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El gran incendio de Londres Diario John Evelyn
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1666 no fue un buen año para Londres. Justo cuando la peste dejaba de atormentar a la ciudad, el fuego la consumió casi por completo. Cerca de las dos de la madrugada del 2 de septiembre de 1666 se produjo un incendio en la casa de Farryner, el panadero del rey, en Pudding Lane. No hay que dejarse engañar por el nombre, pues esta calle no era famosa por sus postres, sino por las entrañas y despojos de animales (también llamados puddings) que se caían de los carros de los carniceros de Eastcheap cuando llevaban los restos de su comercio a las barcazas de basura del Támesis. El caso es que esta calle, antes del incendio, era una de las más estrechas de Londres. Tanto, que un carro debía transitar con cuidado para no rozar las paredes de las casas. El resultado fue un incendio urbano espectacular, que arrasó una ciudad construida de madera. Hasta el incendio de Chicago en 1871 no conocería el mundo un incendio urbano mayor.
2 de septiembre. Esta horrible noche (…) empezó el deplorable incendio cerca de la calle Fish, en Londres.
3. Oramos en casa. El incendio continuaba después de cenar, así que fui en coche con mi esposa y mi hijo a Bankside, en Southwark, desde donde contemplamos el deprimente espectáculo de toda la ciudad envuelta en llamas que llegaban hasta la orilla del río; todas las casas del puente, toda la calle Thames y hasta arriba, desde Cheapside hasta Tree Cranes, todo estaba calcinado; así que regresamos, completamente sobrecogidos por lo que pudiera suceder con el resto de la ciudad.
Puesto que el fuego continuó toda la noche (si es que puedo llamar noche a algo tan claro como el día en diez millas a la redonda, iluminado con una luz horrible), conspirando con un fuerte viento de levante y la extrema sequedad de la estación, fui a pie al mismo lugar y vi que todo el sur de la ciudad ardía desde Cheapside hasta el Támesis y a lo largo de Cornhill (pues el incendio también viajaba en dirección opuesta al viento, además de a su favor), las calles Tower, Fenchurch y Gracious, y así hasta Baynard’s Castle, y ahora estaba llegando a la iglesia de San Pablo, lugar en el que los andamios contribuyeron a avivarlo. El incendio fue tan universal y la gente estaba tan atónita que, desde el principio, no sé por qué abatimiento o resignación, les costó apremiarse a sofocarlo, de modo que no se oía ni se veía nada más que gritos y lamentos, y corrían como criaturas sin propósito, sin intentar siquiera poner a salvo sus bienes; tanta era la consternación que se había apoderado de ellos. Y el fuego ardía a lo largo y a lo ancho, engullendo iglesias, edificios públicos, la bolsa, hospitales, monumentos y atracciones; saltando de forma prodigiosa de casa en casa y de calle en calle, a gran distancia las unas de las otras. El calor, acumulado tras un largo periodo de buen tiempo, llegaba a prender el mismo aire y preparaba a los materiales para concebir el fuego, que devoraba, de un modo increíble, casas, muebles y todo cuanto encontraba. Allí vimos el Támesis cubierto de bienes flotando, con las barcazas y barcos cargados hasta los topes con todo lo que alguien había tenido el tiempo y el valor de salvar; igual que, en el otro lado, los carros se dirigían a los campos, que durante muchas millas aparecían sembrados de mobiliario de todo tipo y de tiendas erigidas para ofrecer refugio tanto a la gente como a los bienes que habían podido rescatar. ¡Oh, qué espectáculo tan calamitoso y miserable! El mundo felizmente no ha conocido otro igual desde su fundación ni podrá ser superado hasta el día del juicio final. Todo el cielo había cobrado un aspecto aterrador, como la parte superior de un horno ardiente, y la luz se vio durante muchas noches en cuarenta millas a la redonda. ¡Que Dios me conceda que mis ojos nunca vuelvan a contemplar algo así, después de haber visto diez mil casas en llamas! El ruido y el crepitar impetuoso del fuego, los gritos de las mujeres y los niños, la prisa de la gente, la caída de torres, casas e iglesias fue como una horripilante tormenta; y el aire estaba tan caliente e inflamado que al final nadie era capaz de acercarse, así que todos se vieron obligados a quedarse quietos y dejar que las llamas ardieran, cosa que hicieron, a lo largo de casi dos millas de longitud y una de anchura. Las nubes de humo también eran sombrías y se calculó que alcanzaron casi cincuenta millas de longitud. Así lo dejé esta tarde, ardiendo como si fuera Sodoma o el día del Juicio. Por fuerza me vino a la mente ese pasaje, non enim hic habemus stabilem civitatem: las ruinas parecen una imagen de Troya. ¡Londres fue, pero ya no es! Así, regresé.
