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Capítulo 3

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ESA TARDE Layla dio de comer a Flossie y la llevó a dar un paseo. Cuando regresaron, el animal empezó a roncar tan pronto como se echó en su cesta de mimbre, frente a la chimenea del estudio.

La entristecía ver su declive. Angus la había llevado a Bellbrae cuando solo era un cachorrito juguetón, al poco de que ella se fuera a vivir allí con su tía. Sospechaba que había comprado a la perrita para ayudarla a adaptarse mejor, y una vez, en una conversación con Angus, había deslizado esa suposición, pero él se había apresurado a negarlo con ese tono brusco que lo caracterizaba.

Layla había pasado muchos ratos felices jugando con Flossie, cepillando su sedoso pelo y dando paseos con ella por la propiedad. Al llegar el castillo le había parecido enorme y aterrador, pero con la compañía del alegre cachorrito había acabado convirtiéndose en un verdadero hogar. Un hogar que no podía imaginar que pudiera llegar a perder. Sus recuerdos más felices, los únicos recuerdos felices que tenía, estaban unidos a aquel lugar.

Estaba terminando de preparar la cena cuando Logan entró en la cocina. Le lanzó una breve mirada por encima del hombro y siguió removiendo el estofado que tenía en el fuego.

–La cena estará lista enseguida.

–¿Y tu tía? –le preguntó Logan.

Layla se volvió.

–Le he dicho que se tomara la noche libre –le explicó. Se quedó callada un momento antes de añadir–. Sabía lo del testamento. Tu abuelo se lo contó.

Logan frunció el ceño.

–¡Vaya, qué considerado! –murmuró él con sarcasmo–. Se lo contó a alguien del servicio, pero no a mí.

Layla apretó los labios.

–Tía Elsie es algo más que una simple ama de llaves –le espetó irritada mientras deshacía el nudo del delantal–. Ha estado al lado de tu familia en los momentos buenos y malos durante treinta años –le recordó, arrojando el delantal sobre una silla–: cuando tu madre os abandonó, cuando tu padre murió, y la primera vez que Robbie se descarrió. Y también cuando tu abuela murió y tú estabas en la universidad. Ha trabajado como una mula todos estos años; no te atrevas a referirte a ella como «alguien del servicio» –lo increpó. Su pecho subía y bajaba, como si hubiese subido corriendo una de las torres del castillo.

Logan cerró los ojos un momento y suspiró.

–Parece que últimamente cada vez que abro la boca meto la pata –murmuró torciendo el gesto, disgustado consigo mismo–. No pretendía ofender a tu tía, pero es que me fastidia que mi abuelo me tuviera preparada esta jugarreta. Odio las sorpresas, y esto era lo último que me esperaba de él.

Desde luego había sorpresas… y sorpresas, y Layla sabía que por desgracia la vida de Logan había estado jalonada de malos tragos y tragedias, como que su madre los abandonara a su hermano y a él cuando solo eran niños, para irse a vivir al extranjero con su amante, como la repentina muerte de su padre por cáncer de páncreas, o el suicidio de su prometida.

–Espero que no te importe que le haya contado a tía Elsie que me has pedido que me case contigo.

Logan se quedó mirándola.

–Claro que no. ¿Y qué te ha dicho?

–Que sería una locura que no aceptara.

–¿Y vas a aceptar?

–Para que te quede claro: no quiero casarme contigo –puntualizó ella, levantando la barbilla–, pero tampoco quiero que pierdas Bellbrae, así que sí, voy a aceptar tu propuesta. Considéralo como una obra de caridad.

Si se había sentido aliviado al oír su respuesta, desde luego Logan no se lo dejó entrever. Por la mirada inexpresiva que le dirigió, bien podrían haber estado hablando del tiempo.

–Agradezco tu sinceridad. Ninguno de los dos queremos esto, pero sí, los dos queremos salvar Bellbrae.

Layla mantuvo la barbilla bien alta y le sostuvo la mirada.

