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Una generación de catedrales De Charing Cross a San Pablo Justin McCarthy

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Nacionalista irlandés, Justin McCarthy (1830-1912) fue historiador, novelista y miembro del parlamento del, entonces, Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda. Desde 1860 residió en Londres, ciudad que conoció a fondo y sobre la que escribió a menudo.

¡Qué hábito tan natural es dotar de características de ser vivo o incluso humanas a algún objeto inanimado o estructura que a uno le resulta familiar y querido! No es sorprendente que en la época de las Dríadas la gente atribuyera vida, carácter y simpatías humanas a los árboles, fuentes y ríos que conocían y amaban desde hacía tiempo. Casi todos acabamos haciendo algo parecido con los edificios que conocemos desde niños y que, en cierto sentido, han pasado a formar parte de nuestra existencia. Yo siempre he atribuido a la catedral de San Pablo naturaleza y carácter humanos. No puedo explicar bien qué tempranas asociaciones y casualidades han hecho que San Pablo sea una influencia viva mucho mayor y más noble para mí que la abadía de Westminster, pero así es, y siento como si San Pablo fuera una influencia viva sobre toda la región de la metrópolis que se avista desde su cúpula y su cruz. Hay, además, otro sentido en que para mí San Pablo es distinta de los demás edificios de su clase. No es una catedral antigua y longeva, sino más bien una generación de catedrales. La abadía de Westminster nos remonta al pasado de forma ininterrumpida, hasta los días en que nació Inglaterra. La propia Westminster, sin embargo, recibió ese nombre para distinguirla de la anterior East Minster, que o bien era la actual San Pablo o bien una catedral erigida en la zona de Tower Hill. Parecería, pues, que es San Pablo y no la abadía de Westminster la que mejor representa el gradual movimiento de la historia de Inglaterra y del pensamiento inglés, así como el crecimiento de la metrópolis. Pero observen la diferencia: la abadía de Westminster ha estado siempre, desde su edificación en los tiempos en los que Pan abandonaba definitivamente el uso del cuerno pagano, velando tranquilamente sobre Londres. Ha sido reformada aquí y allí, por supuesto. Reparada y renovada y decorada con nuevos adornos producto del agradecimiento de los devotos, pero siempre ha sido la misma abadía de Westminster. Ahora, en cambio, observen la historia de San Pablo: San Pablo se ha derrumbado y muerto una y otra vez, y siempre ha revivido y sido restaurada. Nuevas generaciones la han levantado repetidamente cuando ha caído. Ha perecido en el fuego varias veces, como una sucesión de martirios, y ha emergido de nuevo reluciendo sobre la frente del cielo de la mañana. San Pablo, más que una catedral, es una dinastía religiosa o eclesiástica. Ha sido destruida tan a menudo y reconstruida en formas tan diversas que parece como si cada época quisiera poner sobre ella su particular estampa y con ella encomendarla al servicio de cada nueva generación. Uno no puede evitar pensar que —por mucho que sus autoridades, su deán, el cabildo catedralicio y demás la cuiden de la mejor manera posible—, San Pablo no está destinada a mantener su forma actual durante mucho tiempo. No deseo que mis palabras sean como la historia del padre vigilante y prevenido que se encuentra en todas las literaturas (desde Esopo, pasando por Las mil y una noches, hasta la actualidad), la historia del padre al que avisan de que a su querido y único hijo le ha de sobrevenir una muerte imprevista y que lo encierra para ponerlo a salvo en una alta torre o profunda caverna —el relato se cuenta de diversas formas— sin que le sirva de nada, pues las mismas precauciones tomadas para salvar al chico solo consiguen acelerar su defunción. Puede que lo mismo suceda con la catedral de San Pablo… Sigo pensando en el pasado y no puedo evitar murmurar para mis adentros que la misión de San Pablo es, como ya he dicho, ser una sucesión o dinastía de catedrales, y no una estructura perenne con muros que resistan el paso del tiempo y el acoso del fuego. Su misión no es ofrecernos su historia en una continuidad ininterrumpida.

