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Capítulo 5

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LAYLA se dejó caer en la cama de su habitación con un suspiro abatido. Había quedado como una tonta, casi suplicándole a Logan que la besara. Una profunda vergüenza la embargó al recordar lo ingenua que había sido al creer que él querría cambiar un poco las reglas que había impuesto a su relación. Pero es que aquel beso había sido tan… tan auténtico… tan apasionado…

Se levantó un poco la falda del vestido, movió los pies y dobló los dedos. Las cicatrices aserradas de color blanquecino en su pierna izquierda eran un recuerdo estremecedor del pasado, un pasado que querría poder olvidar y que aún le provocaba pesadillas.

«Nena»… Detestaba aquella palabra porque era el apelativo que había usado su padre con su madre, el mismo que había pronunciado momentos antes de que el coche se estrellara contra el árbol.

Se levantó de la cama y fue hasta el ventanal, que se asomaba a la playa. Se rodeó la cintura con los brazos, intentando apartar aquellas perturbadoras imágenes que acudían a su mente cada vez que pensaba en el «accidente».

No, no había sido un accidente. Su padre había pretendido matarlos a los tres… y casi lo había conseguido. Su madre y él habían muerto en el acto, pero a ella la había salvado una conductora que había pasado por allí, una enfermera fuera de servicio que había controlado el sangrado de su pierna hasta que había llegado la ambulancia. En el hospital le habían dicho que había tenido mucha suerte, pero ella no lo sentía así.

Se concentró en la playa para no pensar en eso. Las aguas de color turquesa parecían estar llamándola, pero no había vuelto a nadar después de las sesiones de rehabilitación que había tenido que hacer tras el «accidente». Y no se imaginaba poniéndose un bañador; no soportaría atraer las miradas de la gente, muchas de lástima, y las preguntas invasivas.

Y, sin embargo, dejándose llevar por un impulso que no sabría explicar, había escogido un bañador el día que había comprado el vestido para la boda. Era un bañador de una pieza sin tirantes en color esmeralda, con un fruncido en la parte superior. También había comprado un pareo a juego. El bañador seguía dentro de la maleta; no se había molestado siquiera en sacarlo. Sacarlo habría sido como admitir para sus adentros que ansiaba darse un chapuzón, sentir la fresca caricia del océano, flotar como una pluma en su abrazo, sentir la libertad de moverse con naturalidad, en vez de renqueando, como cuando caminaba.

Layla entornó los ojos cuando vio a Logan caminando hacia la orilla. Se había puesto un bañador negro que resaltaba su físico atlético. Las mujeres giraban la cabeza al verlo, pero él parecía ajeno a todas las miradas. Se adentró en el agua hasta llegar a la zona que le cubría, y empezó a alejarse nadando con fuertes brazadas.

Layla se apartó de la ventana con un suspiro. Estaba en la hermosa isla de Maui con un hombre con el que acababa de casarse y para el que ella no era más que el medio para conseguir un fin.

Logan estaba de pie en la arena, secándose después del chapuzón que se había dado. A pesar del ejercicio, seguía irritado consigo mismo. Había pensado en invitar a Layla a ir a nadar con él, pero había acabado desechando la idea. Aquello no era una luna de miel de verdad; no tenían por qué pasar cada minuto del día juntos… por más que a él le hubiera gustado.

Cuando regresó a la villa, se encontró a Layla sentada en una tumbona en el patio. Iba vestida con unos vaqueros, una camisa de algodón blanca que llevaba por fuera y manoletinas. Un sombrero de ala ancha la protegía del sol. Al oírlo llegar levantó la vista de la revista que estaba hojeando y se bajó un poco las gafas de sol para mirarlo.

–¿Qué tal estaba el agua?

–Mojada.

Layla volvió a subirse las gafas.

–Qué gracioso. Ja, ja.

Logan se sentó en la tumbona de al lado, flexionó las rodillas y se las rodeó con los brazos.

–¿Has traído bañador? –le preguntó.

–Sí, pero no quiero ir a nadar –contestó ella en un tono áspero, casi maleducado, mirando hacia el mar–, así que no vuelvas a preguntarme.

–Si te preocupa que pueda dolerte la pierna…

Layla giró la cabeza con tal brusquedad que estuvo a punto de caérsele el sombrero y tuvo que sujetarlo y recolocárselo con una mano.