–Tía Elsie también me dijo que duda que siga siendo un matrimonio solo sobre el papel por mucho tiempo.

Él esbozó una media sonrisa que hizo que a Layla el estómago le diese un vuelco. Hacía años que no lo veía sonreír.

Logan se acercó a ella.

–¿Y por qué piensa eso? –inquirió con voz ronca.

Layla apartó la vista. Las mejillas le ardían.

–¿Quién sabe? –contestó encogiendo un hombro–. A lo mejor cree que el deseo se apoderará de ti y no podrás resistirte a mis encantos.

Se hizo un silencio tenso, un silencio cargado de una energía inusual que parecía vibrar en cada partícula de oxígeno. Una energía que hizo que un cosquilleo recorriera a Layla. Le lanzó una mirada furtiva a Logan y lo encontró mirándola pensativo.

Logan pareció salir entonces de su ensimismamiento y se pasó una mano por el pelo.

–Pensaba que me conocías lo suficiente como para saber que soy un hombre de palabra. Si te digo que no consumaremos nuestro matrimonio, puedes contar con ello.

¿Por qué?, ¿tan poco deseable le parecía? ¿Le resultaba tan repulsiva como al primer y único novio que había tenido a los dieciséis años? ¿Tan distinta la veía de las supermodelos con las que tenía romances pasajeros?

–Ahora mismo no sé si debería sentirme reconfortada o insultada –respondió.

Las palabras habían escapado de sus labios antes de que su cerebro pudiera reprimir a su orgullo herido.

Logan bajó la vista a sus labios, y cuando sus ojos se encontraron de nuevo el corazón de Layla palpitó nervioso. Le costó un horror no mirar ella también su boca, pero no pudo evitar preguntarse si sus besos serían tiernos o ardientes. Peor aún: de pronto su mente conjuró imágenes de ambos haciendo el amor, en una amalgama de brazos y piernas, besándose con pasión. Una pasión que solo podía imaginar, puesto que era algo que no había experimentado.

–Tener una relación normal solo complicaría las cosas –murmuró él con esa misma voz rasgada–. No sería justo para ti.

Layla le dio la espalda y sus ojos se posaron en el estofado, que seguía hirviendo a fuego lento. Ella también estaba hirviendo por dentro, estaba derritiéndose por unas sensaciones y un ansia que no sabía cómo controlar. ¿Podría ser que la proposición de Logan las hubiera desatado?, ¿que de pronto fuera consciente de unas necesidades físicas que hasta entonces había ignorado y negado?

Tomó la cuchara de madera y removió un poco el estofado.

–¿Seguirás teniendo ligues de una noche mientras estemos casados?

–No. Eso tampoco sería justo por mi parte. Y espero que tú tampoco lo hagas.

Layla dejó la cuchara a un lado y tapó la cazuela malhumorada.

–Por eso no tienes que preocuparte; nunca he tenido un ligue de una noche.

¿Por qué diablos le había dicho eso? Se hizo otro silencio incómodo. Logan se acercó a ella, y Layla sintió que todo su cuerpo se ponía en alerta teniéndolo tan cerca.

–Pero sí has estado con otros hombres, ¿no?

Layla, que notó como se le subían los colores a la cara, rogó por que Logan se lo achacara al calor de la cazuela.

–No tantos como puedas estar pensando –mintió ella. De ningún modo iba a reconocer ante él que a sus veintiséis años aún era virgen. Apagó el fuego y fue por un par de platos–. No he sacado nada para beber. ¿Quieres ir por una botella? Como estamos los dos solos, cenaremos en el comedor pequeño.

–Claro; traeré algo de la bodega.

«Los dos solos»… Sonaba muy íntimo, pero no era cierto. Si no fuera por las condiciones que su abuelo le había impuesto en el testamento, no le habría pedido que se casara con él. Tenía que recordarlo; aquello era solo un acuerdo de «negocios», nada personal, nada que fuese a durar. Nada.

