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LECCIÓN 2

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12/11/1964

En vista de que, en la última clase, se habló acerca de la filosofía de la historia, hoy trataré de algo que concierne inmediatamente a la propia ciencia de la historia.21 En el curso de la lección actual, quizás les presente al menos algunas cosas a través de las cuales no resulta tan enteramente infundada la convicción de que –y, por cierto, en términos objetivos– la historia en verdad solo es posible como filosofía de la historia; y de que una historia, una historiografía que lo niegue, no es consciente de sí misma y de sus necesidades. Ahora bien, lo que les mencioné como crisis de la representación del sentido histórico se pone en evidencia hoy en los postulados de la ciencia histórica y más allá de estos –puedo decir quizás ahora mismo–, en la mayoría de las ciencias del espíritu, que incluso de acuerdo con su método son, justamente en Alemania, predominantemente históricas, y que se protegen directamente de cualquier intento de oponerse a su concepción histórica. En primer lugar, las cosas son tales que el positivismo historiográfico dominante –tal como se ha expresado por primera vez, en la tradición alemana, en la sentencia de Ranke según la cual lo que la historia debe presentar, lo que la investigación debe presentar, es cómo han ocurrido realmente las cosas–22 significa que, en una medida siempre creciente, ha sido despreciada la construcción desde arriba y, con ello, aquella corriente de la historia, aquella tendencia histórica objetiva de la que les hablé en la última clase; que ella, en verdad, no es lo derivado, lo secundario, no es la mera construcción de fantasiosos filósofos de la historia, sino que es en verdad justamente lo inmediato que todos experimentan cuando caen en la historia y, ante todo, en las así llamadas grandes épocas como en un torbellino. Si no me equivoco, la tendencia de la historiografía es cuestionar cada vez más los grandes conceptos: ante todo, los de la propia historia universal; luego, los de tendencias que han de realizarse a través de toda la historia; finalmente, incluso conceptos menos abarcadores, como los de las épocas. Les recuerdo solo el hecho, conocido para los historiadores aquí presentes, de que –y, sin duda, con razón– el concepto de Edad Media se ha disuelto desde los más diversos puntos, uno de los cuales es que habría que fijar la crisis probablemente mucho antes que en el inicio oficial del Renacimiento; a saber, con el descubrimiento de una especie de Prerrenacimiento ya en la época del alto gótico; es decir, en una época que, según la perspectiva tradicional, se atribuía enteramente a la Edad Media. Por otra parte, hoy existen también tendencias que le saltan al cuello al propio concepto de hecho histórico; así, la desarticulación, por así llamarla, de la construcción histórica se extiende ya también a su propio polo opuesto, es decir, al concepto de acontecimiento histórico individual, de événement. Ante todo, en la crítica francesa de la historia se ha atacado de manera vehemente el événementisme23 como una representación que pone un peso desmedido en acontecimientos grandes, particulares; una experiencia, por lo demás, que será incluso corriente para todos ustedes si alguna vez han tenido dudas acerca de si las batallas realmente grandes, como las que llevaron adelante el gran príncipe elector, o Napoleón, o alguien más realmente poseen, de cara a la historia, una importancia tan enorme como se nos ha dicho. Esta sobrecarga de lo fáctico mismo presupone ya, probablemente, una construcción de los contextos históricos en cuanto significativos; contextos que encuentran, entonces, en tales événements, sus puntos nodales o sus crisis; y, en el instante en que una representación tal acerca de una corriente histórica dadora de sentido resulta sacudida, con ello se ve afectada también la representación contraria del acontecimiento específico, de modo que, pues, la historia parece transformarse entonces en un movimiento casi imperceptible, que se aproxima a un diferencial; un movimiento en el cual es problemático hablar simplemente de historia.