–Mira, tú pusiste tus reglas, así que yo voy a poner las mías: no me gusta nadar. Y no me gusta llevar biquinis ni pantalones cortos, ni faldas por encima de la rodilla. Así que, si esperas que lleve esa clase de ropa, te has casado con la persona equivocada –le espetó, antes de volver de nuevo la vista al frente.

Logan bajó las piernas de la tumbona, girándose hacia ella, y apoyó los brazos en las rodillas, escrutando las tensas facciones de Layla. Tenía los labios apretados, la barbilla levantada y la mirada fija en la distancia, aunque estaba seguro de que no estaba mirando nada.

–Layla, mírame –le dijo con suavidad.

Los dedos de ella se pusieron a juguetear con una hebra que sobresalía de la pernera de sus vaqueros.

–Ya sé lo que vas a decir, así que no te molestes.

–Muy bien, pues dime qué es lo que crees que voy a decir.

–Vas a decirme que es ridículo que me sienta cohibida por lo de la pierna, que debería llevar una vida normal y no preocuparme de lo que la gente pueda decir, o de que se me queden mirando y me hagan preguntas groseras. Pero tú eres tú y yo soy yo.

Logan se inclinó hacia delante para agarrarle la mano y la plantó en su rodilla, entrelazando sus dedos con los de ella.

–No tiene nada de ridículo que te sientas cohibida. Es desagradable tener algún defecto o una tara física que atraiga las miradas de la gente. Pero me preocupa que no estés disfrutando de la vida por lo que puedan pensar o decir los demás.

Layla intentó apartar su mano, pero él se lo impidió, apretando sus dedos contra los de ella. El calor de la palma de Layla contra su rodilla le hizo preguntarse cómo sería sentirlo en otras partes de su cuerpo. Algo en su entrepierna se animó, y sintió que una ola de calor lo recorría. Estaba perdiendo el control.

Antes de que pudiera contenerse, se llevó la mano de Layla a la boca y le besó los nudillos. Ella se estremeció como una hoja, se humedeció los labios y tragó saliva. Le quitó las gafas para poder mirarla a los ojos.

–No tienes que sentirte cohibida conmigo. Además, si esperamos convencer a Robbie y a otras personas de que este matrimonio es de verdad, tendrá que parecer que nos sentimos cómodos el uno con el otro. Aunque tengamos que fingir.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos y parpadeó. Bajó la vista a sus labios y aspiró temblorosa por la boca.

–¿A qué te refieres?

Logan le giró la muñeca y se puso a acariciarle la palma con el pulgar.

–Pues a que habrá ocasiones en que tendremos que darnos muestras de afecto: tomarnos de la mano o besarnos en la mejilla o en los labios para aparentar. Si no lo hiciéramos resultaría raro.

–Está bien –murmuró ella, casi es un susurro–. Pero hace unas horas parecías bastante decidido a que no volviéramos a besarnos.

–No a menos que sea absolutamente necesario.

Layla enarcó las cejas en un gesto sarcástico.

–¿Y quién decide cuándo es necesario?

–Yo –contestó él, soltándole la mano y poniéndose de pie.

No iba a disculparse por ser tan rígido a ese respecto. Quería unos límites bien definidos; quería mantener el control en todo momento. Necesitaba mantener su deseo a raya.

Layla se sujetó el sombrero con la mano y echó la cabeza hacia atrás para mirarlo.

–¿Y eso te parece justo?

–Probablemente no lo sea, pero es lo que hay –contestó él. Recogió su toalla y se la colgó sobre los hombros–. Voy a darme una ducha. He reservado mesa en un restaurante para cenar, a las ocho. No está muy lejos de aquí así que podemos ir andando, pero si lo prefieres puedo pedir un taxi.

–No será necesario –replicó ella, herida en su orgullo, con chispas en los ojos.

Layla alisó con la mano una arruga del elegante mono negro con tirantes finos y pernera ancha que había escogido para la cena. Era una lástima que no pudiera llevar zapatos de tacón, pero los que se había puesto de tacón de chupete tampoco estaban tan mal y con ellos iría más cómoda. Era la máxima que había regido su vida desde el «accidente», y no estaba dispuesta a cambiar. Claro que tampoco es que pudiera cambiarlo. Se había pasado meses ingresada en el hospital, y luego otros cuantos en una clínica, haciendo rehabilitación. Habían sido unos meses largos, desesperantes y solitarios intentando hacerse a sus nuevas circunstancias, acostumbrándose a un sentimiento que la había acompañado desde entonces: la sensación de culpa del superviviente.