Logan se demoró más de lo necesario escogiendo un vino de la bodega. Se estaba acordando de la botella de champán añejo que había escogido para celebrar su compromiso con Susannah y lo ilusionado que se había sentido. Sin embargo, había sido un espejismo. Había creído que amaba a Susannah, y que ella lo amaba a él. Entonces él tenía la edad de Layla, veintiséis años. Susannah dos menos, además de un montón de problemas que él había ignorado hasta que había sido demasiado tarde.

Perder a su padre tras una batalla arrolladoramente breve contra el cáncer era lo que lo había empujado a sentar la cabeza. Echando la vista atrás, ahora se daba cuenta de que no había estado preparado para dar aquel paso, y de cuántas señales se le habían pasado por alto con respecto a Susannah.

Nunca habría podido imaginar que Susannah se quitaría la vida apenas un año después, pero… ¿cómo podía haber estado tan ciego, no haber sabido nada de los demonios a los que se enfrentaba a diario?

¿Qué decía eso de él? Que no estaba preparado para tener una relación. O al menos, no esa clase de relación. Prometer a alguien amor incondicional, comprometerse a largo plazo eran cosas que se veía incapaz de hacer; que jamás podría hacer.

Finalmente se decidió por una botella de champán de la nevera que había junto al botellero. Aunque su matrimonio con Layla no fuera a ser un matrimonio en el sentido estricto de la palabra, sí deberían celebrar su esfuerzo conjunto para salvar Bellbrae.

Layla prefirió llevar los platos al comedor en el carrito de servicio en vez de arriesgarse a llevarlos en las manos. Por los injertos musculares que habían tenido que hacerle en la pierna después del accidente, al final del día solía notarla más débil y dolorida, y lo último que quería era volver a perder el equilibrio y necesitar de nuevo la ayuda de Logan. Bastante nerviosa estaba ya ante la idea de cenar a solas con él…

A su llegada a Bellbrae, años atrás, su tía Elsie, que estaba chapada a la antigua, siempre la había hecho comer y cenar en la cocina con ella, pero desde la muerte de la abuela de Logan las reglas se habían relajado porque a su abuelo no le gustaba almorzar y cenar solo. Sin embargo, nunca había cenado a solas con Logan.

De todas las estancias del castillo, el comedor pequeño era una de las favoritas de Layla. Las ventanas se asomaban al lago que había en la propiedad con las montañas como telón de fondo. Las cortinas estaban descorridas, y se veía el reflejo plateado de la luna en las oscuras aguas.

En ese momento Logan regresó de la bodega. Llevaba en la mano una botella de champán, y un par de copas altas en la otra.

–Creo recordar que te gustaba el champán, pero si prefieres vino…

–No, me encanta el champán –replicó ella–. ¿Pero no sería una pena desperdiciarlo en una cena de diario?

Logan dejó las copas en la mesa y se puso a quitarle el precinto de aluminio y el alambre al corcho.

–No es una cena de diario; vamos a celebrar que vamos a salvar Bellbrae –le dijo, antes de proceder a descorchar la botella y servir el champán. Luego, le tendió una de las copas y levantó la suya para hacer un brindis–: Por Bellbrae.

Los dos bebieron y Logan dejó su copa en la mesa para buscar algo en el bolsillo del pantalón.

–Tengo algo para ti –le dijo.

Sacó una cajita de terciopelo verde y se la tendió. Layla sabía qué había dentro. Había ayudado a su tía Elsie a guardar las cosas de la abuela de Logan, Margaret McLaughlin, cuando había muerto por las complicaciones derivadas de una intervención quirúrgica. Las hermosas joyas de la anciana habían fascinado a Layla de tal modo que en su adolescencia se había colado en la habitación más de una vez para admirarlas. Conocía la combinación de la caja fuerte donde se guardaban, y había llegado incluso a probarse algunas de las joyas y a mirarse en el espejo, fingiendo que era una princesa a punto de casarse con el príncipe azul de sus sueños.

