras de la tradición alemana –Kant y Hegel– dedicó buena parte de su obra especulativa principal, la Dialéctica negativa, a dilucidar esta falsa simpleza. Para esto, incluyó en ese libro dos largos capítulos que llamó “modelos”. A la luz de Kant había que pensar la autonomía –o no– de lo que hacemos, a la luz de Hegel, esos mismos actos articulados en la sucesión del tiempo humano. La primera pregunta corresponde a la esfera de la ética; la segunda cae en lo que, desde el siglo XVII, se piensa como Filosofía de la Historia. Otra tradición filosófica, teológica y heredada de la Antigüedad, había pretendido englobar ambos problemas en el célebre del libre albedrío.

Los años de redacción de la Dialéctica negativa, que según el propio autor se extienden desde 1959 a 1966, fueron para Adorno una época de consolidación dentro de la universidad y la opinión pública alemana y, al mismo tiempo, de fecunda articulación teórica. Estas clases de 1965, que solo veladamente sugieren en su título la oposición que las inspira, contienen reflexiones mayores para aquellos dos modelos (los capítulos sobre Kant y sobre Hegel) del libro que, por entonces, estaba escribiendo. La historia, que es colectiva, y la libertad, como promesa constituyente del individuo en la tradición ilustrada europea, deben ser de algún modo, en conjunto, posibles. ¿Cómo? Todo gira en torno a construir esa posibilidad, que conjugue la pertenencia de los actos a un sujeto (libre) y la necesidad de las leyes del mundo del que ese sujeto es irremediablemente parte.

La filosofía de la historia, que había hecho su aparición tardía en la tradición alemana hacia fines del siglo XVIII, en forma eminente con los escritos de Herder, consigue en el siglo siguiente la formulación que le será determinante, esto es, la de Hegel. Esta contundente afirmación de una filosofía de la historia, disciplina cuya legitimidad había sido puesta en cuestión, articula todo su pensamiento. Una vez que este pensamiento fue puesto en cuestión por sus sucesores, seguirá su trabajo de dominio en forma negativa. Tanto Marx como el historicismo, y hasta el positivismo científico en general, pueden leerse como respuesta a esa formulación determinante y dominante que proviene de Hegel. Para que aquella historia dejara de contarse en plural (las historias destinadas al registro colectivo), y pasara a ser una sola y en mayúscula, había hecho falta atarla a una estructura de necesidad. Que sea a la vez producto de un proceso de secularización, reflexiona Adorno en estas clases, es un hecho indubitable pero de bajo poder de elucidación. La Historia es una y es necesaria, e impone a la reflexión filosófica la pregunta por la existencia de los medios y los fines. En el devenir del siglo XIX, el arquetipo de esa necesidad pasará a convertirse en el de las ciencias naturales, por entonces en comparable expansión; la disciplina histórica es deudora de este desarrollo, se entiende en oposición a la ciencia, y hasta Adorno llega en forma de su activo y constante deslinde respecto del positivismo que le fue contemporáneo.

Como hemos dicho, esta necesidad inherente a la historia era heredera tanto del proceso de secularización, es decir, subsidiaria de la idea de providencia, como de la entronización de la ciencia de la naturaleza; estos dos “otros” del hombre, cuyo rasgo indeclinable es, al menos desde el idealismo, la libertad. Ante la necesidad de los fines de la naturaleza y ante la necesidad de los fines teológico-históricos en el orden del tiempo, el hombre funciona como recordatorio de que la relación entre la parte y el todo no siempre es de perfecta integración. Él es parte de ese todo, pero pretende no subsumirse completamente a sus leyes. Es decir que este conjunto, que incluye al hombre en el tiempo y en la naturaleza, está signado por el conflicto. “Antagonismo” es el término que el escrito de Kant que sirve de guía a estas clases, tal como el mismo Adorno explicita, esto es, la “Idea para una historia universal en sentido cosmopolita”, elige para describir el medio por el cual se da el desarrollo en la naturaleza y en la historia de la comunidad de los hombres, léase, la sociedad.

