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El smog de Londres Fumifugium John Evelyn

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Se considera que Fumifugium, un panfleto publicado en 1661, fue uno de los primeros textos sobre la contaminación del aire y el primero en abordar un problema que castigaría a Londres durante varios siglos. Su autor, John Evelyn (1620-1706) fue un diarista y escritor que ha quedado injustamente eclipsado por su contemporáneo Samuel Pepys. Miembro fundador de la Royal Society, Evelyn fue además célebre por sus extensos conocimientos sobre árboles y jardinería, lo que, conjuntamente con su preocupación por la contaminación del aire y su estudio del vegetarianismo, lo convierten, aunque él no fuera consciente de ello, en un pionero del ecologismo.

Que esta gloriosa y antigua ciudad, que desde la madera se convirtiera en ladrillo y (como una nueva Roma) del ladrillo pasara al mármol y a la piedra —la ciudad, en suma, que domina el orgulloso océano hasta las Indias y alcanza las Antípodas—, envuelva su digna cabeza en nubes de humo y azufre, tan apestosas y oscuras, es algo que deploro con justa indignación. El abuso y la falta de moderación en el consumo de carbón en la propia ciudad de Londres la expone a uno de los inconvenientes y reproches más abyectos que puede recaer en una urbe tan noble y por lo demás incomparable; y la cuestión es que ese despilfarro no procede de las cocinas de carbón, que, a causa de su pequeño tamaño y por estar poco tiempo encendidas, producen un humo que es poco en cantidad y se dispersa rápidamente sin llegar a ser discernible. El exceso procede más bien de ciertos túneles y salidas muy concretas, que solamente pertenecen a los destiladores, los tintoreros, los que trabajan en hornos de cal, los que hierven sal y jabón, y también a otros negocios particulares, uno de cuyos espiráculos infecta manifiestamente el aire de Londres más que todas las demás chimeneas juntas. Y eso no es ninguna hipérbole en absoluto, y dejaremos el medirlo en manos de los que hayan de juzgarlo, es decir, de nuestros sentidos. Mientras estas chimeneas se dedican a eructar con mandíbulas manchadas de hollín, la ciudad de Londres parece más bien la ladera del monte Etna, la corte de Vulcano, Estrómboli, o los bajos fondos del infierno, en lugar de una asamblea de criaturas racionales y la sede imperial de nuestro incomparable monarca. Pues mientras en el resto de lugares el aire es puro y sereno, aquí queda eclipsado por una nube de azufre tan densa que el propio sol, que da la luz al resto del mundo, es incapaz de perforar para derramar sus rayos sobre Londres. Así, el viajero cansado huele la ciudad desde varias millas de distancia, mucho antes de verla. Ese humo pernicioso es el que mancilla toda su gloria, crea una costra de hollín o de piel sobre todo lo que toca, estropea cuanto se mueve, empaña la plata, el bronce y los muebles, corroe hasta las barras de hierro y la piedra más dura por las substancias que acompañan a su azufre, y desgasta y castiga más en un solo año de lo que la exposición al aire puro del campo destruye en varios siglos.

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