Layla dejó su copa en la mesa, abrió la tapa de la caja y se quedó mirando el hermoso anillo de estilo art déco con docenas de pequeños diamantes. Alzó la vista hacia Logan.

–¿Seguro que quieres que lo lleve…? Era de tu abuela y… Bueno, como no va a ser un matrimonio de verdad…

–Mi abuela habría querido que lo tuvieras. Sentía un gran afecto por ti. Pruébatelo, a ver si te queda bien. Si no puedo hacer que lo ajusten.

Layla ya sabía que le quedaba bien, pero no se atrevió a revelar su secreto inconfesable. Sacó el anillo de la caja, algo decepcionada de que no fuera a ser Logan quien se lo pusiera en el dedo, como habría hecho un hombre enamorado con su prometida.

Pero entonces, como si le hubiera leído el pensamiento, Logan extendió la mano para que le diera el anillo.

–Deja que lo haga yo; me parece que es a mí a quien le corresponde hacerlo –le dijo en un tono extraño, como movido por una emoción que ella no sabría definir.

Layla le dio el anillo y contuvo el aliento cuando Logan tomó su mano. El solo contacto hizo que un cosquilleo eléctrico recorriera su piel. Logan sonrió cuando el anillo se deslizó sobre sus nudillos sin problemas.

–Es como si lo hubieran hecho a medida para ti.

Su sonrisa la tenía tan cautivada que Layla ni bajó la vista al anillo. Hacía años que no lo veía sonreír de verdad. Cuando sonreía parecía más joven, menos estresado, más accesible. Aún estaba sosteniéndole la mano, con tanta delicadeza como si estuviera sosteniendo un gatito.

De pronto fue como si un cuchillo invisible hubiera rasgado el velo del tiempo. Se produjo una quietud, un silencio tenso, como si fuera a ocurrir algo. Layla no podía despegar la mirada de los labios de Logan, no podía dejar de pensar en cómo sería sentir su boca contra la suya, y se encontró humedeciéndose los labios con la lengua.

–No… no sé qué decir… –murmuró.

–Pues no digas nada –contestó él, con los ojos fijos en los de ella, mientras le pasaba la mano libre por la nuca.

Layla se olvidó hasta de respirar. Observó embelesada como Logan inclinaba la cabeza lentamente, y aspiró el olor mentolado de su cálido aliento. Era como si llevara toda su vida esperando aquel momento, como si hasta entonces no se hubiera sentido viva de verdad.

«Bésame. Bésame. Bésame…», repitió para sus adentros como una letanía, al son de los fuertes latidos de su corazón. Pero de repente Logan se apartó de ella y dio un paso atrás, pasándose las manos por las perneras del pantalón, como si se hubiera contaminado al tocarla.

–Perdóname; no pretendía… –dijo en un tono abrupto.

El chasco que Layla se había llevado era tal que no podía articular palabra. No se atrevía ni a mirarlo a la cara por temor a ver una expresión de repugnancia en sus facciones. El eco de las crueles burlas del novio que había tenido en su adolescencia resonó en su mente: «Eres fea, eres una tullida. ¿Quién iba a desear a alguien como tú?».

Bajó la vista a su mano izquierda, donde brillaba el anillo de diamantes, y el estómago le dio un vuelco. Aquel anillo tan hermoso no era para una chica como ella, a la que los hombres no querían ni besar.

–No pasa nada –dijo finalmente, obligándose a mirarlo a los ojos–. Lo entiendo.

Logan inspiró y se pasó una mano por el pelo con tal brusquedad que se le quedaron los surcos de los dedos.

–No, me parece que no lo entiendes.

Layla le dio la espalda para pasar los platos del carrito a la mesa.

–Pues claro que lo entiendo –replicó, volviéndose hacia él–. Esto no se parece en nada a cuando te comprometiste con Susannah. A ella la amabas –exhaló un suspiro–, y aún la amas. Por eso te sientes tan incómodo con esta situación, porque te parece que es como si estuvieras traicionando su recuerdo.