Tanto Kant como Hegel, ambos “la filosofía” en palabras de Adorno, daban por sentada la idea de sistema, fuera en el reino de la naturaleza o en el devenir del espíritu. Esta unificación fue llamada “sentido” en la filosofía de la historia. Tempranamente, cuando Adorno empezaba a ligarse al Instituto de Investigación Social, Max Horkheimer publicó un texto sobre los comienzos “burgueses” de esta disciplina, donde leemos: “Mientras que la filosofía de la historia contiene aún [esto es, ya desde Vico] la idea de un sentido de la historia oscuro, pero actuando de forma autónoma y soberana (el sentido que se intenta representar mediante esquemas, construcciones lógicas y sistemas), conviene oponerle que no hay en el mundo sentido ni razón sino en la estricta medida en que los hombres lo realicen en ese mundo”. Esta restricción sobre la existencia de un sentido de la historia, enunciada por Horkheimer en 1930, se convertirá en Adorno en un principio a seguir. Así, en muchos de sus trabajos, el sentido cae bajo sospecha de inexistencia. Los individuos, sus vidas contingentes y a la vez marcadas por el destino (la contingencia como destino), forman una conjunción carente de sentido por la ausencia de un sujeto total que otorgue coherencia al todo en el proceso histórico, y que convierta a aquello que los hombres hacen en aquello que necesariamente deben hacer.

Esta ausencia de sentido exige, en el plano epistemológico, una denuncia de lo general en su dominio sobre lo particular. El caso de Hegel es paradigmático. Si, tal como es habitual en Adorno, se piensa en oposición por pensar dialécticamente, pero sin afirmaciones estables por ser esta una dialéctica negativa, incapaz de estabilizarse más que en unos pocos pilares, y ni siquiera en ellos, el par formado por lo general y lo particular deberá ser sometido a un incansable proceder de múltiples oposiciones. Este libro, estas clases, son el ejercicio de ese proceder. Negar que lo particular esté mediado por el todo sería ceguera; el problema de la identificación de la filosofía de Hegel con ese todo –acusación que en parte alcanza a Marx– es el tipo de avance que el espíritu, por ende, produce en y a través de la historia a costa de los individuos. A pesar de la centralidad que en la obra de Hegel es concedida a esta dialéctica de lo general y lo particular, asegura Adorno, es el primero de los miembros el que rige y determina lo que verdaderamente es. Esta tendencia a “estar del lado” de lo general es lo que Adorno llama “una contradicción no dialéctica”, y es por esto que merece la crítica. Un diagnóstico similar será aplicado a Kant. Entre ambos se constituyen, en su despliegue de esta crítica, las siguientes clases.

Frente a semejante primacía de lo general, Adorno se propone una suerte de salvataje de lo particular, que se da en diversos planos y que instruye la velocísima dialéctica de su propio pensamiento. Tratándose de categorías tan fundamentales, no sorprende verlas articuladas diversamente en el mundo. Lo general es, en el plano de la lógica dialéctica, lo absoluto como identidad, en el plano de la vida conjunta, la sociedad en su carácter de sistema, en el de la filosofía de la historia, el espíritu del mundo en su avance. En reconversiones se piensan estos planos, uno a la luz del otro. Así también, por su parte, lo particular es en el plano de la vida conjunta el individuo, en el de la lógica dialéctica la no-identidad, en el de las consideraciones gnoseológicas el detalle de la empiria, en el antropológico, el ser humano. Una crítica radical al absoluto, tal como la ha emprendido Adorno desde un principio en su lectura de Hegel, se construye dialécticamente como reivindicación de aquello que el espíritu, la sociedad, lo general dejan en su camino en su avance.1

