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Un libertino en la ciudad Diario de Londres James Boswell
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Hijo mayor del octavo señor de Auchinleck, James Boswell (1740-1795) huyó a Londres en 1760, cuando tenía veinte años, y se convirtió al catolicismo, quizá como reacción al estricto calvinismo de su familia. En Londres, un amigo de la familia lo animó a divertirse y a vivir la vida como antídoto a lo que suponía un exceso de fervor religioso. Boswell se tomó el consejo muy en serio y se comportó como un auténtico libertino durante tres meses, antes de que su padre lo fuera a buscar para llevárselo de vuelta a Escocia. Pero la intervención paterna llegó tarde y Boswell seguiría siendo un juerguista, un vividor y, en general, un sinvergüenza durante el resto de su vida. En cuanto pudo volver a la capital, en 1762, se entregó de nuevo a los placeres de la carne. Tenemos la inmensa suerte de que recogiera sus aventuras en su Diario de Londres y que este diario no se descubriera hasta 1920. Eso quiere decir que es el único de los diarios de Boswell que no se vio sometido a la estricta censura de su familia y, por tanto, el único en el que el gran juerguista se nos muestra en toda su majestuosa libertad. Aparte de disfrutar con el retrato del Londres más carnal, uno no puede dejar de preguntarse, tras leer estos fragmentos, cómo habría sido, por ejemplo, la célebre Vida del doctor Johnson si Boswell hubiera escrito con la misma libertad que muestra en su diario londinense.
Jueves 25 de noviembre
He ido a Love’s y he bebido té. He estado ya un tiempo en la ciudad sin compañía femenina. Decidí que no recurriría a las prostitutas, pues mi salud era para mí asunto de gran importancia. Fui a ver a una chica con la que había tenido un romance en Edimburgo, pero de la que, al enfriarse mis afectos, me había alejado. Sabía que había venido. Fui a visitarla e intenté obtener de nuevo los favores que anteriormente me había concedido, pero fue en vano. No quería oír nada que yo tuviera que decirle. Yo era muy infeliz por la falta de una mujer. Me parecía muy duro estar en un lugar como este sin ninguna. Escogí a una de las chicas del Strand y fui a un patio con intención de disfrutarla con condón, pero ella no tenía ninguno. Jugué un poco con ella. La muchacha se maravilló de mi tamaño y me dijo que si alguna vez le arrebataba la virginidad a una chica, la haría gritar. Le di un chelín y tuve el bastante control sobre mí mismo como para irme sin tocarla. Luego temblé pensando en el peligro del que había escapado. Decidí resignarme a esperar con la mejor disposición hasta conseguir a alguna chica segura o hasta gustarle a alguna mujer de mundo.
Miércoles 12 de enero
La cena fue agradable y divertida. Bebimos unas cuantas copas, y luego llegó la doncella y puso las sábanas, bien aireadas, en la cama. Contemplé entonces mi bonito premio. Louisa tiene solo veinticuatro años, es más bien alta que baja, de bella figura, bonito rostro y una encantadora languidez en la mirada. Se viste con gusto. Tiene conocimiento, sentido del humor y vivacidad, y parece toda una mujer en la vida de sociedad. Mientras reflexionaba sobre este tema tan enriquecedor, no pude evitar sentirme de algún modo agradablemente confundido al pensar que estaba yo en ese momento en posesión de tal mujer, que sin ningún motivo o incentivo había venido conmigo a una posada, aceptado ser mi compañera íntima, compartir mi cama toda la noche y permitirme el disfrute completo de su persona.
Cuando la criada salió de la habitación la abracé cariñosamente y le rogué que no pospusiera más mi felicidad. No quiso desvestirse frente a mí y me suplicó que me retirara y que le enviara a una de las doncellas. Lo hice, ordenando a la chica que subiera a atender a la señora Digges [el nombre falso que había dado Lewis]. A continuación cogí una vela y salí al patio. La noche era muy fría y oscura. Experimenté durante algunos minutos los rigores de la estación y pensé en muchas ideas terribles de privaciones, para luego hacer una transición de esos pensamientos terribles a las sensaciones más placenteras y deliciosas. Hice que me prepararan un tazón de negus,10 muy rico en fruta, y que lo pusieran en la habitación como revigorizante.
Regresé a la habitación silenciosamente, y en un dulce delirio me deslicé en la cama y me encontré atrapado en sus níveos brazos y apretado contra sus pechos blancos como la leche. Cielo santo, ¡cómo dimos rienda suelta a nuestra pasión! La amable cortina de la oscuridad ocultaba nuestro rubor. Al instante me sentí animado con el mayor poder del amor y, por gracia de mi querida criatura, me di un lascivo banquete. Orgulloso de mi vigor casi divino, reemprendí pronto el noble juego. Estaba rebosante de salud. La sobriedad me preservaba del afeminamiento y la debilidad, y mi sangre latía en rápidas y agudas alarmas. Nunca disfruté de una noche más voluptuosa. Cinco veces me perdí en el placer supremo. Louisa me adoró por ello; declaró que yo era un prodigio y me preguntó si aquello no era extraordinario para la naturaleza humana. Le dije que quizá el doble lo fuera, pero no cinco, aunque estaba bastante orgulloso de mi desempeño. Dijo que no era cosa de la que estar orgulloso, pero le dije que no podía evitarlo. Ella dijo que era algo que teníamos en común con las bestias. Yo dije que no, pues lo habíamos mejorado con los placeres del sentimiento. Le pregunté qué le parecía bastante a ella. Me regañó gentilmente por hacerle esas preguntas, pero me dijo que dos veces.
Vale la pena añadir a la colorida descripción de la noche que hace Boswell que la aventura con la señora Lewis le valió, además de cinco éxtasis amorosos, contagiarse de gonorrea. Esta fue la primera vez que contrajo una enfermedad venérea, pero no sería la última. Durante su vida, contraería enfermedades de este tipo en, al menos, diecisiete ocasiones.
Jueves 31 de marzo
Por la noche pasé por el parque y cogí a la primera prostituta que encontré, con la que sin muchas palabras copulé libre de todo peligro al estar bien protegido. Era fea y delgada y le olía el aliento a alcohol. No le pregunté cómo se llamaba. Cuando hube terminado, se largó. Me formé una mala opinión de esta burda práctica y decidí no volver a recurrir a ella. Fui a charlar un rato con Webster.
El Londres georgiano ofrecía infinidad de ocasiones para la diversión. Este grabado del gran William Hogarth, titulado Una conversación moderna a medianoche (1765), muestra hasta qué punto las conversaciones en las cafeterías podían convertirse en borracheras monumentales.
Sábado 4 de junio
Era el cumpleaños del rey y decidí ser un libertino y ver todo lo que había que ver. Me vestí con un traje oscuro, el más viejo que tenía y que había llevado muchas veces mientras me empolvaban el pelo; unos calzones de ante sucios y medias negras; una camisa de lord Eglinton que había llevado dos días seguidos, y un pequeño gorro redondo con una cinta plateada manchada que pertenecía a un oficial licenciado de los Voluntarios Reales. Llevaba en la mano un viejo bastón de roble desgastado de tanto rozar con el suelo. ¿Acaso no era el perfecto libertino? Fui al parque,11