Logan apretó la mandíbula.

–No quiero hablar sobre Susannah. Ni contigo ni con nadie –le dijo.

Sus ojos eran como ventanas cerradas con las cortinas echadas y las persianas bajadas.

Layla se sentó a la mesa y se puso la servilleta en el regazo.

–Sé que aún no lo has superado –murmuró–. Siento muchísimo lo que pasó. Fue tan triste… sobre todo porque vino a sumarse a tantas otras pérdidas como habías sufrido ya, pero creo que tu abuelo hacía lo correcto al animarte para que rehicieras tu vida.

–Ah, o sea que te parece bien lo que hizo con el testamento, ¿no? –le espetó él en un tono corrosivo como el ácido.

Layla apretó los labios, luchando por controlar sus cambiantes emociones. De pronto se sentía furiosa con él y al instante siguiente la entristecía que no fuera capaz de dejar atrás el pasado.

–Por favor, siéntate y cenemos. Me está entrando dolor de cuello de tener que levantar la cabeza para mirarte.

Logan claudicó, y cuando se sentó sus rodillas chocaron contra las de ella bajo la mesa. Layla se echó un poco hacia atrás, intentando ignorar la ola de calor que le había subido por las piernas. ¿Por qué tenía que tener ese efecto en ella?

Empezaron a comer en medio de un silencio tenso, roto solo por el ruido de los cubiertos. En un momento dado sus ojos se posaron en el anillo en su dedo y un pensamiento la asaltó. ¿Por qué, cuando se habían comprometido, Logan no le había dado a Susannah el anillo de su abuela? Recordaba perfectamente el anillo de compromiso que le había regalado: un anillo muy moderno y llamativo.

–Logan…

Él levantó la vista del plato.

–¿Qué?

Su tono áspero no la invitaba demasiado a continuar, ni tampoco el ceño fruncido, pero Layla jugueteó con el anillo y le preguntó de todos modos.

–¿Por qué no le diste a Susannah este anillo cuando le pediste que se casara contigo?

Una sombra cruzó fugazmente por los ojos de Logan.

–No le gustaban las joyas antiguas –dijo. Dejó los cubiertos en el plato y movió su copa apenas un milímetro–. No me lo tomé a mal; le compré encantado el anillo que quería –volvió a tomar sus cubiertos y ensartó con saña un trozo de nabo con el tenedor.

Layla se quedó callada un momento.

–¿Cómo lo lleva su familia? –le preguntó–. ¿Sigues en contacto con ellos?

Las facciones de Logan se ensombrecieron.

–Las primeras semanas los llamaba o pasaba a verlos, pero he dejado de hacerlo. Les recordaba lo ocurrido y solo servía para hacerles sentir mal –dijo con el ceño fruncido. Dejó de nuevo los cubiertos en el plato y apoyó los brazos en la mesa.

Layla le puso la mano en el antebrazo y se lo apretó suavemente.

–No puedo ni imaginarme lo horrible que debió ser para ti llegar a casa y encontrarla…

Logan apartó el brazo y se irguió en su asiento con la espalda tiesa, pero al cabo de un rato su postura se relajó, como si por dentro también hubiera estado tenso y de pronto esa tensión se hubiese disipado ligeramente.

–Cuando alguien se quita la vida es diferente de cualquier otra muerte –dijo desolado, con la mirada perdida–. Te queda una horrible sensación de culpa, te preguntas si habrías podido haber hecho algo para evitarlo. Es insoportable –exhaló un pesado suspiro y añadió–: Me culpo por no haber percibido las señales.

–Entiendo que te sientas así, y a cualquiera en tu lugar le pasaría lo mismo –dijo Layla–, pero no debes culparte. Leí en un artículo que en el dieciséis por ciento de los suicidios no se da ninguna señal. Es una decisión que la persona toma en el momento a raíz de algún tipo de angustia que no da señales.

Logan apuró su copa en un par de tragos y la plantó en la mesa con un golpe seco.

