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Capítulo 2

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Lunes 4 de septiembre de 2017, 6:58.

«¿Quién te envía, sucio periodista de mierda?». Mientras conduzco mi roñoso Clio blanco lleno de envoltorios vacíos, imagino mi propio linchamiento en una de las salidas con los policías. No voy sobrado de tiempo, así que acelero en dirección a la Escuela Nacional de Policía de Saint-Malo, a unos cien kilómetros de mi ciudad natal. La vuelta al cole.

Si me pillan, voy a pasarlo muy mal. Con esos brazos enormes, los policías pueden destrozarme a puñetazos. Los más cabreados podrían incluso romperme las manos para impedir que escriba o, todavía peor, meterme una bala entre ceja y ceja y hacerlo pasar por un tiro perdido. Cuando uno tiene miedo, se pone en lo peor y pierde toda la racionalidad.

Me enciendo un cigarrillo. Me esfuerzo por recordar cómo se me ocurrió esta idea de entrar en la policía. No lo consigo. El 1 de mayo de 2016, hubo una mani en París. Todavía percibo el asqueroso sabor del gas lacrimógeno que lanzaban los CRS.7 Me invadió una sensación de ahogo que se alargó durante unos angustiosos minutos, hasta que pude volver a respirar con normalidad.

La verdad es que conservo un montón de recuerdos de las manis. Desde la multitud, observaba a los policías, que parecían una especie de Robocops indolentes, impasibles y muy erguidos, capaces de bloquear una calle entera durante medio día. No los envidiaba. Cuando era adolescente, tenía esa creencia un tanto cliché de que ellos defendían el orden establecido mientras nosotros, en el bando contrario, dábamos voz al interés común. Después crecí. Y mi hostilidad se convirtió en curiosidad.

Si buscamos información de los últimos cinco años sobre la policía de Francia en Google, nos encontraremos con un desfile de datos impactantes y controvertidos: su popularidad se puso por las nubes después del atentado contra el semanario Charlie Hebdo, pero luego cayó en picado tras los episodios violentos contra los chalecos amarillos. También nos encontraremos con la manifestación de algunos policías para denunciar sus condiciones laborales. Y la alarmante tasa de suicidios que existe entre sus filas, mucho más alta que la media francesa. ¿Víctimas o verdugos? ¿Héroes o chivos expiatorios? El misterio de sus condiciones laborales me llamó la atención. Así, un miércoles por la mañana de marzo de 2017 me decidí a hacerlo. Accedí a la web lapolicenationalerecrute.fr y me inscribí al examen de acceso de la zona oeste.

Siempre he oído a mi padre hablar de la «pasma», de los «maderos» o de los «pitufos» para nombrar a los policías. Desde que hizo el servicio militar, desprecia ese mundo de orden, autoridad y obediencia ciega.

Cuando le hablé de mi proyecto, no lo entendió. ¿Cómo podía ponerme la gorra de policía? Ya había sido difícil explicarle mi atracción por el riesgo que entraña la infiltración, una extraña necesidad de ponerme en la piel de otros para contar su experiencia. Pero esto era peor. ¡Imaginar que su hijo iba a convertirse en un poli! Le estaba pidiendo demasiado.

—¡Estás loco! —me dijo—. ¡Los militares y los policías no son más que una panda de alcohólicos y racistas!

Dejé que se enfadara mientras le miraba la cabeza. A pesar de las sesiones de quimio y del maldito cáncer que lo perseguía desde hacía cinco años, en ese momento de irritación me dio la sensación de que había recuperado algo de vitalidad. Sin embargo, seguía pareciendo muy frágil ahí sentado, frente a mí, en la mesa de madera de cerezo de la cocina.

—Y, en tu opinión, ¿cuál es la situación de los polis? ¿De qué condiciones laborales se quejan? Quiero saberlo.

No trataba de convencerlo, solo quería provocarlo.

Tiro la colilla por la ventanilla del coche. Me miro en el espejo retrovisor. ¿Doy el pego?

Para esta infiltración, apenas he cambiado mi aspecto. Solo me he obligado a una cosa, por pura superstición: a cambiar de gafas. He sustituido mis lentes redondeadas por una montura rectangular y negra. Me otorgan un aspecto algo más serio, más intelectual. Pero, sobre todo, hacen las veces de antifaz. También me he cortado el pelo muy corto, ahora tendrá un centímetro de largo. Parezco idiota, tengo la frente demasiado grande para llevar el pelo rapado. Echo de menos mis rizos castaño claro.

También he decidido no arreglarme un premolar que tenía roto. Me presentaré en la policía con un hueco visible en la dentadura, provocado por mis excesos con los dulces. Cualquiera a quien mi discurso le parezca sospechoso podrá comprobar que, obviamente, no puedo permitirme ir al dentista. Trato de preverlo todo, por exagerado que parezca. Solo son detalles, pero me inspiran seguridad y me ayudan a interpretar el personaje que he construido.

Seguiría divagando frente al volante encantado, pero me temo que ya he llegado a Saint-Malo. Conozco la ciudad. Trabajé aquí, en un anticuario, antes de convertirme en periodista. Es la zona turística por excelencia, conocida por sus murallas, su casco histórico, sus casas con entramados de madera y su pasado como ciudad de corsarios.

Dejo el coche en un parking gratuito que hay junto a la escuela. Llevo una maleta de ruedas con unas cuantas camisetas y vaqueros y, a la espalda, una chaqueta de cuero de tipo duro. Es la impresión que quiero causar. He dejado los cuadernos en casa. Durante los primeros días, escribiré en la aplicación de notas de mi móvil. Empiezo a ponerme nervioso y me enciendo el enésimo cigarrillo del día.

El enorme edificio de piedra se encuentra tras una gran muralla y unas imponentes rejas. Al otro lado, la circulación de coches está prohibida, salvo para los vehículos oficiales. En este hostil escenario, nublado y lluvioso, aparece, a través de un pequeño acceso que hay junto al puesto de control, otro aspirante a policía. Tiene el pelo mojado y lleva una bolsa grande en la mano. Pronto serán las ocho en punto.

—Casi llegas tarde —gruñe el policía de la recepción—. Por hoy lo dejaré pasar. ¿Tu apellido?

—Gendrot.

—Gendrot… —repite mientras recorre una lista con el dedo índice—. Aquí, ADS, promoción 115, sector 1.

Poli

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