Grabado que representa el Gran Incendio de Londres de 1666 visto desde la orilla sur del Támesis. Cruzando el río se puede observar el antiguo puente de Londres, con sus características casas colgadas en el puente, y en la orilla norte, en medio de las llamas, destaca la torre cuadrada de la antigua catedral de San Pablo. Este es el mismo lugar, Bankside, adonde Evelyn va con su esposa y su hijo a ver la magnitud del fuego. El grabado es obra de Robert Chambers, que se basó para hacerlo en un grabado de la época del incendio.
4 de septiembre. El incendio todavía arrecia y ahora ha llegado a la zona de Inner Temple. Toda Fleet Steet, el Old Bailey, Ludgate Hill, Warwick Lane, Newgate, Paul’s-Chain y la calle Watling están en llamas, y la mayor parte de ellas han sido reducidas a cenizas; las piedras de San Pablo volaron como granadas, el plomo fundido corría por las calles como un torrente y las mismas calzadas irradiaban una incandescencia tan intensa que ningún caballo, ni hombre, era capaz de caminar sobre ellas. Los escombros, además, habían bloqueado todas las rutas, de modo que no podía esperarse ayuda. El viento del este seguía impulsando impetuosamente las llamas. Nada excepto Dios Todopoderoso podía detenerlas, pues en vano trataban de hacerlo los hombres.
5. Cruzó hasta Whitehall, pero ¡oh, la confusión que reinaba en esa corte! Su Majestad tuvo a bien ordenarme, como a los demás, que me dedicara a extinguir el fuego al final de Fetter Lane para preservar, si era posible, esa parte de Holborn, mientras el resto de los caballeros ocuparon otros puestos, algunos en unas partes y otros en otras (pues ahora empezaban a darse prisa, y no antes, los que hasta este momento habían estado pasmados y con los brazos cruzados), y empezaron a considerar que nada iba a poder detener el fuego, excepto volar tantas casas como fuera necesario para hacer un cortafuegos, muchas más de las que se habían derruido por el tradicional método de tirar de ellas con los coches de bomberos. Esto lo propusieron unos marineros lo bastante pronto como para haber salvado casi toda la City, pero algunos hombres y concejales tozudos y avariciosos se opusieron, pues sus casas habrían de ser las primeras en caer. Se planteó entonces seguir ese plan y mi preocupación se centró particularmente en el Hospital de St. Bartholomew, cerca de Smithfield, donde tenía a muchos hombres heridos y enfermos, lo que me hizo insistir diligentemente en que se siguiera ese curso de acción, no siendo menor mi preocupación por el Savoy.8 Ahora le plugo a Dios, por el abatimiento del viento y por la industria de los hombres, infundiendo en ellos un nuevo espíritu cuando casi todo estaba perdido, que la furia del incendio empezara a moderarse hacia mediodía, así que no llegó por el oeste más allá de Temple ni por el norte superó la entrada de Smithfield, pero continuó todo ese día y noche impetuosamente hacia Cripplegate y la Torre, lo que nos desesperó. También volvió a prender en Temple, pero el valor de la multitud, que no cejó en su esfuerzo de sofocarlo, y el que se volaran muchas casas creando importantes cortafuegos, unido a lo mucho que ya había consumido en los tres días anteriores, hizo que el rebrote del fuego no ardiera sobre lo que quedaba con tanta vehemencia como antes. Pero aun así no se podía acercar uno a menos de un estadio de las ardientes y refulgentes llamas.
7. Fui esta mañana a pie desde Whitehall hasta el puente de Londres, a través de lo que fue Fleet Street, Ludgate Hill a la altura de San Pablo, Cheapside, Exchange, Bishopgate, Aldersgate y luego por Moorfields, y de ahí a Corn Hill, etc., todo ello con extraordinaria dificultad, subiendo y bajando por montañas de escombros todavía humeantes y desorientándome a menudo: el suelo bajo mis pies estaba tan caliente que me quemó la suela de los zapatos. Mientras tanto, su Majestad llegó a la Torre por agua, para demoler las casas del Graff, que lo abarrotaban y que, de haberse incendiado, podrían haber llevado el fuego a la Torre Blanca, donde estaba el polvorín, lo que sin duda no solo habría hundido y destruido todo el puente, sino también hundido y hecho astillas los barcos que había en el río y causado una devastación inconcebible en muchas millas de terreno.