–Sí hubo señales, pero no les presté atención –murmuró. Se quedó callado un momento y añadió con voz entrecortada–: Tenía un trastorno alimentario: bulimia. No sé cómo no me di cuenta –torció el gesto y su tono se tornó atormentado, como si se odiara a sí mismo por lo ocurrido–. ¿Cómo pude vivir tantos meses con ella y no darme cuenta de algo así?

Layla puso su mano sobre la de él, y esa vez Logan no la apartó.

–La gente oculta muchas cosas por vergüenza –le dijo–. Tengo entendido que, al contrario que pasa con la anorexia, es difícil reconocer un caso de bulimia porque los efectos físicos no son tan evidentes.

Logan bajó la vista a las manos unidas de ambos, puso la suya sobre la de ella y comenzó a acariciarle distraídamente el dorso con el pulgar. Era una caricia muy leve, pero una vez más volvió a sentir ese cosquilleo eléctrico.

Cuando alzó la vista hacia ella el estómago le dio un vuelco. Interrumpió sus caricias, pero no le soltó la mano. Estaba escrutando su rostro como si estuviese intentando memorizar sus facciones. Al ver que sus ojos descendían a su boca, Layla no pudo reprimir el impulso de pasarse la lengua por los labios.

Logan le apretó la mano un instante y esbozó una leve sonrisa, pero luego le soltó la mano y se echó hacia atrás en su asiento.

–Termina de cenar –le dijo–. Mañana será un día muy ajetreado: tenemos una reunión con el abogado para organizar todo el papeleo para la boda. Podríamos ir en coche, pero he pensado que mejor tomaremos un vuelo de Inverness a Edimburgo.

Su tono formal y el abrupto cambio de tema descolocó a Layla, y dejó sin respuesta algunas preguntas más que habría querido hacerle.

Quería saber más sobre su relación con Susannah. En su adolescencia le había parecido que formaban una pareja idílica y había sentido celos del amor que se profesaban. De hecho, había soñado con que un día alguien la amase de esa manera, pero el descubrir que su relación no había sido tan maravillosa ni tan estrecha como había imaginado le hizo comprender por qué Logan era tan reacio a volver a embarcarse en una relación.

En todo caso, ella sabía por propia experiencia que no por convivir muchos años con alguien podías decir que lo conocieras. Su padre siempre había sido un hombre difícil, iracundo y violento –sobre todo cuando había tomado drogas o estaba borracho–, pero nunca lo hubiera creído capaz de lo que había hecho: estampar contra un árbol el coche que conducía con su mujer y su hija, a las que supuestamente quería, a bordo.

Se mordió el labio y trató de apartar de su mente aquel horrible «accidente» que había acabado con la vida de sus padres y había cambiado su vida para siempre.

–Con eso del papeleo… –murmuró–… te refieres a un acuerdo prematrimonial, ¿no?

–Es algo muy común hoy en día –le respondió él–. Espero que no te ofenda. Además, tienes que proteger tus bienes: tu negocio de limpieza, por ejemplo.

Layla resopló.

–Sí, claro, como si mis bienes pudieran compararse a los tuyos… Tú tienes oficinas en toda Inglaterra y en otros países de Europa. Yo dirijo mi negocio a través del teléfono –le contestó–. Cuando tu abuelo murió dejé la oficina que había alquilado en Edimburgo para venir a ayudar a tía Elsie. Me pareció que sería más fácil gestionar mi pequeño negocio desde aquí hasta que se hubiera aclarado lo de la herencia.

–Siento que esto te haya ocasionado inconvenientes –dijo él mirándola con el ceño fruncido, como preocupado–. No tenía ni idea.

Ella agitó la mano, restándole importancia.

–Me alegré de volver. Flossie echaba de menos a tu abuelo y a tía Elsie le costaba hacerse cargo de todo ella sola.

–Pero tu negocio va bien, ¿no? ¿Estás consiguiendo beneficios?