Este nacimiento y renacimiento confieren, en mi opinión, un interés muy peculiar a la catedral de San Pablo. ¡Piensen en lo que sus distintas generaciones podrían haber dicho a los que las rodearon! Otra gran iglesia —la abadía de Westminster, por ejemplo— crece acompañada de una historia que crece con ella y forma parte de ese movimiento gradual, de modo que no lo percibe. Cada día se produce un pequeño cambio, casi imperceptible, y la catedral cambia con la época sin ser consciente de ello. La abadía de Westminster no puede explicar cómo decayó lentamente el dominio romano, cómo los sajones dejaron su lugar a los normandos, cómo los Tudor siguieron a los Plantagenet, cómo los Estuardo llegaron a reinar y luego se desvanecieron y cómo llegó una nueva dinastía cabalgando en el corcel blanco de Hanover. Uno puede imaginarse a la abadía de Westminster confundiendo los esplendores nuevos con los antiguos, las historias del ayer con las del señor Henry Morton Stanley. Pero San Pablo, tal y como la contemplamos, renació hace solo dos siglos. Y volvió a la existencia con una conciencia joven y rápida, que se daba cuenta de cuanto la rodeaba y de cuanto veía. Y sobre todo, pudo ver y darse cuenta de los cambios. «¡Mira eso —y esto— que no estaba así cuando por última vez vi esta tierra! ¿Qué ha sucedido con este o aquel lugar, o con esta o aquella dinastía, que recuerdo tan sólida y floreciente hace solo unos cien años?». Cada resurgimiento implica una nueva Hégira, un nuevo punto de comparación, un nuevo estándar de excelencia, una nueva inspiración de simpatía; puede que arrepentimiento del pasado, puede que esperanza por el futuro. Así San Pablo , renovada una y otra vez, ha forjado su sentimiento de camaradería con la humanidad. San Pablo siempre es joven, es decir, relativamente joven —dos siglos desde su último nacimiento, el que se produjo tras el Gran Incendio; antes hubo otro periodo hasta su destrucción y regeneración anterior, y antes hubo otra, y aún otra, hasta remontarse a la primera San Pablo, que se levantó en el alba de la historia de Londres— siempre joven y, sin embargo, enriquecida con las tradiciones y, todavía mejor que las tradiciones, con las experiencias de los siglos. Esta catedral, esta generación de catedrales, debería poder enseñarnos lecciones que ninguna otra iglesia inglesa es capaz, en su monótona antigüedad, de ofrecernos.




Como bien dice McCarthy, San Pablo ha tenido una historia muy accidentada. La primera basílica tardorromana la construyó, como nos contó Beda el Venerable, el obispo Melito alrededor de 604 d.C. en lo que entonces se llamaba Lundenwic. Melito siguió la costumbre de construir las basílicas dentro del recinto de las antiguas ciudades romanas, pero, como sabemos, los sajones habían abandonado la ciudad romana, que estaba esencialmente desierta. De modo que ese primer San Pablo, aunque estaba dentro de las murallas, quedaba fuera de la ciudad. Tras los primeros asaltos vikingos, en 886, los sajones trasladaron la ciudad otra vez dentro de las murallas, así que Londres volvió a rodear su catedral, que fue reconstruida por completo. Esta segunda versión de San Pablo, sin embargo, fue arrasada por un terrible incendio que la Crónica anglosajona fecha en 962. Se supone que esta segunda San Pablo estaba hecha completamente de madera. Parece ser que la tercera San Pablo, que se empezó el mismo año de la destrucción de la anterior, se construyó ya en piedra, pero, por desgracia, no nos ha quedado nada de ella, pues de nuevo un incendio la destruyó en 1087.

La cuarta San Pablo, que se conoce tradicionalmente como la Antigua San Pablo, la empezaron los normandos tras la destrucción de la anterior, y su construcción duró doscientos años, aunque un incendio en 1136 casi acabó con ella. Pese a que la catedral se construyó con piedra, el techo siguió siendo de madera, lo que al final resultó fatal. Tras una ampliación, se terminó en 1314 y es la majestuosa catedral gótica que se observa en el grabado sobre estas líneas. Era entonces la tercera catedral más grande de Europa y su espira, que se elevaba 149 metros, la convertía en uno de los edificios más altos del mundo. En 1561 un rayo incendió la espira y la destruyó. La catedral cambió su silueta, como puede observarse en la siguiente ilustración, pero sobrevivió. No tuvo tanta suerte en 1666, cuando el Gran Incendio que acabó con la mayor parte de Londres la destruyó por completo. La nueva San Pablo, su quinta encarnación totalmente nueva, fue encargada a sir Christopher Wren y es la que se observa en el grabado bajo estas líneas y la que todavía hoy puede visitarse en la ciudad de Londres.

Fue en un periodo extraño de la historia de Inglaterra cuando la anterior catedral de San Pablo se convirtió en cenizas durante el Gran Incendio de Londres. Podemos ver aquella época a través de los ojos de dos observadores atentos e inteligentes y, sin embargo, tan distintos el uno del otro como es posible serlo.