A mi regreso me causó la mayor consternación contemplar esa gran iglesia, San Pablo, convertida en una triste ruina y su bello pórtico (por su estructura comparable a cualquiera de Europa, y no hacía mucho reparado por el difunto rey) hecho pedazos, con grandes trozos de piedra partidos y desperdigados y sin nada entero excepto la inscripción del arquitrabe, que decía quién lo había construido ¡y que no tenía dañada ni una sola letra! Era asombroso ver las piedras tan inmensas que el calor había, de algún modo, calcinado, de manera que todos los adornos, columnas, frisos, capiteles y salientes de roca de Portland habían salido volando, incluso hasta el mismo techo, donde la gran capa de plomo que cubría el espacio (de no menos de seis acres) se había fundido por completo. Los escombros de la bóveda del techo, al derrumbarse, cayeron sobre St. Faith, que estaba llena de pilas de libros que los libreros habían llevado allí para ponerlos a salvo y que fueron consumidos por completo y ardieron durante toda una semana. También se observa que el plomo sobre el altar en el extremo este estaba intacto y que, entre los diversos monumentos, el cuerpo de un obispo permaneció entero. Así yacía en cenizas aquella venerabilísima iglesia, uno de los más antiguos ejemplos de piedad de los fieles en el mundo cristiano, de los que apenas quedarán un centenar. El plomo, el hierro forjado, las campanas, la plata, etc., se fundieron; la exquisitamente labrada capilla de los comerciantes de tejidos, la suntuosa Bolsa, el augusto edificio de Christ Church y todo el resto de sedes de colegios profesionales, espléndidos edificios, arcos y entradas, todo convertido en polvo; las fuentes se secaron y derrumbaron, mientras que las aguas que las alimentaban hirvieron durante una semana; los abismos de los sótanos, pozos y mazmorras, que se habían utilizado como almacenes, seguían ardiendo entre un olor nauseabundo y oscuras nubes de humo. Así, en cinco o seis millas de recorrido no vi ni madera que no estuviera consumida ni piedras que no hubieran sido calcinadas hasta volverse blancas como la nieve.
La gente que caminaba entre las ruinas parecía estar en algún lúgubre desierto o, mejor dicho, en alguna gran ciudad arrasada por un cruel enemigo; a ello se añadía el hedor que procedía de los cuerpos de pobres criaturas, camas y otros bienes combustibles. La estatua de sir Thomas Gresham, aunque se había caído de su nicho en la Real Bolsa, seguía entera, mientras que todas las de los reyes desde tiempos de la conquista estaban hechas añicos. También el estandarte de Cornhill y las efigies de la reina Isabel con algunas de su armas en Ludgate habían sobrevivido sin mucho perjuicio, mientras que muchas de las grandes cadenas de hierro de las calles de la City, las bisagras, las barras y las puertas de las prisiones se habían fundido o quedado reducidas a cenizas por el intenso calor. Tampoco pude pasar por ninguna de las calles estrechas, sino que hube de mantenerme en las anchas, pues el suelo y el aire, con humo y fieros vapores, seguían emanando un calor tan intenso que casi se me socarra el pelo, y los pies me dolían insufriblemente. Las callejuelas y pasajes estaban llenos de escombros, así que nadie podía orientarse con precisión si no era por las ruinas de una iglesia o edificio importante en que quedara en pie alguna torre o pináculo notables.
Luego seguí hacia Islington y Highgate, donde se podía ver a doscientas mil personas de toda clase social desperdigadas por las tierras junto a los bultos de los bienes que habían podido salvar del fuego, lamentándose de sus pérdidas. Y aunque estaban a un tris de perecer por hambre y abandono, no pedían ni un penique de caridad, lo que me pareció lo más extraordinario de cuanto hasta entonces había contemplado.
Extensión aproximada del incendio la tarde del domingo 2 de septiembre. En el diagrama están representadas las murallas de la antigua ciudad, la Torre de Londres (a la derecha), la catedral de San Pablo (marcada con una cruz) y el punto de origen del incendio, Pudding Lane, marcado con una raya oscura dentro de la zona del incendio.
Extensión aproximada del incendio la tarde del lunes 3 de septiembre. El fuerte viento del este impulsó las llamas con fuerza hacia el oeste.
Extensión aproximada del incendio la tarde del martes 4 de septiembre. Esta es el área máxima que alcanzó el incendio, que no se extendió más durante el miércoles 5 de septiembre.
El incendio destruyó trece mil edificios, más que ninguno hasta entonces, entre ellos la catedral de San Pablo, ochenta y siete iglesias, el Guildhall (ayuntamiento), la Real Bolsa y cincuenta y dos sedes de colegios profesionales. A todos los efectos, el Londres medieval se desvaneció en humo y cenizas.