Layla no estaba dispuesta a admitir delante de él, ni de nadie, cuántas veces su negocio se había encontrado en la cuerda floja. Sin embargo, tenía claro que no podía permitirse fracasar. Si fracasara quedaría patente que no era sino el producto de una infancia caótica: era la hija de un par de adictos, de unos padres que jamás habían tenido ambición alguna.

–Me va bien –fue la vaga respuesta que le dio a Logan.

–¿Cómo de bien? –inquirió él, clavando sus ojos en los de ella.

Layla se movió incómoda en su asiento y bajó la vista a los restos que quedaban en su plato.

–No es fácil encontrar trabajadores en los que puedas confiar –dijo–. Lleva tiempo establecer esa relación de confianza, saber que van a responder bien ante mí y ante mis clientes. En las casas a las que les envío a limpiar hay objetos de valor y efectos personales que no siempre están bajo llave, o en una caja fuerte, y a menudo mis clientes no están en casa cuando mi personal está haciendo su trabajo.

Logan frunció el ceño.

–¿No te aseguras de que tengan buenas referencias y que no tengan antecedentes antes de contratarlos?

–Algunos de los jóvenes a los que contrato no pasarían ese filtro –dijo Layla–. Necesitan que alguien les dé una oportunidad, que no estén esperando siempre que la pifien. Mi filosofía es que primero hay que darles un voto de confianza, formarlos, y luego confiar en que eso hará que se esfuercen por no cometer errores ni meterse en líos.

–Es muy admirable por tu parte, pero acabarás llevándote más de una decepción –le dijo él, con cierto cinismo.

Layla levantó la barbilla, desafiante.

–Mi visión de negocio no se centra en conseguir beneficios, sino en mejorar la vida de esas personas a las que doy trabajo. Personas a las que otros suelen prejuzgar. Sé lo mucho que puede ayudarte que alguien crea en ti. Es algo que… te transforma.

Logan escrutó su rostro tanto rato que le costó no apartar la vista.

–¿Es por lo que viviste en tu infancia? –le preguntó él–, ¿porque mis abuelos permitieron que te vinieras a vivir aquí con tu tía abuela?

–Se está haciendo tarde –dijo Layla levantándose y poniéndose a recoger la mesa.

Si dejaba que continuara aquella conversación, Logan seguiría haciéndole preguntas; preguntas que no quería responder.

–Me ha parecido oír a Flossie arañando la puerta. Querrá que la saquemos.

Logan le puso una mano en el brazo cuando fue a alcanzar su plato.

–Deja eso –le pidió–. Quiero que hablemos. Hay muchas cosas que no sabemos el uno acerca del otro, y si queremos que nuestra relación parezca auténtica, deberíamos conocernos mejor.

Layla bajó la vista a su mano y le lanzó una mirada incisiva.

–¿Te importaría soltarme?

Logan apartó su mano.

–Mira, no conozco todos los detalles, pero sé que tuviste una infancia difícil –le dijo–. Y creo que es estupendo cómo has tomado las riendas de tu vida y has montado tu propio negocio, pero si necesitas ayuda, deberías dejar a un lado el orgullo –se levantó y añadió–: Y hay algo más que debo decirte: tendremos que casarnos en el extranjero, y cuanto antes. Según la legislación escocesa hay un periodo de veintiocho días de espera para la expedición de la licencia de matrimonio, y no tenemos tiempo que perder.

–¿En el extranjero? –repitió Layla frunciendo el ceño–. Por favor, dime que no estás pensando que nos casemos en Las Vegas con un imitador de Elvis oficiando la ceremonia.

Él sonrió divertido.

–No, aunque he pensado que en vez de casarnos en un juzgado, que es algo bastante impersonal, podríamos decantarnos por una ceremonia sencilla en una playa de Hawái.

Hawái… Aguas azules, arena, mujeres exhibiendo con orgullo su cuerpo en biquini… Justo lo que quería…, pensó Layla, contrayendo el rostro para sus adentros.

E-Pack Bianca abril 2 2020

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