No es mi tarea aquí, en esta lección –en la que, en realidad, solo me propongo tratar un problema muy específico de la historia, a saber: la relación entre lo universal, la tendencia universal y lo particular, es decir, el individuo–, abordar hasta en sus detalles la construcción de la estructura de la historia. Pero de todos modos opino que, si se tratan en realidad ciertas cuestiones fundamentales de la filosofía de la historia, uno no puede sustraerse totalmente a estas cosas; y opino que la cuestión del conocimiento de lo histórico es ante todo una cuestión de distancia. En efecto, si uno se acerca, hasta cierto punto, demasiado a los detalles sin, a su vez, hacer estallar al mismo tiempo críticamente los propios detalles, se produce literalmente aquello que designa el muy sabio refrán cuando dice que “los árboles no dejan ver el bosque”. Pero, por otra parte, desde una distancia demasiado grande es también imposible captar la historia, porque las categorías aumentadas proporcionalmente, desmesuradas –así, por ejemplo, la de un progreso de la libertad, para cuya crítica les he dicho ya algunas cosas en la última clase–, demuestran justamente ser problemáticas y no verdaderas en relación con el material. Hay que intentar, yo diría, conseguir una distancia determinada que, por un lado, se aliene de la construcción total de la historia; y que, por otro, no se consagre al culto de los hechos, que, como les dije, son problemáticos de acuerdo con su propia conceptualidad. Tomen como ejemplo de esto que podría decirse que, acerca de algo como el progreso en un sentido global –volveremos a ocuparnos de manera fundamental de este concepto hacia el final de la parte que dedicaremos a la filosofía de la historia–, acerca de algo como el progreso, por un lado no es posible hablar en general, como les he mostrado. Podrán confirmar también que toda la cháchara acerca de progresos individuales que habrían tenido lugar en la historia siempre tiene algo de dudoso; simplemente por el hecho de que, a fin de concretizar esto históricamente, en la sociedad en la que vivimos, como un todo, cada progreso individual que se produce siempre tiene lugar a costa de individuos o de grupos que, en función de ello, caen bajo las ruedas; de modo que, pues, en virtud de la particularidad que es inherente al progreso, ya que esa particularidad no se relaciona con la estructura de la sociedad como un todo, siempre hay grupos que, justamente en cuanto víctimas del progreso, también lo ponen en duda, pueden ponerlo en duda con razón. Sin embargo, podrá decirse –y creo que esto no le arrebataría a uno una visión tan crítica acerca de la historia– que existe algo así como un progreso desde la catapulta hasta la bomba atómica.24 Y el hecho de que relacione el concepto de progreso con algo tan aterrador y, si ustedes quieren, directamente contrapuesto al progreso de la libertad, y así también al progreso en la autonomía del género humano, no es casual, sino que esto tiene, pensaría yo, su buen sentido; o, antes bien, su sentido muy fatal y muy malo. Debe decirse, en efecto, que, en tanto la particularidad sea inherente a todos los movimientos históricos, en tanto no exista auténticamente aquello que se podría llamar humanidad –es decir, una sociedad autónoma y consciente de sí misma–, todos los progresos serán particulares; no solo en el sentido que ya les he indicado –es decir, que los progresos siempre tienen lugar a costa de grupos que no participan inmediatamente de aquellos, y por encima de los cuales se realizan los progresos–, sino también en el sentido de que el progreso en sí mismo posee un carácter particular.

