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Capítulo 6

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Una silueta negra me amenaza a cinco metros de distancia. Aprieto el gatillo por primera vez en mi vida. El cartucho sale despedido del arma y, a pesar de los auriculares antirruido que me cubren las orejas, el sonido de la detonación me toma desprevenido. Me sobresalto, retrocedo un metro y mi nueve milímetros deja caer un casquillo de metal que se detiene a unos centímetros de mí. Me muero de calor. Mi primera bala ha ido a parar al techo del recinto de tiro.

Los auriculares me aíslan de los ruidos de mi alrededor. Las palabras de la jefa Milat me llegan como si estuviera dentro de una pecera. La instructora de pelo rubio grita para hacerse oír.

—Mi especialidad es el jiu-jitsu brasileño —había avisado antes de comenzar esta primera sesión.

También será ella quien nos instruya en deportes de combate.

—Tienes que mantener los codos bloqueados. Y también debes estar bien anclado al suelo.

Me concentro. Sujeto el arma firmemente con ambas manos. Coloco el dedo índice de la mano izquierda junto al gatillo. Tenso los brazos, fijo la mirada en el objetivo y adopto la misma postura que los otros tres ADS que hay junto a mí.

La jefa Milat nos da la señal. Disparamos. Mi segunda bala roza la hoja que cuelga de dos ganchos. He vuelto a fallar. Coloco el arma en su funda de plástico rígido, como la jefa Milat nos ha enseñado que hay que hacer después de cada tiro. El objetivo es aprender a desenfundarla lo más rápido posible.

El recinto de tiro parece una pista de atletismo: está dividido en calles numeradas con pintura blanca, aunque, en este caso, el vinilo azul hace las veces de tartán. Las armas con las que practicamos son unas Sig Sauer SP 2022. En 2003, Nicolas Sarkozy, por aquel entonces ministro de Interior, decidió equipar a la policía, a la gendarmería, a los agentes de aduanas y a los funcionarios de prisiones con una misma pistola. La marca germanosuiza Sig Sauer ganó la licitación; esta arma automática destronó a las antiguas Manurhin, con su aspecto de revólver del Lejano Oeste.

Los novecientos gramos de la Sig Sauer hacen que el cinturón resulte realmente pesado. Me siento torpe con esta cosa colgando. En este preciso momento, pienso en lo fácil que resulta entrar en el cuerpo de policía. ¿Qué pasa si un día alguien se infiltra para cometer un atentado, por ejemplo? Un ficha S,9 un anarquista o un loco podrían ponerse a matar policías. ¿Para ellos sería tan fácil acceder a la institución como lo ha sido para mí?

Estamos en pleno estado de emergencia, y yo, titular del carnet de periodista n.º 119895, estoy aquí, en un recinto de tiro, rodeado de futuros policías sin ni siquiera haber mentido sobre mi identidad. En mi lugar, una persona con malas intenciones podría ponerse a pegar tiros a diestro y siniestro.

Disparo de nuevo. La tercera bala acierta en la diana. Justo en la barriga del hombrecillo de papel. Disparo un total de unos veinte cartuchos, de los cuales solamente ocho aciertan en el objetivo. Fin del ejercicio.

—Venga, recoged los casquillos y cambiad de objetivo —nos ordena la jefa Milat.

Nos quitamos los auriculares y el mundo vuelve a ser un lugar ruidoso. Guardo la pistola en una caja de madera.

—Ya podéis guardar la hoja —dice la instructora—. ¡Los cuatro siguientes!

Enrollo la hoja con mi diana y la tiro a la basura. Los demás no tienen por qué ver mis resultados desastrosos.

Antes de la primera sesión de tiro, la jefa Milat nos ha proporcionado unas armas falsas de plástico para que aprendiéramos a usarlas y a interiorizar las normas de seguridad: siempre hay que manejar el arma como si estuviese cargada; siempre hay que dejar el dedo índice apoyado en el guardamonte (el anillo que protege el gatillo de una presión accidental); y siempre hay que orientar el arma y el cañón de la misma hacia una zona segura.

—Mira, Abuelo, he acertado diecinueve —me dice Mickaël mientras me enseña su hoja—. La he cagado con el último, ¡qué chasco!

Buenas noticias, mis compañeros finalmente se han decantado por el mote «Abuelo» en lugar del de «Ronquidomán».

—¡Joder, diecinueve! Está genial —contesto.

—¿Y tú? ¿Cuántos?

—Ni idea, no los he contado. No demasiados.

Poli

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