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Un día ingresó un ciclista herido en el hospital donde trabajaba. La miró y le dijo: “¿Puede llamar a un médico de verdad?”.

Ella era Eugenia. La misma que durante la carrera de medicina tuvo que soportar que sus compañeros le pusieran pedazos de cadáveres escondidos en los bolsillos del guardapolvo o se ubicaran en dos filas en la puerta de la facultad, formando un pasillo que debía atravesar, mientras la empujaban, la golpeaban y le robaban el sombrero y el abrigo. La misma que tardó años en confesarle a su madre que había decidido estudiar medicina y no matemáticas. Tuvo que hacerlo cuando esta descubrió la verdad, el día en el que encontró en su casa los huesos humanos que usaba para estudiar.

Ella era Eugenia. Médica e investigadora, sería la responsable de introducir la vacuna contra la poliomielitis en la Argentina, el país que adoptó como propio cuando huyó de su Italia natal escapando de Mussolini, sus leyes raciales fascistas y la inminente guerra.

Ella era Eugenia Sacerdote de Lustig. Su historia es una historia de exilio, pasión y ciencia. Una historia de una científica a la que no conocemos demasiado, pero deberíamos.



UN SIGLO DE CIENCIA

Eugenia nació en 1910 en Italia, y apenas terminado el liceo ya estaba muy segura de cuál quería que fuera su profesión. El problema era que, a mediados de 1920, las mujeres no estudiaban medicina en Italia (ni en casi ningún país del mundo). Es más, ni siquiera podían aspirar a ingresar a la universidad: su formación en el liceo femenino no las preparaba en matemática, química o biología, sino en idiomas, historia y literatura. También en la confección de ajuares para futuros bebés.

Pero Eugenia no se daría por vencida sin dar pelea. Junto con su prima, Rita Levi-Montalcini (futuro premio Nobel de Medicina en 1986), estaban convencidas de que serían médicas. Debían preparar un plan. Lo primero: encontrar dos profesores. Uno que las capacitara en griego y latín; otro, para matemáticas. Con el resto de las materias podían arreglárselas solas. Sentadas frente a los libros, intentarían completar el estudio de ocho años en ocho meses. Eugenia aseguraría, décadas más tarde, que nunca había estudiado tanto en su vida.

CARRERA... DE OBSTÁCULOS

Quinientos varones y cuatro mujeres. Esa era la cantidad de estudiantes en la Facultad de Medicina de la Universidad de Turín, en 1929. Un año después, cuando Rita y Eugenia comenzaron a cursar, la situación no era muy diferente: ingresaron trescientos estudiantes, pero solamente siete eran mujeres.

Durante la carrera no recibieron el mejor trato, pero continuaron firmes en su empeño. A comienzos del cuarto año de medicina, Giuseppe Levi, profesor en la cátedra de Histología, seleccionó a quienes serían sus ayudantes de investigación. Levi era célebre por su reputación como científico, su oposición al fascismo y su pésimo carácter. Llegar a ser sus asistentes era un honor. Eugenia y Rita lo lograron junto con dos compañeros: Salvador Luria y Renato Dulbecco, ambos futuros premios Nobel de Medicina.

Rita y Eugenia se recibieron de médicas en 1936 con las más altas calificaciones. Tiempo después, las primas siguieron caminos separados: Rita comenzó su doctorado en neurocirugía y Eugenia se mudó a Roma con su marido, Maurizio Lustig. Allí empezó a ejercer su profesión en el hospital de la ciudad.

UN LARGO CAMINO A CASA

Un día de junio de 1938, Eugenia abrió el diario y se encontró con una noticia terrible: Mussolini había dictado las leyes raciales fascistas y los judíos ya no eran considerados ciudadanos italianos. Tampoco podían trabajar en instituciones públicas, y las empresas debían despedir a sus empleados judíos. Justo en esa época, Pirelli, la empresa para la que trabajaba Maurizio, estaba a punto de abrir una planta de fundición de cobre en la Argentina, y le ofrecieron el traslado. Unos meses después, junto con Eugenia y su pequeña hija Livia, se subieron a un barco y zarparon.