Creo que un pensador plenamente positivista, de acuerdo con sus convicciones (aunque representó la versión alemana del positivismo, que pasó por la filosofía crítica), como Max Weber ha demostrado tener ya un instinto muy correcto en este punto en la medida en que reservó el concepto de progreso para la racionalidad y postuló al menos como perspectiva para la humanidad algo así como una estructura universal de racionalidad progresiva; aunque también fue en esto muy cauteloso al inclinarse ante el veredicto fáctico de que existen enteras civilizaciones que, en virtud de su forma económica tradicionalista, no participan en verdad de esa racionalidad progresiva y, con ello, en realidad de la dinámica social.25 Les sorprenderá que yo, que he hablado inmediatamente antes acerca de la particularidad en el movimiento del todo histórico, ahora hable de una racionalidad progresiva, ante lo cual se podría pensar que la razón, como algo extraordinariamente universal que aquí se realiza, es justamente la antítesis de una particularidad tal. Justamente considero errónea esta opinión acerca de la racionalidad progresiva como algo que, por su parte, no es particular. Y creo que, si se indaga en la particularidad de lo universal mismo, es decir, de la razón progresiva, es posible entender un poco sobre la dialéctica entre lo universal y lo particular como una estructura histórica; concretamente porque en el principio de lo universal está encerrada la particularidad –y, por cierto, como algo malo, como algo negativo–; así como, a la inversa, deberá decirse –y Hegel lo ha demostrado con un poder irresistible– que, en lo particular, en los hechos individuales, está concentrada y se encarna, en cada caso, la fuerza de lo universal. La racionalidad, de cuya universalidad hablamos en términos universales, en efecto –y quisiera remitirme aquí a la Dialéctica de la Ilustración que escribimos Horkheimer y yo, y que por fin será reeditada en un corto plazo–,26 esta clase de racionalidad es, en efecto, desde el comienzo una racionalidad del dominio de la naturaleza, del control de la naturaleza extra e intrahumana. Y, por cierto, de un dominio de la naturaleza que no se refleja esencialmente en sí mismo, sino que se relaciona con sus así llamados materiales –ya sean materiales de la naturaleza, ya seres humanos los que son dominados, o ya, finalmente, la propia interioridad, que es sometida a esa racionalidad– subsumiéndolos, clasificándolos, subordinándolos y también cortando lazos con ellos. Pero allí –y creo que es bueno que retengan firmemente esta idea, de la cual yo pensaría que posee un carácter clave para nuestra construcción– no hay nada menos que el hecho de que, en el principio que acabo de caracterizar ante ustedes como el principio universal, es decir, en el propio principio de racionalidad progresiva, está encerrado el antagonismo; que esta clase de racionalidad solo existe en la medida en que somete a algo diferente y extraño de ella; y más aún: en la medida en que ella, a todo lo que ingresa en su maquinaria como material, justamente por el hecho de que lo identifica, de que lo nivela, lo define en verdad en su alteridad como algo que le presenta resistencia; habría que decir quizás: como algo hostil. En otras palabras, pues: en este principio de la universalidad dominante como racionalidad irreflexiva está postulado de hecho el antagonismo tal como, en una relación de dominio, es postulado el antagonismo respecto de un dominado. Y el estadio de autorreflexión de esta racionalidad en el que esto sería transformado aún no ha sido en realidad alcanzado.

