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ENRIQUE AYALA

Universidad Andina Simón Bolívar, Quito

1. ¿Cuál es su tesis central sobre la independencia?

Es el acto fundacional de los estados nacionales latinoamericanos. Así se vio después de que se dieran los hechos, cuando nuestros países fueron definiendo sus imaginarios nacionales; pero justamente por ello el proceso fue importante. La independencia no fue sólo el fin del régimen colonial. Al mismo tiempo, fue el comienzo de la vida republicana de nuestros países. Por ello es vista como el nacimiento heroico de nuestras patrias. Sus hechos son parte de la mitología de la lucha por la libertad. Sus personajes son nuestros héroes y villanos, según el lado donde lucharon. Nuestras banderas nacionales se crearon entonces como símbolos libertarios. La gran mayoría de nuestros himnos se refieren justamente a la gran gesta independentista para levantar las identidades colectivas.

Las independencias son el punto de partida de nuestra inacabada construcción nacional. A ellas nos referimos como uno de los ejes de las identidades de nuestros países, pero casi siempre las vemos, principalmente, por influencia de los sistemas educativos, como conjuntos de hechos puntuales y coincidentes. Pero la verdad es que el proceso de emancipación latinoamericana no puede ser explicado por motivaciones aisladas, sino por sus causas estructurales complejas. Aunque se dio en un marco internacional favorable, el principal motor de la independencia fue interno. La decadencia del Imperio español y la crisis de su monarquía, la independencia de Estados Unidos y la Revolución francesa con todo su impacto en Europa, tuvieron una influencia muy significativa; sin embargo, el movimiento autonomista americano tuvo sus principales raíces en el agotamiento del propio hecho colonial y en las contradicciones que se dieron en su interior. La independencia se inició con lo que debe considerarse como la Revolución americana contra el Antiguo Régimen. Pero, en su evaluación, el proceso fue, ciertamente, mucho más allá.

2. ¿Qué provocó la crisis de 1808?

La de 1808 fue una crisis que se dio en España, pero afectó a todo el Imperio y fue el detonante de los pronunciamientos americanos ulteriores. Justamente en estos años, en ambos lados del Atlántico, se ha renovado el interés por conocer mejor los hechos peninsulares y los de este lado, pero especialmente se ha tratado de establecer las mutuas influencias de procesos que, forzosamente, estaban estrechamente imbricados. De lo que va quedando en claro, se puede ver que las independencias hunden sus raíces muy dentro de la sociedad colonial.

El siglo XVIII estuvo marcado por una aguda crisis en la relación España América que acentuó el proceso de decadencia de la metrópoli y provocó hondas transformaciones en las colonias del Nuevo Mundo. Cuando las minas de metales preciosos que habían alimentado la economía española durante siglo y medio se agotaron definitivamente, o al menos redujeron drásticamente su producción, los centros de explotación minera, fundamentalmente el Alto Perú y Nueva España, entraron en una recesión muy pronunciada, arrastrando consigo las áreas cuyas economías estaban articuladas en torno a esos grandes polos económicos. España, a su vez, privada de los metales americanos que habían mantenido su edad de oro, y luego prolongado su crisis, intentó hallar una nueva forma de relación económica con sus posesiones en América. Los sucesivos gobiernos de la dinastía Borbón, que habían llegado al trono español a principios del siglo XVIII, hicieron repetidos esfuerzos por establecer un nuevo «pacto colonial» con nuevas relaciones metrópoli-colonias.

En este esfuerzo transformador, los gobiernos borbónicos, especialmente el de Carlos III, llevaron adelante una serie de cambios en la legislación para América: en los sistemas de gobierno, así como en los mecanismos de control administrativo y funcionamiento fiscal. Se crearon dos nuevos virreinatos, se establecieron las llamadas «intendencias», se modificaron impuestos, se tomaron medidas como la expulsión de los jesuitas, etc. El proyecto, empero, terminó por fracasar a medio plazo. España, que siglos antes había detenido represivamente el desarrollo de una burguesía manufacturera, conservándose el poder en manos del viejo latifundismo de origen medieval y guerrero, no pudo a esas alturas de la historia europea alcanzar el nivel de desarrollo económico de otras naciones del continente, con lo que quedó cada vez más reducida a una potencia de segundo orden, cuya economía era un satélite de aquellas en las que se asentaba el centro del sistema capitalista en ascenso.