Sin embargo, todo salvataje, sea el más justo, no puede verse reducido a una mera afirmación; de ser así, la dialéctica dejaría de ser negativa. De modo que, al mismo tiempo, habrá que mostrar que lo particular es también pasible de ser falsamente reivindicado. El ideal burgués del comienzo de la Era Moderna, el individuo en su vinculación utilitarista con los otros, el contemporáneo existencialismo de la libertad, lo particular alojado en el nominalismo epistemológico moderno, con su inválida entronización del sujeto: todos estos son momentos, declinaciones de lo particular en la historia y la sociedad, que atentan contra su propia defensa. La guía, dice Adorno, también para las dificultades de esta salvación, es el citado escrito de Kant, de 1784. En unas pocas líneas al comienzo de este escrito, son planteados sus posibles escollos y es nombrada la idea decisiva, la piedra irreductible del idealismo, esto es, la idea de la libertad. ¿No es cierto que, considerado desde una amplia perspectiva, lo particular de los actos humanos, su aparente contingencia, queda justificado por la necesidad del todo de la naturaleza y la historia? La libertad de la voluntad humana, que se hace visible en estos actos, está determinada, como cualquier otro hecho del mundo, por las leyes naturales generales. Esta antinomia, que tiene un lugar central en la Crítica de la razón pura, queda, desde la perspectiva de la historia, bajo un halo de cierta posibilidad. Así lo expone Kant en su escrito de 1784: la historia, que se ocupa de la narración de este hacerse visible de la voluntad humana, al considerar el juego de la libertad individual desde una gran perspectiva, puede reconocer una regularidad en su alcance que, en lo minúsculo, se tendría por mera contingencia. En el género humano (como lo general) se percibe un devenir progresivo y continuo, aunque en el individuo lo mismo se observe como confuso y enmarañado.

Fuera de la Historia en mayúscula, abandonado su catalejo invertido (ese que aleja y da sentido), la libertad individual de la voluntad humana, sin embargo, hace que la razón, de la cual según Kant indefectiblemente depende, caiga en una antinomia. Una antinomia es un síntoma de dialéctica negativa. Tal como es formulada en la Crítica de la razón pura, consta de una tesis y una antítesis, sin síntesis que la resuelva. La primera dice: “La causalidad según leyes de la naturaleza no es la única de la cual puedan ser derivados todos los fenómenos del mundo. Es necesario, para explicarlos, admitir además una causalidad por libertad”. La antítesis, sombría, enuncia por su parte: “No hay libertad, sino que todo en el mundo acontece solamente según leyes de la naturaleza”.2 Adorno, que dedicó un semestre entero en 1963, es decir, apenas dos años antes de las presentes clases, a los “Problemas de la filosofía moral”, reconoce en esta antinomia una pregunta cardinal de la filosofía. Su modelo, es decir, aquel estado de cosas que está a la base de la teoría de Kant, nos dice Adorno, es la experiencia de sí del individuo. Esta experiencia está plasmada en la tesis que afirma la existencia de la libertad; por el otro lado, en la antítesis habla la necesidad racionalista e iluminista de Kant, según la cual todo lo que ocurre en la naturaleza debe seguir sus leyes, sin las cuales esta misma naturaleza resultaría no cognoscible y caería irremediablemente en el caos.3