Antes de que coloque un poco sobre sus pies ante ustedes, de modo que les resulte un poco más comprensible, esta frase, que en un principio posiblemente les suene, a muchos de ustedes, desquiciadamente especulativa y, en realidad, como puro idealismo hegeliano, quisiera decir aún algo que es preciso enunciar aquí en honor del concepto de universalidad histórica, aunque soy, por cierto, del parecer de que es preciso dialectizar también el concepto de historia universal. Esto significa que ni es posible decir: existe una historia universal, ni –como es la moda general hoy en día–: no existe la historia universal, sino que se formulará –y esto ya está en realidad en lo que acabo de decirles– de esta manera: existe exactamente una historia universal solo en la medida en que el principio de particularidad o, como preferiría denominarlo ahora, el principio de antagonismo se continúa y perpetúa a sí mismo. Damas y caballeros, sin embargo (justamente al comienzo de la lección me creo en especial en la obligación de proporcionarles esto), no quisiera presentar ante ustedes tales declaraciones altisonantes sin establecer, al mismo tiempo, la conexión con ciertos materiales a partir de los cuales podría esclarecerles, sin que con ello me mueva en la esfera de eso que suele circular bajo el concepto de ejemplo y frente a lo cual tengo las más duras reservas por motivos filosóficos.27 Para ello recurro nuevamente a Spengler, quien se opone con la mayor aspereza a la construcción histórico-universal y aun a la construcción de una tal racionalidad progresiva y que, frente a ella, ha planteado, atravesando todos los obstáculos posibles, la teoría de las figuras, cerradas en cada caso sobre sí mismas, de las culturas individuales y –de acuerdo con su teoría, tan desconcertante en muchos detalles– incluso contemporáneas; es decir: sucesivas y al mismo tiempo contemporáneas. No sé si llegaremos a abordar cómo habría que explicar esa contemporaneidad; creo que esta contemporaneidad es también explicable sin que se recurra para ello a la hipótesis morfológica de Spengler. Como quiera que sea, en todo caso Spengler defiende, entre otras cosas, la teoría28 de que la técnica occidental –de acuerdo con su perspectiva: fáustica– es ajena al alma rusa y es absolutamente inconmensurable para el alma del este asiático, y de que no cabría en absoluto representarse algo así como una apercepción, como una apropiación de la técnica, por ejemplo, por parte de los japoneses. Ahora bien, se ha puesto en evidencia en nuestra época, y en esto se ha confirmado realmente el pronóstico de Max Weber, que, sobre la base de su propia objetividad, de su propia legalidad inmanente, la técnica ha rebasado despóticamente los límites de las “almas nacionales”, en el caso de que exista algo así. Todos ustedes sabrán que recientemente los japoneses, en la última guerra, estuvieron a un pelo de aniquilar a la armada estadounidense mediante la técnica altamente desarrollada de su fuerza aérea; y todos sabrán también que hoy los rusos se han convertido en los más duros competidores de los estadounidenses en las ramas más modernas de la técnica. Podrán reconocer en estas cosas, de todos modos, algo así como la convergencia en una especie de universalidad de la racionalidad técnica hacia la cual también podrán dirigirse aquellos pueblos que hasta ahora han sido excluidos de aquello que hoy se llama en Alemania “el torbellino de la historia universal”. Creo que basta con que uno viaje un poco por otros países y perciba allí la uniformidad de los aeropuertos, frente a la cual, luego, las diferencias entre ciudades muy distantes entre sí adquieren un carácter casi anacrónico, propio casi de un baile de disfraces, a fin de cerciorarse justamente de este momento de la historia universal en el curso de la historia de la técnica. En esa medida, en todo caso de acuerdo con el τέλος, el concepto de historia universal, criticado una y otra vez, posee un momento de verdad. Y probablemente haya que remontar este momento de verdad a fases en las que aún no existía una corriente universal semejante, tal como está localizado, al menos objetivamente, en la necesidad de reproducción de la vida y en las formas sociales allí establecidas, como también en las formas de las fuerzas productivas.