Sí, se sentía culpable por fingir que lamentaba la muerte de sus padres, cuando en realidad lo que había sentido había sido alivio. De hecho, había sido más fuerte el alivio al saber que no iba a perder la pierna que el dolor por la pérdida de sus padres. ¿Qué decía eso de ella? Las cicatrices de la pierna le recordaban cada día esas emociones encontradas, y lo cierto era que, cada vez que lo pensaba, no podía evitar sentirse aliviada por haberse liberado de la caótica vida que había llevado junto a sus padres, aunque su padre había sido el principal responsable.

Una vida impredecible y demencial en la que sus padres, en vez de preocuparse por llevar comida a la mesa, solo se preocupaban de su dosis diaria de alcohol y drogas. Una vida en la que la tónica habitual eran los golpes, los gritos, los insultos y los platos haciéndose añicos contra una pared o contra el suelo. Una vida en la que nunca había paz, ni siquiera cuando reinaba el silencio, porque el silencio solo indicaba que se estaba preparando una tormenta que podría desatarse en cualquier momento. Sin avisar. Sin que nada hubiera pasado. Era algo que sencillamente ocurría, y a ella no le quedaba otra que ponerse a cubierto, si podía, o, si no, ponerse a rezar como una loca.

Layla suspiró y se hizo un recogido informal, echando una persiana sobre esos pensamientos del pasado. Se negaba a ser una víctima; era fuerte y se sentía tremendamente orgullosa de todo lo que había conseguido en su vida.

Alcanzó el neceser donde tenía los cosméticos, se retocó un poco el maquillaje y se echó perfume detrás de las orejas y en las muñecas. Luego se miró en el espejo, girando a un lado y a otro, y decidió que, aunque su aspecto no fuera perfecto, al menos era pasable.

Cuando Layla entró en el salón, Logan, que acababa de terminar una llamada para solucionar un problema relativo a un proyecto en la Toscana, colgó y se guardó el móvil. El mono que llevaba dejaba entrever las curvas de su esbelta figura, esas curvas que se moría por acariciar, por explorar. El maquillaje, por otra parte, realzaba la elegancia de sus facciones y hacía destacar sus bellos ojos. Y el recogido dejaba al descubierto su cuello de cisne y sus hombros.

Se imaginó dejando un reguero de pequeños besos por su piel, bajando por su cuello hasta llegar al escote. Se imaginó soltando su cabello, deslizando sus dedos entre los mechones castaños… ¡Cómo le gustaría borrar el brillo de labios de su boca con un beso apasionado! En su mente permanecía el vívido recuerdo de lo blandos y lo suaves que eran esos labios, del ardor con que había respondido cuando la había besado…

¡Por amor de Dios…! Tenía que ejercitar su autocontrol. ¡Vaya si tenía que hacerlo…! Si estaba fantaseando con ella de esa manera cuando se acababan de casar, ¿cómo iba a poder resistir un año entero?

–Estás preciosa –murmuró.

Las mejillas de Layla se tiñeron de rubor y bajó la vista.

–Gracias.

Salieron de la casa y echaron a andar hacia el restaurante, que estaba a un corto paseo de allí. El aire de la noche estaba impregnado con el sabor salado del océano y la luna, que estaba en cuarto creciente, brillaba en el cielo. Layla caminaba a su lado en silencio, cojeando. Los zapatos que llevaba no tenían mucho tacón, pero era evidente que no le aportaban la estabilidad que necesitaba, y cuando la vio tambalearse ligeramente, la tomó de la mano.

–Cuidado –le dijo–, este terreno es un poco traicionero.

Layla le dirigió una breve sonrisa y volvió a mirar hacia delante. Aunque hicieron el resto del trayecto en silencio, Logan no podía ignorar el cosquilleo que sentía en la mano, entrelazada con la de ella, ni el aroma de su perfume.

Cuando llegaron al restaurante, un camarero los condujo a una mesa junto al ventanal, desde el que se divisaba la bahía, tomó nota de lo que querían para beber y les dejó la carta. Logan apenas le echó un vistazo rápido a la suya; no podía apartar los ojos de Layla. Tal vez porque nunca había pasado tanto tiempo seguido con ella.