Esa experiencia de sí del sujeto sugiere que “da lo mismo cómo pueda congeniarse con el determinismo universal, en mí puedo experimentar que soy capaz de dar inicio a ciertas series de estados (de cosas) que se siguen lógicamente y según leyes a través de un acto que, no importa cómo se combine con la causalidad de la naturaleza, tiene frente a ella aquí un momento –tal como se expresa Kant– de independencia”.4 El mismo Kant atribuye a esta instancia que da lugar a la libertad –al menos en forma especulativa en la tesis de la antinomia– el carácter de lo espontáneo. Lo que está en juego es un problema que, más tarde, ha sido reflexionado por las teorías del sujeto formuladas durante el siglo XX, desde Hanna Arendt hasta Alain Badiou: si el sujeto es capaz o no de iniciar una serie nueva en el mundo, de dar nacimiento a algo por fuera de las cadenas lógicas y causales. En estas clases, también Adorno lo aborda como segundo eje articulatorio del par enunciado en su título. Aquí, más que como momento espontáneo de la creación de una nueva serie, la libertad se perfila como la posibilidad específica de la resistencia: frente a la totalidad de la sociedad, del “mundo administrado”, es el potencial del sujeto de romper el “hechizo” lo que señala la presencia de la libertad humana. La Dialéctica de la Ilustración, en 1941, ya había diagnosticado la presencia de este poder de hechizo de la sociedad, directo heredero de lo mítico, en el corazón mismo de la razón y del movimiento ilustrado que, por supuesto, a su vez, esta filosofía crítica siempre habrá de reivindicar.5 Esta reivindicación, que incluye sin dudarlo la razón en la medida en que es esta el instrumento por el cual se opera el desencantamiento del mundo, está unida indefectiblemente a la libertad “en la sociedad”. Sin embargo, como hemos dicho, ninguna dialéctica negativa permite permanecer en un lado considerado como definitivo de la afirmación, cualquiera sea. Eso equivaldría a aceptar la identidad, cuya identificación con el todo (del mundo del saber y del poder, dicho en los términos actuales) resulta siempre irremediable. Adorno enumera trabajosa y ágilmente aquellos momentos, factores, instancias, planos, en que la libertad se toca y linda con su contrario. Tanto la “libertad en el colectivo” (atribuida a movimientos como el nazismo), como su condición de comodín de los discursos políticos (¿qué partido pretendidamente democrático no apela a la libertad?), tanto la libertad pequeña de lo privado de la vida –darse este permiso, elegir esta mercancía a otra en el ritual del consumo–, como su origen histórico, puesto que la libertad es producto, a fin de cuentas, del movimiento de la emancipación burguesa, de la que esta misma filosofía no puede negar ser parte: todo ello funciona bien como contraparte de la experiencia de sí que, según Adorno, ha motivado la reivindicación de la idea de libertad en Kant. Si este se permite especular –a riesgo de la caída de todo sistema del saber– sobre la existencia de una espontaneidad que dé por buena la posibilidad de iniciar una nueva cadena causal en el mundo de los objetos –posibilidad que sufrirá su corrección en la Crítica de la razón práctica–,6 también Adorno postula por su parte una suerte de espontaneidad, denominada en estas clases y en la Dialéctica negativa con un neologismo: das Hizutretende. Este neologismo señala “lo que se cruza”, “lo que adviene”, “lo que interviene”, “lo que se añade”, lo que se suma a ciertos actos del individuo. En su pretensión, este concepto es una salida a la aporía kantiana. Si había que salvar al individuo, reivindicar su posición ante la primacía de lo universal (de la historia, de la sociedad, de la naturaleza), esto no podía ocurrir simple y afirmativamente, sino por el camino que la filosofía –el territorio Kant-Hegel, con sus extensiones– ha marcado. Así, para Adorno, lo que adviene y se añade es un impulso, algo instantáneo que no es ni puramente racional (no responde al ¿qué debo hacer? de la voluntad kantiana) ni es producto de la decisión de la conciencia (ni siquiera la existencialista), sino algo intermedio. Eso que nos hace libres al espontáneamente decir no. Se trata del medium o el organon, somático e intelectual a un tiempo, de la libertad. Según la Dialéctica negativa “el impulso sobrepasa la esfera de la conciencia, a la que también pertenece. Con el impulso, la libertad alcanza el ámbito de la experiencia”, ámbito del que había sido extraditado por Kant en su formalismo de la voluntad. Así, el concepto de experiencia no quedará equiparado ni “a una ciega naturaleza ni a una naturaleza bajo dominio”.7

¿Por qué ese momento espontáneo no quedaría subsumido a la ley de lo natural? Mientras la razón de la era de la Ilustración, a la que aún pertenecemos, no deje de hipostasiarse en una racionalidad progresiva que, como Adorno y Horkheimer habían denunciado en su libro conjunto, es desde el principio una razón del dominio de la naturaleza, tanto interna (humana) como externa (del mundo natural), mientras esto no ocurra, esa regresión a medias a lo irracional –lo que se añade, el impulso, lo espontáneo– será la única salida, para el sujeto, respecto de esa progresiva dominación, de sí mismo y de lo otro de sí. La razón de la totalidad es progresiva, va en avance y se lleva todo a su paso, ni siquiera puede decirse que sea un mero continuo; en Hegel, es el espíritu que cumple en la historia los tres momentos dictados por el modelo de pensamiento del idealismo: primero, el espíritu es esencialmente resultado de su propio obrar; luego, su obrar es el salirse y sobrepasar lo inmediato y negarlo; por último, es el regreso sobre sí mismo.8 Este proceso debe cobrar la forma final de un propósito último de la Historia Universal, y ocurre en pasos, encarnados en el mundo por los pueblos y sus progresos. Al final, el espíritu se conoce a sí mismo, adquiere conciencia de sí o convierte al mundo a su medida, ambos casos son lo mismo, dice Hegel. Y donde estas dos instancias coinciden, donde la objetividad coincide con la necesidad interna, ahí está la libertad. Pues, para Hegel, en tanto fiel al principio idealista, la libertad es la sustancia del espíritu, y su meta.