Ahora llego a la pregunta que he postergado y que habría que plantear realmente aquí: la pregunta por si, de hecho –y creo que es importante abordar esto en relación con la problemática de Dialéctica de la Ilustración–, es posible postular de manera simplemente absoluta esta corriente de racionalidad progresiva. No de modo tal como si no se correspondieran también con ella grandes tendencias contrarias; está fuera de cuestión que existen estallidos irracionales; solo hay que limitar esta afirmación diciendo que los así llamados estallidos o irrupciones de potencias irracionales u primigenias en nuestro tiempo fueron casi siempre manipulados, y casi siempre estaban con vistas a imponer el dominio, el dominio racional o irracional; y, en esa medida, pertenecen a la corriente de las técnicas de dominio racionales. Esto puede ser estudiado con especial contundencia, obviamente, en el nacionalsocialismo, si es que a uno le queda ánimo para estudiar algo en relación con él. Pero me refiero a algo diferente; a saber: a que uno no tiene por qué atenerse a atribuir in abstracto esta tendencia de la que hablo al espíritu en cuanto agente de la racionalidad, tal como ocurrió en las filosofías idealistas. Aquí quisiera, por lo demás, testimoniar mi reverencia a Hegel porque –aunque en él siempre se trata del espíritu– el concepto de espíritu, en su filosofía, en virtud del principio de identidad de sujeto y objeto, está ya desde el vamos organizado de tal modo que no se corresponde con aquello que se ha considerado como espíritu a finales del siglo XIX y en nuestra época, es decir, el espíritu subjetivo; sino que este espíritu comprende en Hegel, sobre la base de una construcción imponente, aunque también cuestionable, el íntegro ámbito de la vida histórico-política y económica de los seres humanos. El espíritu tiene en Hegel su lugar específico directamente en la realidad histórica.29 Y Hegel habría rechazado con la mayor vehemencia la concepción del espíritu como algo que se mueve libremente a sí mismo y como algo independiente de la vida material de la humanidad, contrapuesta a él. Si, pues, se consideraba, por ejemplo, a la ciencia del espíritu de Dilthey, y a lo que con ella se vincula, en cierta medida como sucesora de la filosofía hegeliana,30 esto debe ser considerado solo como una perfecta caída por debajo de aquel nivel de la problemática que había sido ya alcanzado por Hegel; pero esto solo es una observación al margen.31 En todo caso, ustedes no deben considerar a este espíritu del que hablo como algo absolutamente autónomo. Este espíritu se ha autonomizado, sin duda, y le pertenece además el hecho de que, por ejemplo, con sus poderosos instrumentos de la lógica y la matemática, se ha independizado de sus condiciones de producción; el hecho de que él –y, por cierto, en virtud de la separación del trabajo espiritual y el físico– aparece ante sí mismo como algo totalmente autónomo y absoluto; como un método que subsume lo que se le ha contrapuesto. Pero no debemos admitirle esto al espíritu. La evolución del espíritu como racionalidad, como razón que domina la naturaleza o, tal como debo decir ahora de manera abreviada: como razón técnica, es decir, la evolución de las fuerzas productivas técnicas in toto ha sido engendrada, por su parte, por las necesidades materiales de los seres humanos, por las necesidades de autoconservación de estos; y las categorías de este espíritu contienen estas necesidades como momentos necesarios de su forma de manera necesaria y siempre en sí. El espíritu es el producto de los seres humanos y el producto del proceso de trabajo humano, a la vez que, por su parte, ahora él conduce y finalmente domina los procesos de trabajo humanos como método, como razón tecnológica. Y creo que, si no se hipostasia desde el vamos al espíritu, sino que se lo ve en su dependencia respecto de un concepto de vida, de un concepto de conservación de la vida humana –concepto en el que él tiene sus raíces–, solo entonces es posible entender cómo es realmente posible que algo así como el espíritu en cuanto razón técnica haya asumido de manera tan unificadora el control de la vida de los seres humanos tal como viene ocurriendo en una medida creciente. El espíritu no es algo absolutamente primero. Sino que justamente esa postulación del espíritu como algo primariamente primero es una apariencia, una apariencia producida por él mismo y, por cierto, de manera necesaria. Sino que él es siempre igualmente algo producido por la realidad de la vida que se conserva a sí misma, y que ahora lo postula como algo primero solo para poder criticar lo existente o para poder dominarlo. Y cuando hablé acerca de la falta de autorreflexión por parte del espíritu y de la razón técnica, de aquella falta de reflexión que coloca justamente a la razón en una relación tan curiosa y paradójica con la ciega fatalidad histórica, esto no se debe en lo más mínimo a que el espíritu no se reconoce como lo primero, en lugar de percibir justamente esta implicación con la vida real.