Pasar tiempo con ella le había abierto una puerta a un mundo nuevo. Sentía una conexión emocional con ella que jamás había experimentado, la clase de conexión que había evitado incluso con su prometida. De hecho, el estar conociendo a Layla a ese nivel más profundo estaba haciendo que se diese cuenta de qué había faltado en su relación con Susannah.

Le costaba hacerse a la idea de que Layla y él estaban casados. No parecía real, pero lo era: tenía el certificado de matrimonio que lo probaba.

Layla levantó la vista de su carta y frunció el ceño.

–¿Ocurre algo?

Logan alteró su expresión para convertirla en una máscara impasible.

–No. ¿Por qué?

Layla cerró su carta.

–Porque no haces más que mirarme y fruncir el ceño.

Logan esbozó una media sonrisa.

–Perdona, es que estaba pensando.

–¿Sobre qué?

–Sobre nosotros.

Hasta decir la palabra «nosotros» le provocaba una extraña ansiedad.

Layla bajó la vista a la vela encendida en el centro de la mesa.

–Es raro, ¿verdad? Lo de estar casados, quiero decir –volvió a alzar la vista hacia él–. Pero al menos hemos salvado Bellbrae, que es lo que importa.

–No es lo único que importa –dijo él–. También es importante que nuestro trato no te cause demasiadas inconveniencias. Sé que un año es mucho tiempo, pero en cuanto obtengamos el divorcio podrás volver a tu vida.

El camarero llegó en ese momento con sus bebidas, y mientras anotaba lo que iban a tomar Logan intentó no pensar en cómo sería la vida de Layla después de que pusiesen fin a su matrimonio. Sería extraño verla casarse algún día con otra persona, y quizá incluso formar una familia. De hecho, si eso ocurriera, abandonaría Bellbrae y tal vez no volvería a verla. No podía imaginarse Bellbrae sin ella. Se le antojaría vacío, desolado y gris.

Cuando el camarero se hubo marchado, Layla tomó su copa y agitó suavemente el vino con movimientos circulares.

–Mi vida es mi negocio; es lo único que tengo. Quiero convertirme en una empresaria de éxito para poder ser autosuficiente.

–¿Y no te gustaría formar también una familia algún día? –inquirió él.

¿Por qué le estaba preguntando eso cuando no quería saberlo?

Layla, que había bajado la vista, encogió un hombro y frunció el ceño.

–No lo sé. A veces creo que sería maravilloso, pero otras me preocupa acabar como mi madre –contestó, lanzándole una mirada furtiva–. Se casó con el hombre equivocado, y no solo arruinó su vida, sino que además la truncó.

Logan intuía que había más en el pasado de Layla de lo que ella le había contado. Prueba de ello era lo reacia que se mostraba siempre a hablar de su infancia. Sabía que había sufrido un accidente de coche con sus padres en el que ellos habían muerto y ella había resultado herida de gravedad, pero tenía la sensación de que su vida antes de aquella terrible tragedia tampoco había sido fácil.

–¿Quieres contarme lo que ocurrió?

Layla tomó un sorbo de vino y volvió a dejar la copa en la mesa. Sus facciones dejaban entrever un intenso conflicto de emociones, como si estuviese intentando decidir si debería confiar en él o no. Pero al cabo de un rato comenzó a hablar con voz firme.

–Mi madre hizo una serie de elecciones que tal vez no habría hecho si hubiese contado con algún apoyo. Se crio en un barrio marginal y acabó yendo cuesta abajo y viéndose envuelta en una espiral de delitos menores en un intento por salir de la pobreza. Si hubiera conseguido un empleo habría podido salir de ese círculo vicioso, estoy segura. Ser independiente le habría dado algo de autoestima.

–¿Por eso tienes tanto empeño en contratar a personas de entornos desfavorecidos? –le preguntó Logan.

–Desde luego. A veces solo necesitan que alguien crea en ellos –respondió ella–, que les den una oportunidad para luchar. Mi madre no tuvo a nadie en su vida que creyera en su potencial.

–¿Y cómo era tu padre?

Layla apretó los labios, y sus ojos relampaguearon de ira.

–Era un bruto, y un abusón, pero encandiló a mi madre prometiéndole una vida mejor. Le dijo las cosas bonitas que quería oír, pero resultaron ser solo palabras vacías. Se creía que la quería solo porque la llamaba «nena». Y cuando empezó a mostrarse tal como era ya no tenía la fuerza ni el amor propio suficientes para hacerle frente. Lo peor era que mi madre bebía y se drogaba para evadirse, y eso hacía que se volviera como él.