¿Acaso conoce la historia del mundo y sus iglesias alguna otra catedral que haya sufrido más a causa del fuego que San Pablo? Toda la carrera de este templo no ha sido sino una ordalía por la prueba del fuego. Fue herida por un incendio cien años antes de que se construyera Westminster Hall, la parte más antigua del palacio de Westminster; fue arrasada hasta los cimientos por el fuego en el siglo xi y llevó casi dos siglos devolverle algo parecido a su antigua magnificencia. «¡Fuera! Nos perdemos en la luz» debería haber sido su lema, pues fue destruida prácticamente por completo por un incendio en el siglo xv y su espira, de la que se decía que fue el edificio más alto del mundo en su época, fue destruida por un incendio provocado por un rayo un siglo después. Así llegó a aquellos días terribles de 1666, cuando feneció junto con buena parte de Londres en uno de los incendios más terribles que jamás se han producido en la historia de las grandes ciudades. Se formó entonces una comisión para reconstruirla, de la que formó parte el valiente John Evelyn, y luego sir Christopher Wren levantó el monumento que mayor fama le ha dado, de tal modo que aquellos que cuestionen su paso a la posteridad solo tienen que mirarlo para cerciorarse. El gran arquitecto duerme bajo el cobijo de la catedral que levantó del polvo y las cenizas, y no se escribió ningún epitafio más noble ni justo en una tumba que el que encomienda sus restos a la reverencia del mundo.4 El Gran Incendio de 1666 no fue sino un accidente en la carrera de sir Christopher Wren. Ya antes de que se produjera había sido nombrado miembro de la comisión destinada a considerar la posibilidad de reconstruir por completo la catedral, que había sido construida a retazos, con las nociones de belleza arquitectónica de un arquitecto obscureciendo, en lugar de complementando, las de otro. Hacía tiempo que se había decidido intentar dotar de simetría, cohesión y coherencia al edificio, y al final se había puesto de manifiesto que ese objetivo solo podía lograrse derrumbando la vieja estructura y erigiendo una nueva catedral que debía ser diseñada por el intelecto y la imaginación de un solo hombre, es decir, que debía ser la creación de una mente extraordinaria. Pero el plan se fue demorando por diversos motivos. Se interpusieron consideraciones políticas; hubo planes enfrentados y hostiles entre sí; se produjeron los retrasos y aplazamientos típicos de cualquier proyecto, y al fin pareció que no se iba a hacer nada. El Gran Incendio vino entonces al rescate y obligó a que se erigiera algo nuevo. Incluso Wren no pudo construir el templo tal y como él habría querido —su suerte quiso que tuviera que someterse a las llamadas consideraciones prácticas—. Por ejemplo, la idea de Wren era adoptar un principio del que he hablado recientemente como algo a lo que aspira un amigo mío: el principio de que San Pablo debía elevarse separada de los demás edificios y que debía poderse contemplar entera desde el río, desde la cúpula hasta su base. En la mente de Wren este objetivo podía alcanzarse creando una larga hilera de elegantes muelles que flanquearan el río, anticipando de este modo, y llevando más abajo en el río, la idea de lo que luego sería el Embankment, la canalización del Támesis. Pero Wren no logró llevar a cabo su plan. Se permitió que casas, almacenes y embarcaderos se amontonaran a los pies de la catedral caóticamente, y San Pablo se levantó tal y como la vemos ahora —o más bien como no la vemos ahora, excepto a trozos, fragmentos o plazos—. Aun así podemos, si lo deseamos, formular alguna asociación poética incluso a partir de su presente situación eclipsada y oculta, y añadirla a la reflexión que ya he hecho sobre que el descuido y los errores de generaciones pasadas han dejado que San Pablo tenga su base en el mismísimo corazón de la vida de la City. ¿Acaso no es semejante a un árbol grande y majestuoso, a algún gran cedro o alta palmera, a algún gigantesco ejemplar de un bosque de Sacramento que levanta su copa y extiende sus anchas ramas hacia el aire claro de las alturas, y deja que los matorrales y los musgos verdes y las flores silvestres y las pobres, comunes y bajas malas hierbas crezcan en su base?