La creciente racionalidad es equivalente a la creciente autoconservación del género humano o, como podría también decirse, el acrecentamiento del universal principio del yo de los seres humanos; y el progreso de esta racionalidad, en su forma no reflexiva, no es en el fondo otra cosa que la explotación de la naturaleza transferida a los seres humanos y que se continúa en ellos. Pero en la medida en que es esto y en que está entretejida, de acuerdo con su propia determinación real, con categorías como la de explotación y como la de algo contrapuesto a ella y subyugado por ella, esta razón progresiva posee también, al mismo tiempo, aquel momento de autodestrucción que he destacado en la última clase, cuando intenté exponerles la experiencia de la corriente histórica, tal como resulta hoy evidente para nosotros aquí y ahora, esencialmente como una experiencia de su negatividad; es decir, esencialmente como la experiencia de nuestra impotente sujeción a ese proceso. En otras palabras: en esta razón instrumental progresiva se encarna el antagonismo que consiste en la relación que el sujeto presuntamente libre y, en verdad, justamente por ello aún no libre tiene con aquello sobre lo cual se erige su libertad. Este carácter antagónico de la propia racionalidad progresiva es, en verdad, en ella el momento que convierte justamente lo universal, la universalidad que se realiza, en ese elemento particular que tenemos que sufrir igualmente en cuanto particularidades. Y esto facilitará –quiero decir: facilitará teóricamente, no en la realidad; ni siquiera lo facilitará teóricamente, pero al menos lo expondrá a la luz teóricamente– la contradicción de la que les hablé anteriormente, cuando les dije que parecerá en un primer momento muy paradójico que justamente la universalidad del principio histórico, que presuntamente continúa, se refuerza y progresa, sea idéntica al acrecentamiento de la ciega fatalidad de dicho principio. El principio esclarecedor de la propia razón, en tanto no se haya vuelto él mismo translúcido; es decir, en tanto no se haya vuelto translúcido en su vinculación y dependencia respecto de aquello que no es él mismo, es justamente aquella fatalidad como cuya antítesis es interpretado; y este es también, por así decirlo, el punto ciego en el que se encuentra hechizada toda la filosofía de Hegel en cuanto construcción de la historia. Con ello arribo a la principal dificultad de toda teoría filosófico-histórica para la conciencia precrítica; dificultad de la que parto y que ya formulé –les pido que tengan presente que en realidad ya hemos alcanzado esto a través de nuestras reflexiones– en el sentido de que, en ella, la universalidad dominante que se realiza ya no es equiparada con el sentido de la historia o con alguna clase de positividad. Esta es, en efecto, la dificultad a la que se ve expuesta toda conciencia, toda conciencia ingenua: considerar justificada la supremacía de algo objetivo sobre los seres humanos, quienes, sin embargo, creen tenerse a sí mismos como lo más seguro y, sobre la base de esa certeza, no pueden admitir en qué medida son meramente funciones de lo universal, ya que, en el instante en que lo admitieran, en alguna medida deberían dejar de ser para sí mismos eso que evidentemente son de acuerdo con toda su tradición. Es una cuestión extremadamente paradójica, y quisiera realmente animarlos a reflexionar alguna vez al respecto. Por un lado, la situación es tal –creo o espero haberlo expuesto con alguna evidencia ante ustedes en la última clase– que la experiencia más inmediata que uno hace, y de la que uno se disuade solo con violencia, es justamente la de estar sujeto a la tendencia objetiva. Si se piensa, en relación con esto, en la situación del perseguido –situación típica de nuestra época– que, súbitamente, a causa de alguna característica que él supuestamente tiene y ni siquiera necesita tener, se ve expuesto a la discriminación y posiblemente a la liquidación; o si se piensa en la situación, mucho más inocua, del que busca un puesto y que, en el instante en que espera encontrar un trabajo que realmente esté de acuerdo con su propio destino y sus propias capacidades, incluso en los tiempos de la más gloriosa plena ocupación, enseguida se choca contra una pared y entonces debe hacer algo que realmente no tiene que ver con lo suyo; así, pues, esta experiencia es ante todo en verdad la primaria; si hay algo así como la inmediatez, es esta experiencia. Por otro lado, sin embargo, en el instante en el que se apela a esto, en las ciencias, uno escucha decir a la conciencia –que, por así decirlo, se coloca su toga–: “Bien, ¿cómo llegas realmente a suponer algo universal de esta clase?; este universal es un principio metafísico que solo existe en tu cabeza; en realidad no existe otra cosa que las espontaneidades individuales, que las acciones individuales de los seres humanos individuales; y esta universalidad es una mera idea que has dejado que te metieran en la cabeza”. Existe hoy realmente algo así como una perversión de la conciencia, una inversión de lo que es lo primero y lo que es lo segundo, que llega a un punto tal que, en relación con aquello que experimentamos a cada instante como lo determinante de nuestra vida, por razones puramente epistemológicas y, entretanto, ya automatizadas, nos dejamos convencer y la tratamos como si fuera una subrepción metafísica; mientras que, por otro lado, algo tan cuestionable como el carácter primario de las reacciones humanas individuales, solo porque dicho carácter habría de ser la base cognoscitiva de todos nuestros juicios, es tratado por esta así llamada conciencia científica como si él fuera también realmente lo primario, como si se tuviera realmente en él a lo más seguro. Creo que está bien que uno, con la intención de aproximarse a la esencia de la estructura histórica, si no de cerciorarse sobre ella, ante todo tenga claro este contexto de enceguecimiento. Y, una vez que se lo ha calado, quizás resulte menos arduo comprender el concepto de lo universal como de la negatividad, concepto del que me ocupé ante todo en esta lección.