Logan alargó el brazo para tomar su mano y se la apretó suavemente. Se quedaron callados un momento y Layla le preguntó:

–¿Y tu madre? ¿Cómo era?

Logan no se había esperado esa pregunta. Estaba tan acostumbrado a no pensar en su madre… Pensar en ella le recordaba la angustia que les había provocado a su hermano y a él descubrir que no iba a volver. No alcanzaban a entender que no quisiera volver a verlos, o hablar siquiera con ellos por teléfono. Había sido algo tan brutal que casi había destruido a su padre, y que había cambiado para siempre su vida y la de Robbie.

–Era encantadora –respondió, en un tono desprovisto de emoción–. Si mi padre no hubiese quemado todas sus fotos podría enseñarte una para que vieras lo guapa que era.

–Tía Elsie me dijo que era preciosa –comentó Layla–, y que tu padre se había enamorado perdidamente de ella desde el momento en que la conoció.

–Sí, lo tenía cautivado. Tuvieron un noviazgo muy breve, y yo nací unos pocos meses después de que se casaran –le explicó él–. Dudo que su matrimonio fuera nunca un matrimonio feliz, pero cuando nació Robbie, cuatro años después que yo, las cosas empezaron a desmoronarse de verdad –tomó su copa–. Un día, al llegar a casa del colegio, descubrí que se había ido –tomó un trago y volvió a dejar la copa en la mesa con un golpe seco–. Por la mañana al levantarnos teníamos una madre, y de repente esa tarde ya no la teníamos. Ni un adiós, ni una nota, ni siquiera una llamada de teléfono. Se había ido a vivir a América con su amante. No he vuelto a verla ni a saber nada de ella desde entonces.

Layla frunció el ceño con preocupación.

–Debió ser durísimo para vosotros. Además, erais muy pequeños, ¿no? ¿Qué edad teníais?

–Yo siete años y Robbie cuatro –contestó Logan, en el mismo tono apagado–. No comprendíamos por qué se había ido. Pensábamos que debíamos haber hecho algo malo para que nos abandonara. Me llevó años darme cuenta de que no tenía nada que ver con nosotros. Era por ella; no tenía la menor capacidad para establecer vínculos afectivos con otras personas. He oído que se ha casado tres o cuatro veces desde entonces –se quedó callado un momento antes de añadir–: Para Robbie fue aún más duro. Solo tenía cuatro años y la echaba muchísimo de menos. Se pasó semanas llorando; meses, en realidad. Yo hice lo que pude para compensar ese cariño que le faltaba, pero no fue suficiente. Necesitaba a su madre, y nadie podría haber llenado el vacío que había dejado al abandonarnos. Ni siquiera nuestro padre, al que también le costó mucho superarlo.

Layla volvió a fruncir el ceño.

–No puedes culparte por los problemas de Robbie. Tú también lo pasaste mal, pero no te has descarriado como él.

Logan apretó la mandíbula.

–Pues claro que me culpo. Fui demasiado indulgente con él, y más aún después de que nuestro padre muriera. Entonces Robbie había cumplido los catorce, estaba con las hormonas revueltas y se había vuelto un inconsciente. En parte era por la pubertad, pero también era su manera de dar salida al dolor que reprimía. Como mi abuelo era demasiado controlador, yo intentaba equilibrar la balanza, pero fui muy blando con él –gruñó de frustración y añadió–: Está claro que no estoy hecho para ser padre; no con todos los errores que cometí con mi hermano.

Layla se inclinó hacia adelante en su asiento, mirándolo preocupada.

–Logan, la culpa no es tuya. A mí me parece que has sido un hermano maravilloso. Y serías un padre estupendo. Robbie ha tomado malas decisiones, pero tú no has hecho otra cosa más que apoyarle y tratar de ponerlo en el buen camino. Y te admiro por ello.

Logan esbozó una sonrisa amarga.

–Espero que sigas admirándome después de vivir un año conmigo.

Una sombra cruzó por las facciones de Layla, que se apresuró a apartar la mirada.

–Lo mismo digo –murmuró–. Espero que cuando el año termine sigamos siendo amigos.

Logan levantó su copa para brindar.

–Por que sigamos siendo amigos.

E-Pack Bianca abril 2 2020

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