Llega la noche y San Pablo está sola. Toda la parte de la ciudad que la rodea queda sin movimiento ni vida. No se ven luces ardiendo a lo largo de Ludgate Hill. La estatua de la reina Ana mira hacia la oscuridad. No alumbra ninguna ventana en Cheapside. A partir de la media noche las campanas de St. Mary le Bow repican para nadie. Hay algo particularmente melancólico, inane y fútil en una campana que suena en la noche sin tener ninguna posibilidad de despertar oídos durmientes. Nadie vive en esta parte de la ciudad. Esta parte se ha ido a la cama. A la cama en Park Lane; en Piccadilly y Belgrave Square y Eaton Square; en Norwood y Hampstead y Clapham; en Wood Green y Brondesbury; en Bethnal Green y Stratford-atte-Bowe; a lo largo de la línea de muelles, en cualquier parte: la población de la City está compuesta por todo tipo de clases sociales. El Asmodeo que pudiera estudiar todas las viviendas en las que duerme la gente que huye de la City al caer la noche tendría una oportunidad poco habitual para la sátira sobre la diversidad social de Londres. Suponiendo que fuera un demonio bondadoso, admitiendo en él cierta simpatía hacia la imposible condición del hombre situado entre tentadoras posibilidades y debilitantes defectos, ¿cuál sería el resultado de su investigación: el abatimiento o la esperanza?

Sea como fuere, el espacio que rodea a San Pablo está en silencio, despejado y solitario. Los vivos han partido. ¿Quizá entonces vuelven los muertos y recuperan sus antiguos lugares? ¿Acaso una multitud del periodo de la Restauración pasea por la base de la catedral y la admira por cómo se ha levantado de nuevo de entre sus ruinas? ¿Acaso Nell Gwynn pasea por allí sonriente?5 ¿Llegan Evelyn y Pepys cogidos del brazo? ¿Está allí el príncipe Ruperto, convertido en científico e inventor en su vejez, pasada ya la época en que podía ganar solo su mitad de cualquier batalla? ¿Acaso el hombre más célebre de su época, un hombre extraordinario en cualquier era, ha dejado su trabajo de carpintero de ribera en Tower Hill y sus bebidas de brandy con pimienta… ha venido Pedro, el zar de Rusia, Pedro el Grande, al oeste a contemplar la cúpula de San Pablo? Sería curioso si este revisitar los atisbos de la luna alrededor de San Pablo no estuviera limitado a la compañía de aquellos que presenciaron la resurrección de la catedral y que los espectros de todas las épocas, o al menos desde los días de los centinelas romanos, pudieran aparecer por la noche en Ludgate Hill y honrar con su presencia a la última edición de San Pablo. En esta cuestión no puedo aventurar ninguna opinión. Pero sí estoy firmemente convencido de que esta catedral nunca está completamente sola. Los vivos la rodean de día; los muertos son libres en ella por la noche. El Monumento6 es contemporáneo de su última encarnación, Westminster Abbey es demasiado joven como para haber presenciado su primera aparición en esta colina del este.

Algo de verdad tienen las palabras de McCarthy en cuanto a que San Pablo es la catedral con la que más se identifican los londinenses, y también está en lo cierto cuando dice que parece ser destruida y reconstruida de nuevo cada cierto tiempo para servir a una nueva generación. La catedral actual es uno de los San Pablo más longevos, pero también estuvo cerca de sufrir el mismo fin que sus antecesoras: la destrucción a manos del fuego. Solo que esta vez no fue un incendio involuntario, sino el fuego de los bombardeos alemanes sobre Londres durante el Blitz, en la Segunda Guerra Mundial. La Luftwaffe, durante abril, mayo y junio de 1942, estableció fijó entre sus objetivos los monumentos nacionales enemigos. Hitler tomó esa decisión enfurecido por el bombardeo de Lubeck por parte de la RAF, pues no consideraba que esa ciudad fuera un objetivo militar. Los alemanes establecieron como objetivos, por increíble que parezca, todos aquellos edificios ingleses marcados con tres estrellas en la guía Baedeker de la época, entre ellos, por supuesto, San Pablo. La City, el barrio que la rodea, fue atacada repetidamente con bombas incendiarias, pero, milagrosamente, San Pablo sobrevivió, convirtiéndose en un símbolo de resistencia para los londinenses. Bajo estas líneas reproducimos una fotografía, ¡San Pablo sobrevive!, que se convirtió en una imagen icónica de la Batalla de Inglaterra. Algunos, menos inclinados a creer en milagros, han defendido posteriormente que los alemanes evitaron de manera intencionada destruir la catedral porque su cúpula, tanto durante el día como cuando reflejaba la luz de la luna, les resultaba extremadamente útil para orientarse y poder llevar a cabo sus misiones.


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