21 La segunda lección es la primera disponible como transcripción de una grabación. Al comienzo parecen faltar una o más oraciones; el original solo presenta aquí la oración incompleta: “…que concierne inmediatamente a la propia ciencia de la historia…” (Vo 9740); lo precedente tuvo que ser conjeturado por el editor.

22 Cf. Leopold von Ranke, Geschichten der romanischen und germanischen Völker von 1494 bis 1514, 2ª ed., Leipzig, 1874 (Sämmtliche Werke, 3. Gesammtausgabe, vol. 33/34), p. vii: “Se ha asignado a la historia la función de juzgar el pasado, de instruir al mundo contemporáneo en beneficio de los años futuros; el presente intento no osa cumplir con tan altas funciones: solo quiere mostrar cómo han ocurrido realmente las cosas”.

23 Del francés l’événement, acontecimiento, suceso; también, vivencia. Es probable que Adorno tuviera en mente la École des Annales, cuya orientación interdisciplinaria se encuentra en oposición a la Histoire événementielle, una historiografía que se limitaba a la descripción de acontecimientos.

24 Cf., en Dialéctica negativa, la oración “No hay ninguna historia universal que lleve desde el salvaje hasta la humanidad, sí sin duda una que lleva de la honda a la megabomba” (GS 6, p. 314 [p. 295]; cf. también infra, p. 312).

25 Sobre el concepto de racionalidad de Max Weber trata, por lo demás, el trabajo con el que se doctoró en Frankfurt el amigo de Adorno Hermann Grab, bajo la dirección de Gottfried Salomon-Delatour; cf. Hermann J. Grab, Der Begriff des Rationalen in der Soziologie Max Webers. Ein Beitrag zu den Problemen der philosophischen Grundlegung der Sozialwissenschaft, Karlsruhe, 1927.

26 La primera edición de Dialéctica de la Ilustración apareció en Ámsterdam en 1947; durante años, Horkheimer no estuvo de acuerdo con una reedición; esta apareció recién en el año de la muerte de Adorno, con el pie de imprenta Frankfurt, 1969.