Luego del nacimiento de su segundo hijo, Eugenia quiso volver a trabajar, así que lo primero que hizo fue tratar de que le reconocieran su título de médica. No lo hicieron. Ni siquiera le reconocieron el título de escuela primaria. Terminó tocando la puerta de un edificio desvencijado en Pasteur y Cangallo. Ahí funcionaba la cátedra de Histología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Su carta de presentación fue explicar que había trabajado seis años con Giuseppe Levi en Italia y que sabía hacer cultivos celulares in vitro, una técnica que nadie más realizaba en todo el país.

El Dr. Paredes le dijo: “No tengo ningún cargo para darle. Pero si quiere venir al laboratorio, puedo ofrecerle una mesa y una silla”. Así, durante su estadía como asistente en la cátedra de Histología, Eugenia se dedicó a investigar, aunque sin un sueldo fijo. Existía un fondo de reposición para el material de vidrio dañado y ella podía cobrar lo que sobrara.

Durante los siguiente dos años tuvo mucho cuidado de que nadie en el laboratorio rompiera pipetas ni probetas.

CIENCIA Y POLÍTICA

El 15 de octubre de 1943, cuatro meses después del golpe militar conocido como la “Revolución del 43”, un grupo de ciento cincuenta personalidades políticas y culturales, encabezadas por Bernardo Houssay, firmaron la Declaración sobre democracia efectiva y solidaridad americana. Todas ellas fueron cesanteadas. Eugenia continuó trabajando en la Facultad de Medicina; no podía apoyar a Houssay porque corría el riesgo de ser deportada. Siguió investigando hasta que el Dr. Brachetto Brian la invitó a formar parte del Instituto de Medicina Experimental, hoy Instituto Ángel Roffo. Allí, Eugenia montó la sección Cultivo de Tejidos.

En 1950, aceptó un ofrecimiento del Dr. Armando Parodi y comenzó a trabajar por las tardes en el Instituto Malbrán. Por las mañanas, seguía yendo al Roffo. Afortunadamente para la organización familiar, su cuñada Adriana se encargaba del funcionamiento de la casa y del cuidado de les niñes que, a esa altura, ya eran tres: Livia, Leonardo y Mauro. Todo funcionó de maravillas durante unos meses hasta que, debido a tensiones políticas, en 1951, Parodi se marchó de un día para otro a Uruguay y Eugenia tuvo que hacerse cargo repentinamente del Departamento de Virología.

TIEMPO DE VACUNAS

Un día de enero de 1953, mientras estaba de vacaciones en Pinamar, Eugenia recibió un telegrama urgente del Ministerio de Salud Pública: había estallado una epidemia de poliomielitis en todo el país y, especialmente, en la provincia de Buenos Aires.

La epidemia avanzaba a pasos alarmantes. Ella era la encargada de hacer los diagnósticos y, como estaba en permanente contacto con el virus, su mayor temor era infectarse, que lo hiciera el personal, y llevarles la infección a sus familias. Por eso, antes de irse a sus casas a la noche, con su asistente juntaban todo el material que habían usado, lo ponían en el jardín del Instituto y lo prendían fuego. Después se cambiaban de pies a cabeza, hasta los zapatos. Tan grande era el miedo de infectar a su familia, que Eugenia decidió mandar a sus hijes a Montevideo unos meses, a la casa de un primo lejano. Ella viajaba a verlos cada sábado en avión, y volvía el domingo por la noche.

Cuando comenzaron a llegar las primeras noticias con resultados promisorios de la vacuna antipoliomielítica, que estaba desarrollando el virólogo Jonas Salk, Eugenia suspiró aliviada.

En 1954, viajó junto con investigadores de distintas partes del mundo a Estados Unidos y Canadá, gracias a una beca de la Organización Mundial de la Salud. Iban a estudiar los efectos de la vacuna que se estaba ensayando en animales. Allí, vio el efecto que esta tenía en monos: aquellos que eran inoculados y luego infectados con el virus no se enfermaban.

Poco después empezó a aplicarse en voluntaries, también con éxito.