Tanto la propia decadencia española como las reformas que intentaron establecer el nuevo «pacto colonial» tuvieron importantes consecuencia en tierras americanas. La ruptura de los ciclos de producción y comercialización ligados a la explotación de los metales llevó a una readecuación de las economías hispanoamericanas, que a su vez robusteció el poder económico de los propietarios locales (los criollos) frente al poder de control de los funcionarios de la Corona, quienes perdieron paulatinamente su alta cuota de injerencia sobre las actividades económicas coloniales. Un divorcio entre el poder político y el poder económico, latente desde antaño, fue patentizándose conforme avanzaba el siglo XVIII. Los notables criollos fueron acrecentando su control económico y consolidando sus mecanismos de dirección de la sociedad.

Las reformas administrativas y la racionalización fiscal, que procuraban un gobierno más centralizado y eficiente, tuvieron a la larga efectos contraproducentes, porque fueron creando en los criollos una conciencia sobre la necesidad de autonomía que fue la antesala de su asalto al poder político. Aunque la crisis económica del siglo XVIII tuvo efectos distintos en los diversos lugares del Imperio hispánico en América, de una forma u otra en todos ellos se consolidó el poder de los propietarios locales, frente a los emisarios metropolitanos. En Sudamérica, por mencionar un proceso que toca más de cerca, la larga recesión provocada por el descalabro de la producción minera y del comercio de textiles que afectó a Potosí, Perú y Quito, así como el notable crecimiento que experimentaron, entre otras regiones, Venezuela y el Río de la Plata gracias a la activación del comercio, llevaron a la gestación de movimientos autonomistas a principios del siglo XIX.

La experiencia en la represión de alzamientos indígenas o negros en varios lugares, así como su éxito en la lucha contra intentos de conquista de Buenos Aires por parte los ingleses, fueron volviendo conscientes a los criollos de su propia fuerza, y de la debilidad del Estado colonial español. Por otra parte, la necesidad de intensificar el comercio con los centros de la economía mundial provocó cada vez más resistencias a las barreras aduaneras del régimen colonial. De este modo, los grupos comerciales asentados en los principales puertos americanos empezaron a pensar en la eliminación de España como incómoda intermediaria.

Esta última observación nos lleva de vuelta a considerar lo acontecido en el escenario mundial. Justamente, la segunda mitad del siglo XVIII atestiguó una serie de procesos que transformaron profundamente la faz de Occidente. En el curso de unas cuantas décadas, se habían producido en Europa dos fenómenos de grandes proporciones: la Revolución industrial asentada en Inglaterra y la revolución política desatada en Francia.

Con la Revolución industrial no se dio solamente un cambio radical en la producción manufacturera o agrícola, en la organización de los centros urbanos, en la estructura social y la política del Reino Unido, sino que también significó la definitiva consolidación de Gran Bretaña como el eje del sistema económico internacional. Desde entonces, la presión del comercio y el sistema financiero británico sería determinante en todos los continentes. Y para la América española sería uno de los coadyuvantes de su proceso autonomista. La Revolución francesa no significó exclusivamente el derrumbamiento del Antiguo Régimen. Trajo consigo un desequilibrio de poder en toda Europa, así como la caída de varios sistemas de gobierno en el continente. Por lo demás, fue la Revolución francesa un resorte de movilización ideológica de las elites de oposición, no sólo al otro lado del Atlántico, sino también en América.

Ya en nuestro continente, debemos también considerar el impacto de la independencia de Estados Unidos, un proceso que redefinió el cuadro europeo de alianzas y enfrentamientos, al mismo tiempo que significó el nacimiento de la primera república independiente en América y en el mundo. Todo ello sería un poderoso antecedente del proceso independentista hispanoamericano, como también lo fue la independencia de Haití, pionera en varios aspectos y fuente de encontradas reacciones. Por un lado, el apoyo que los líderes independentistas haitianos dieron a los insurgentes fue muy buscado; por otro lado, el temor racista al predomino negro hizo también lo suyo.