27 En cuanto a sus reservas contra el concepto de ejemplo, a Adorno le gustaba invocar a Kant, en quien no faltan testimonios de la aversión del pensamiento especulativo contra el así llamado ejemplo como algo de escaso valor: “Esta es, además, la única y grande utilidad de los ejemplos: que aguzan la facultad de juzgar. Pues por lo que toca a la corrección y precisión de la inteligencia, por lo común le son más bien perjudiciales, ya que raramente cumplen de manera adecuada la condición de la regla (como casus in terminis), y además, muchas veces debilitan aquel esfuerzo del entendimiento, de concebir reglas de manera suficiente y universal, e independientemente de las circunstancias particulares de la experiencia, y lo habitúan, al fin, a servirse de ellas más como fórmulas que como principios. Así, los ejemplos son los andadores de la facultad de juzgar, de los que nunca puede prescindir aquel a quien le falta el talento natural de ella” (Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, trad., notas e introd. de Mario Caimi, Buenos Aires, Colihue, 2007, p. 235, A 134, B 173).

28 Adorno encontró la cuestionable teoría de Spengler en su libro, publicado en 1931, Der Mensch und die Technik. Beitrag zu einer Philosophie des Lebens, que él reseñó en 1932: “De manera coherentemente mítica habla Spengler del ‘sacrilegio y la caída del hombre fáustico’ y profetiza la inminente decadencia de la técnica occidental, que debe caer en el olvido ya que, para las almas venideras, no fáusticas, ‘la técnica fáustica’ no es ‘una necesidad interna’, si bien, de acuerdo con la propia declaración de Spengler, ‘los japoneses… dentro de treinta años’ serían ‘conocedores de la técnica de primer rango’. A los afectados occidentales no les queda más que el ánimo heroico-trágico” (GS 20.1, p. 198).

29 Así, por ejemplo, en la introducción a las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal: “Pero el único pensamiento que aporta es el simple pensamiento de la razón, de que la razón rige el mundo y de que, por tanto, también la historia universal ha transcurrido racionalmente. Esta convicción y evidencia es un supuesto, con respecto a la historia como tal. En la filosofía, empero, no es un supuesto. En ella está demostrado, mediante el conocimiento especulativo, que la razón –podemos atenernos aquí a esta expresión, sin entrar a discutir su referencia y relación a Dios– es la sustancia; es, como potencia infinita, para sí misma la materia infinita de toda vida natural y espiritual y, como forma infinita, la realización de este su contenido” (ob. cit., p. 43).

30 Sobre la relación de Dilthey con Hegel se ocupó Adorno en la Introducción a la filosofía de la historia de 1957: “La premisa fundamental de esta filosofía de la historia es que la historia es obra de seres humanos conscientes. En la medida en que ella se remonta al espíritu, a la conciencia de estos seres humanos, ella misma es objetiva; y el sujeto que la conoce en cierta medida se reconoce a sí mismo en la historia; o, por el hecho de que ese sujeto se conoce a sí mismo a la historia, se libera de la limitación de cualquier clase de posición y experimenta la absoluta relatividad de toda construcción espiritual individual, y se torna absoluto en la conciencia de esa relatividad. Aquí reside una peculiar coincidencia de los elementos hegelianos con un ánimo positivista-escéptico y una especie de filosofía de la vida que se complace en la identificación; su filosofía es como una amalgama de metafísica y antimetafísica. Esto concede a toda la filosofía de Dilthey el carácter de algo flotante, difícil de asir. El nervio de toda esta gnoseología de la historia, de la ‘crítica de la razón histórica’, es que un conocimiento objetivo de lo histórico –aun cuando no existen aquí leyes en el sentido de las ciencias naturales– es posible porque la historia misma es de la misma esencia, del mismo tronco que el sujeto del conocimiento, de modo que el sujeto puede concebirla objetivamente porque, al concebirla, en realidad solo se concibe a sí mismo” (Vo 2004).

31 Adorno se ocupa varias veces del concepto hegeliano de espíritu en sus Tres estudios sobre Hegel, cf. especialmente GS 5, pp. 254, 265 y passim [edición en español: Tres estudios sobre Hegel, trad. de Víctor Sánchez de Ayala, Madrid, Taurus, 1974, pp. 18 y s., 35 y passim].

Sobre la teoría de la historia y de la libertad

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