CAMPAÑA DE VACUNACIÓN

Eugenia volvió convencida de la efectividad de la vacuna y de la importancia de aplicarla a la población. Llamó dos veces a Estados Unidos a su excompañero Renato Dulbecco, que ya era un especialista en virus, para que le comentara los nuevos avances: era un éxito.

En su viaje, Eugenia había aprendido a destruir el virus, así que insistió en preparar la vacuna y usarla, bajo su responsabilidad. Para demostrar que no era riesgosa, primero se vacunó ella. Luego, vacunó a sus hijes. Así, impulsó su importación y logró que el Ministerio de Salud la autorizara a aplicarla.

Cuando esta información llegó a los diarios, la gente empezó a acercarse al Instituto Malbrán. Al principio, la propia Eugenia se encargaba de la vacunación. Pero cuando empezó a venir más gente, le pidió al Ministerio que se hiciera cargo.

Gracias a la aplicación de la vacuna Salk primero, y de la Sabin después, la de 1956 fue la última gran epidemia de poliomielitis que sufrió la Argentina. Sin dudas, la decisión de Eugenia de impulsar la vacuna salvó la vida de miles de personas.

CIENTÍFICA POR SIEMPRE

Cuando Arturo Frondizi asumió como presidente de la Argentina en 1958, su hermano Risieri fue nombrado rector de la UBA, y decidió abrir nuevos concursos docentes y llamar a quienes habían sido echados. Así, Eugenia se convirtió en profesora universitaria, y logró que por fin le validaran el título.

Ese mismo año, Houssay regresó triunfante a la Facultad de Medicina y promovió la creación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (Conicet).

Eugenia se convirtió en investigadora en 1960. Lo seguiría siendo por cuarenta años más (hoy, su hija Livia también lo es). Años más tarde, a raíz de la Noche de los Bastones Largos, Eugenia renunció a su cargo de profesora junto con más de mil quinientos docentes de la Universidad.

INVESTIGAR HASTA EL FINAL

En 1970 murió Maurizio, su compañero de toda la vida. Pese a la tristeza de Eugenia, su pasión por la investigación siguió intacta. Cuando se enteró de la apertura de un nuevo concurso para el Departamento de Investigación Oncológica del Instituto Roffo, se presentó, ganó e incorporó a muches de quienes habían sido sus estudiantes en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales.

No sé por qué he formado muchas más mujeres que hombres”, reflexionaba. “Supongo que lo hice porque conocía los problemas de las mujeres que tienen chicos. Cuando mis alumnas tenían que ir a buscar a sus chicos a la guardería y no habían terminado de investigar, les decía: “Ustedes vayan a terminar lo que tienen que hacer que yo les cuido a los chicos”. Y se quedaban hasta que la madre terminaba el experimento”.

Continuó trabajando en el laboratorio hasta pasados sus 80 años, cuando comenzó a perder la vista y, finalmente, tuvo que dejar la investigación. Cuando le preguntaron qué le gustaría hacer, a sus 98 años, respondió: “Si tuviera vista, trabajaría”.

Eugenia Sacerdote murió a los 101 años de edad, dejándonos un legado de un siglo de ciencia para recordar, honrar y perpetuar.

CULTIVOS Y GALLINAS

Eugenia fue quien introdujo la técnica de cultivo celular en el país. Prácticamente todas las personas que hoy realizan cultivos celulares en la Argentina son sus “descendientes”. En aquel entonces, necesitaba suero para trabajar y no había quien se lo diera.

Pero Eugenia se las arreglaba: iba al mercado de Plaza Once todos los días a la mañana en subte, compraba una gallina grande y se la llevaba al laboratorio. Le daba una propina al muchacho que limpiaba, le pedía que la sostuviera y le estirara bien el ala mientras ella le sacaba sangre. Después, le regalaba la gallina.

Investigación y entrevistas: Valeria Edelsztein Agradecemos a Livia Lustig por compartirnos su historia y la de su madre, y también por el material que nos proporcionó para que pudiéramos reconstruirla con la mayor fidelidad posible.

Científicas de Acá

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