Al responder a la pregunta, se debe considerar que la crisis de los mil setecientos y la aplicación de las reformas borbónicas afectaron al equilibrio de poder que se había establecido entre el Estado colonial, representante de los intereses metropolitanos, y los grupos de propietarios locales. Al consolidarse el predominio de los señores criollos de la tierra, la burocracia estatal perdió su ingerencia en la vida económica. La mayoría de los trabajadores quedaron vinculados de forma directa y cada vez más estrecha al poder latifundista. Por otra parte, las trabas comerciales implantadas por la metrópoli afectaban a los grupos importadores y exportadores. Las clases terratenientes y los comerciantes consolidaron su control sobre las economías locales y regionales, en tanto que la burocracia española debilitada conservaba sólo el control político. Este divorcio entre el poder económico social y el poder político se resolvería a favor de las clases dominantes locales, que una vez habían controlado el sistema productivo, se lanzaron a captar la dirección política.

3. ¿Se puede hablar de revolución de independencia o, por el contrario, primaron las continuidades del Antiguo Régimen?

La primera década del siglo XIX sorprendió a España en su momento de más evidente debilidad. La decadencia económica de largo plazo se expresó en una crisis fiscal de enormes proporciones, al tiempo que acentuó un impasse gubernamental hecho visible en las disputas por el trono protagonizadas por el rey-padre y el rey-hijo. Todo ello fue el antecedente de la invasión napoleónica de la península, el destronamiento de los reyes españoles y su reemplazo por el hermano del emperador de Francia. Ante todo ello se alzaron varias insurrecciones en el país. Desconocido el soberano extranjero, se organizaron «juntas» para que gobernaran en nombre del rey cautivo, Fernando vii. Aunque los invasores franceses lograron dominar la mayoría de las insurrecciones, quedaron algunos focos de resistencia en donde el Gobierno provisional, controlado por gente de orientación liberal, aprovechó para dictar algunas reformas políticas y redactar una Constitución para el reino. Como sabemos, fue formulada en Cádiz por un congreso al que concurrieron también delegados de las colonias americanas.

La intervención napoleónica en la península ibérica convirtió a las autoridades de los virreinatos y las audiencias en representantes del usurpador. Así surgió en América la idea de sustituirlas por juntas, integradas por criollos que gobernarían en nombre del «monarca legítimo». La mayoría de los pronunciamientos se dieron en ese sentido, aunque unos pocos, como el de La Paz, fueron muy frontales. Esto ha suscitado en algunos medios académicos una falsa discusión sobre la naturaleza «independentista» de la independencia, o sobre su radicalidad. Se ha dicho que, al menos, los primeros pronunciamientos fueron más bien actos de lealtad al rey, no de ruptura; que los miembros de las juntas, al menos la mayoría de ellos, eran conservadores y hablaban horrorizados de la Revolución francesa. Se destaca, entre otros, el hecho de que entonces había mucho más interés en saber si era viable que reinara Carlota Joaquina en la América española que en fundar repúblicas democráticas.

Estas apreciaciones se centran en un interés por caracterizar los hechos, a veces del todo aislados, pero sin mirarlos con perspectiva. La independencia debe ser vista como un proceso, no como una sucesión de hechos. Sólo así se aprecia una continuidad entre las «patrias bobas» y las grandes acciones militares de los años veinte. Sólo así se entiende cómo de las declaraciones de lealtad a Fernando vii, surgidas a veces de la convicción y otras de la conveniencia, se llegó a la ruptura total, a la «guerra a muerte». Los grandes procesos históricos son así; rebasan constantemente sus propios horizontes.

Entre las juntas iniciales, unas tuvieron mayor vigencia que otras, pero su organización marcó el inicio de las guerras por la independencia. En general, el movimiento logró consolidarse tempranamente en lugares en donde la administración colonial era más nueva, como Venezuela y el Río de la Plata. En sitios en donde se había asentado antiguamente el Gobierno español, como en México y Perú, las lealtades a España duraron más y, en este último caso, debieron ser vencidas mediante largas campañas militares. Como una constante, el proceso logró ser exitoso cuando convocó a los actores populares como apoyo, y cuando se integraron los esfuerzos de diversos ámbitos coloniales contra las fuerzas metropolitanas. Fue una acción de dimensiones continentales.