El progreso de este avance, tal como es retratado y defendido por Hegel, merece sin embargo una nueva determinación. Así, hace falta señalar que este progreso es propiamente, al mismo tiempo, un avance de la explotación del hombre y por el hombre. Esto ya había quedado señalado veinte años antes de estas clases; ya la Dialéctica de la Ilustración constataba que ante el espíritu, en el movimiento de su autoconocimiento, la naturaleza reaparece no ya bajo el signo de la omnipotencia, que le era propia en tiempos remotos y primitivos, sino como “lo ciego y mutilado”. Y aquí intervenía la misma interpretación que reconocemos en estas clases: la caída en la naturaleza por parte del espíritu es precisamente la voluntad de dominarla.9 En esta interpenetración de razón y dominio, hace falta señalar una dialéctica. Es el único modo de salvar a la razón. La idea de progreso, que había sido puesta tempranamente en duda por la historiografía alemana del siglo XX, había encontrado en Walter Benjamin su crítica más política.10 Adorno la cita en estas clases. Pero a diferencia de la radicalidad de Benjamin, su posición frente al progreso reenvía a aquella suerte de juramento hipocrático –si la filosofía fuera un sanar– que al principio de la Dialéctica de la Ilustración se hacía respecto de la razón. Su cancelación completa equivaldría a un inaceptable, inviable irracionalismo. Lo mismo ocurriría con la cancelación total del progreso. “El progreso significa, en consecuencia: salir del hechizo, también del hechizo del progreso, que es él mismo naturaleza” (p. 301).

Mientras siga triunfando el absoluto (tal como había sido denunciado antes en las clases de Introducción a la dialéctica)11 en la historia universal en la forma de una primacía de lo general sobre lo particular, aquello que convierte al género humano en una “sociedad anónima gigantesca dedicada a la explotación de la naturaleza”, y mientras el intercambio de bienes se mantenga como la figura racional de lo mítico y siempre-igual, sostiene Adorno, no habrá lugar para lo bueno, para el Bien sin más. “Incluso cuando pretendemos con total certeza hacer el bien, y cuando actuamos con buena conciencia, podemos comportarnos de manera totalmente errónea” (p. 486), puesto que cuanto más la sociedad se desarrolla hacia la totalidad y el antagonismo, menos podemos pensar en una decisión moral del individuo que sea su parte. En esta concepción está inspirado el lenguaje que rige, desde los años cincuenta con la publicación de Minima moralia, el pensamiento de Adorno sobre la ética. Quedó resumido en la siguiente sentencia: No hay vida justa en lo falso.

Sin embargo la crítica, o la dialéctica como crítica, tampoco puede permanecer en la pura negación quieta y establecida; esto sería, lo mismo que la afirmación, tan riesgoso como inútil. El salto por fuera de la propia lógica, en Adorno, se da por un último reconocimiento: aquel de la posibilidad misma de la redención o, en este contexto, de la postulación de alguna forma de la dicha. El criterio para este último salto es, como ha quedado demostrado en muchas lecturas de Adorno y como se ve en este mismo contexto, el pensamiento de Walter Benjamin.