Después de varios movimientos independentistas aislados y empresas bélicas de destino diverso, en Sudamérica se organizó la guerra justamente desde los polos del Río de la Plata y Venezuela, para confluir al fin en el Perú. Al mismo tiempo, como ya mencioné, la base social del esfuerzo bélico se amplió. Lo notable del aporte del libertador Simón Bolívar fue precisamente esto. Por un lado, darse cuenta de que la independencia de cada una de las circunscripciones coloniales era inviable si no se realizaba como un esfuerzo general de todo el subcontinente. Por otro, comprender que los sectores populares no iban a incorporarse al proceso si no se consideraban sus propios intereses. Bolívar condujo la guerra por lo que luego fueron seis países e incorporó a los pardos, llaneros y a la chusma urbana en la campaña independentista. Fue un pionero de la integración social de nuestros países y de la integración internacional entre ellos.

Pero volvamos a la Revolución americana. Cuando a mediados de la segunda década del siglo XIX Napoleón fue derrotado y Fernando VII volvió al trono, las fuerzas españolas habían recobrado espacio en América. Empero, no pasó mucho tiempo hasta que la suerte de los insurgentes cambió, y se produjo una radicalización de posiciones. Esto se dio en buena parte por la ampliación del ámbito del proceso que ya mencioné y también como reacción a la política del rey de borrar todo intento de reforma. Hacia 1820, la guerra comenzó a definirse. En cuatro años, todo el Imperio continental había ganado ya su independencia.

Hasta aquí hemos constatado algunos rasgos del proceso. Pero queda en pie una discusión que no por vieja ha quedado del todo desechada. Es aquella que se plantea la naturaleza básica de las independencias. En las paredes de Quito apareció por entonces una frase que decía: «último día del despotismo y primero de lo mismo». Cosas similares se dijeron en otros lugares. De este modo, muchos han afirmado que se dieron cambios de gobierno, pero no rupturas del hecho colonial. Se dice que, aunque los burócratas peninsulares fueron sustituidos por los notables criollos, la estructura social no cambió; las masas siguieron sometidas y se mantuvo la «colonialidad» del poder, que está presente hasta hoy.

Pero, en verdad, la independencia fue una revolución en la que pesaron más las rupturas que las continuidades. Derrumbó el poder metropolitano y expulsó a los «godos», «gachupines» o «chapetones»; sacudió las estructuras de la sociedad, aunque no cambió las relaciones básicas en las que se asentaban; provocó rápidos ascensos y descensos sociales; abrió nuevas líneas de comercio; provocó cambios rápidos en las ideas y en ciertas costumbres; fue la partera de quince nuevos estados. Si bien las sociedades estamentales, con sus elites criollas a la cabeza, quedaron en pie, las independencias fueron el principio de su fin.

La ruptura independentista, empero, no fue lineal. Los pronunciamientos y la guerra trajeron transformaciones importantes, entre ellas un clima de participación popular y una corriente democratizante, pero luego desembocaron en fuertes intentos regresivos. Los sectores dominantes, apenas fundados los nuevos estados, cambiaron el discurso de la libertad por el del orden, y trataron de que el cambio de manos del poder no afectara en su raíz a las desigualdades. En las independencias, insisto, pesaron más las rupturas que las continuidades. Pero en algún sentido fueron procesos de ida y vuelta. Muchos de los cambios fueron irreversibles, pero otros se toparon con la barrera de una sociedad tradicional que aprendió muy pronto a disolver hasta las propuestas de transformación más radicales. Sólo con el paso del tiempo varias consignas libertarias pudieron ser alcanzadas. Y algunas todavía están pendientes.

4. ¿Cuáles son las interpretaciones más relevantes, a su entender, que explican las independencias iberoamericanas?