La pregunta “de la mayor dignidad” que guía estas clases, que partía de una antinomia –kantiana– y de una contradicción “no dialéctica” –hegeliana–, ambos “modelos” a analizar en la Dialéctica negativa, contrapone la necesidad, las reglas, las leyes de la historia –en su copertenencia con la naturaleza– a una posibilidad del obrar individual, que en Hegel será identificado con el sufrimiento humano –superado por el avance del todo del espíritu– y en Kant por la pregunta del deber hacer, separada por principio, en la Crítica de la razón práctica, de la experiencia del hombre en el mundo. La dicha, en ambos casos, queda obturada; no es meta del individuo moral ni preocupación de la historia del espíritu en su progreso. Es decir, en la filosofía propiamente dicha (el campo determinado de antemano por el mismo Adorno como tal) no hay lugar para el pensamiento de la felicidad. Ambos modelos, en este punto, han fracasado; uno en su formalismo, el otro en su consagración del dominio. La respuesta ante este callejón sin salida, dice Adorno, fue atribuir a todo aquello (la conjunción entre hombre, tiempo y mundo) un sentido. Si ya lo había hecho la filosofía de la historia desde Vico, los herederos de Kant y Hegel solo lo intensificaron. Pero si los contemporáneos de Adorno seguían atribuyendo un sentido a la vida de los hombres en comunidad y en el tiempo, era, según él, porque se enfrentaban constantemente con la evidencia de su ausencia. Tirando del hilo del sinsentido de la vida (individual y del mundo), buena parte de las categorías generalmente establecidas quedan bajo severa dialéctica. El progreso, la razón, el destino, la perfectibilidad del género humano, las leyes de la naturaleza y la responsabilidad moral. Y sin embargo, asegura Adorno en estas clases, la filosofía encuentra su propia felicidad en la identificación de un significado verdadero.

¿No es esta una nueva, irremediable contradicción, una contradicción no dialéctica que podría poner en jaque el propio edificio teórico?

Pero el sentido no equivale al significado. La pregunta por el sentido, dice Adorno al final de la Dialéctica negativa, es la depravación del idealismo especulativo en lo que este tenga de pensamiento de lo absoluto. Y ya sabemos que el absoluto es lo ideológico de aquella filosofía. En este tiro por elevación contra Heidegger, que es desde siempre para la teoría de Adorno un borde definitorio, se completa una nueva y reiterada denuncia contra el absoluto de ese idealismo especulativo a la que Adorno ha dedicado buena parte de sus propios esfuerzos, en diversos planos: en la lógica y gnoseología, en la filosofía de la historia, en la reflexión práctica. “La vida que tuviera sentido no preguntaría por él; ante la pregunta, este huye”.12 Pero la negativa taxativa de su existencia, sea o no en la forma de un clásico nihilismo, equivaldría oscuramente también a su aceptación. La desesperación misma de la conciencia ante este fondo gris del sinsentido, prosigue Adorno, solo se da por la huella de la presencia de un color. De allí se alimenta la esperanza, y esta esperanza lleva una firma en su filosofía: la de Walter Benjamin. En el centro de estas clases, al reflexionar sobre la copertenencia entre historia y naturaleza, la una solidificada en formas ideológicas, la otra como objeto y resultado de una producción, la humana; historia y naturaleza, mediadas incansablemente entre sí y por aquello que las hace posibles como tales, esto es, los hombres en su forma de humanidad, también Benjamin hace su aparición. Es también el momento en que la filosofía reflexiona sobre su propia tarea. Al sentido de lo total, dice Adorno, oponer el significado de lo concreto; en este último, tal como acostumbraba a hacer Benjamin en el ejercicio de su propio pensamiento, ha ocurrido una reducción, un pasaje del todo al detalle. “Lo micrológico”, lo evoca Adorno una y otra vez. En la doble implicatura de naturaleza e historia, que ocurre bajo el signo de la caducidad y de la ruina en el libro del Barroco de Benjamin o, como lo nombra Adorno, bajo el signo de la decadencia (este es el principio de su materialismo), privados de cualquier pretensión de sentido y de cualquier posibilidad de afirmación sin más (de ahí la dialéctica negativa), se constata sin embargo un color. Esta consideración cromática remite a un último rastro de aquel arcoíris de la esperanza que Benjamin había introducido al final de su ensayo sobre las Afinidades electivas, aquel libro de Goethe que estaba signado, precisamente, por la idea del determinismo, de lo mítico y arcaico reinando sobre lo racional y presente.

En el cierre de la Dialéctica negativa, resultado de esta serie de clases que se inician con la Introducción a la dialéctica, la idea de lo micrológico reaparece. Esta vez, la referencia a Benjamin queda velada. Adorno habla de la “Nueva Melusina”, aquel cuento de Goethe en que el mundo ha quedado reducido a una cajita. En esto mismo se había detenido Benjamin en el mencionado libro sobre las Afinidades electivas, y había enunciado la posibilidad de “la dicha en lo pequeño”. Adorno lo eleva a programa filosófico, que podríamos formular del siguiente modo: la dialéctica como lógica y la reducción como método. Si no hay sentido de la vida, hay al menos significado reducido en el objeto; este objeto es de la filosofía, que así se emparenta con su posibilidad más “expuesta”, a la que atiene su existencia misma: la hermandad con la metafísica. La filosofía práctica y la teórica coinciden en este particular, rescatado al fin. Y la posibilidad de la felicidad, al menos la filosófica, quedará también a salvo.

MARIANA DIMÓPULOS

1 La muestra particular fundamental de este avance es el sufrimiento de los hombres dentro del devenir histórico, que Hegel explícitamente tematiza, puesto que frente a las pasiones humanas, a sus intereses y propósitos, que finalmente nos revelan la historia como un matadero, se ha de tomar el camino de la reflexión, para sobrepasar esa “imagen de lo particular y elevarse a lo general” (G. W. F. Hegel, Die Vernunft in der Geschichte, Leipzig, Meiner, 1917, p. 58 [edición en español: La razón en la Historia, Madrid, Seminarios y Ediciones S.A., 1972]).

2 Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, trad. de Mario Caimi, Buenos Aires, Colihue, 2009, pp. 522-523.

3 El tipo de caos que supondría esta no univocidad de las leyes de la naturaleza ha sido cuestionado por Quentin Meillassoux en su libro Après la finitude. Essai sur la nécessité de la contingence, en diálogo abierto precisamente con la idea kantiana de que, si se diera una hipotética contingencia de las leyes de la naturaleza, esta traería consigo necesariamente una modificación frecuente de las mismas, y por ende el caos. Ver Meillassoux, París, Seuil, 2006, pp. 146-147 [edición en español: Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia, trad. de Margarita Martínez, Buenos Aires, Caja Negra, pp. 170-171].

4 Theodor W. Adorno, Probleme der Moralphilosophie, Frankfurt, Suhrkamp, 1996, p. 63.

5 “No albergamos ninguna duda –y en esto reside nuestra petitio principii– de que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento ilustrado. Sin embargo, creemos haber reconocido con la misma claridad que el concepto de este pensamiento, no menos que las formas históricas concretas, las instituciones de la sociedad en las que está entretejido, contiene ya el germen de ese retroceso [respecto al pretendido progreso de la razón humana] que hoy se da en todas partes. Si la Ilustración no acoge en sí la reflexión sobre este momento de retroceso, terminará sellando su propio destino”. Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialektik der Aufklärung, Frankfurt, Fischer, 1978, p. 3 [edición en español: Dialéctica del Iluminismo, Buenos Aires, Sudamericana, 1987].

6 En la segunda Crítica, consagrada a la pregunta “¿Qué debo hacer?”, Kant establece la diferencia entre la razón teórica, que está dedicada al conocimiento del mundo de los objetos, y la razón práctica, que nos da las leyes según las cuales debemos comportarnos. Se trata de la misma razón pero en distintos usos. Según comentaristas como Otfried Höffe, a esta distinción tajante no se le ha prestado la atención suficiente, puesto que sugiere un distanciamiento total respecto de la teoría clásica según la cual actuar bien depende del acto de conocer. (Otfried Höffe, Kritik der praktischen Vernunft, Introducción, Berlín, Akademie Verlag, 2002).

7 Theodor Adorno, Negative Dialektik, Frankfurt, Suhrkamp, 1975, p. 228 [edición en español: Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad, trad. de Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 2008].

8 Hegel, ob. cit., p. 50.

9 Horkheimer y Adorno, ob. cit., p. 39.

10 Ver las tesis XIII, XIV y XV dentro de las Tesis sobre el concepto de Historia de Walter Benjamin.

11 Ver Theodor W. Adorno, Introducción a la dialéctica, trad. de Mariana Dimópulos, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2013.

12 Adorno, Negative Dialektik, ob. cit., p. 369.

Sobre la teoría de la historia y de la libertad

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