Por todo lo dicho, es evidente que son varias. Una de las más importantes es aquella que pone en el centro del proceso a los actores colectivos. Las historias tradicionales pintaron las independencias como acciones heroicas de grandes individualidades. Y aunque hemos avanzado mucho en el plano académico, en la conciencia colectiva y en los sistemas educativos todavía se mantiene la tendencia de interpretar los procesos a partir de las personalidades que se consideran «determinantes». Cuando tenemos enfrente, a veces aún en medio del análisis más riguroso, a las grandes personalidades de la historia, sufrimos una «ilusión óptica», como la llama Plejanov. Para nosotros, los latinoamericanos, Simón Bolívar es quizá el caso más extremo. La independencia fue obra de su «genio», que explica la magnitud del hecho y sus consecuencias. El libertador es el paradigma de esos «patriotas» superhombres que «nos dieron la libertad», con una mítica acción bélica que asombró a la humanidad. Las complejas realidades de veinte años de guerra independentista se reducen, al fin y al cabo, a la participación individual de Bolívar y, como mucho, también de sus tenientes.

A que esta visión se consolidara han contribuido, no sólo los sistemas educativos, sino también una tendencia a la simplificación que caracteriza el sentido común del pensamiento dominante. Pero no por enraizada y persistente que sea esta manera de ver las cosas es verdadera. Porque bien sabemos que la acción de los individuos en la historia no la determina. Sus actos personales pueden ser cabalmente comprendidos sólo en el marco de los grandes movimientos sociales en los que los actores son colectivos. Desde luego que es un error pensar que las sociedades se mueven por fuerzas impersonales, mecánicas, neutras. Pero también es incorrecto «personalizar», como dice Vilar, los grandes movimientos económicos o sociales. Con ello no entendemos la realidad, ni siquiera a los propios personajes a quienes se adjudica el protagonismo determinante. Por eso debemos acercarnos al proceso de independencia tratando de hacer confluir en su análisis el conocimiento de los personajes con las condiciones generales de la sociedad latinoamericana que les tocó vivir.

Lo afirmado apunta fundamentalmente a que debemos aumentar nuestros esfuerzos por comprender mejor la acción de los protagonistas colectivos de las independencias. El más importante de ellos lo conformaron las clases dominantes locales, es decir, los notables criollos. Con su triunfo, los grandes latifundistas reforzaron su control sobre el campesinado; los comerciantes de los puertos más importantes garantizaron un mecanismo de relación directa con las nuevas metrópolis capitalistas; unos y otros ganaron una cuota de poder político y consolidaron sus canales de dirección social; unos y otros confluyeron en la conveniencia de reducir sus contribuciones e impuestos, manteniendo al mismo tiempo los que pagaban los grupos populares, especialmente indígenas, que eran mayoría en los países nacientes.

El fracaso de los movimientos iniciales llevó a los insurgentes a entender, como indiqué, que la guerra contra España requería el soporte activo de los sectores populares. De ahí que, en un segundo momento, buscaron el respaldo de campesinos y artesanos, de mestizos, pardos y negros. Los grupos populares urbanos, básicamente artesanales y el pequeño comercio, fueron reticentes al principio, y sólo apoyaron la rebelión anticolonial en estadios posteriores de la lucha. En las masas indígenas, protagonistas de repetidos alzamientos en las décadas previas, estaba arraigada la conciencia de quiénes serían los beneficiarios de la autonomía, justamente los terratenientes que habían contribuido a la sangrienta represión de esos alzamientos. Por ello, los pueblos indios sólo excepcionalmente participaron en las luchas independentistas. Y cuando lo hicieron, en muchos casos respaldaron a las fuerzas realistas. Los negros, en cambio, cuando vieron que su participación en la guerra les permitiría librarse de la esclavitud o ascender en la sociedad, se integraron en gran número en los ejércitos patriotas.

Ésta fue la tónica del continente. Sin embargo, no debe olvidarse el caso excepcional de México, donde una de las vertientes de la insurgencia, concretamente la que se manifestó primero, no era expresión de los intereses latifundistas y comerciales, sino un movimiento popular que demandaba radicales transformaciones de la sociedad. A esto se debe justamente que las insurrecciones campesinas, lideradas por Hidalgo y Morelos, fueran reprimidas con igual furia por los representantes de la Corona y los notables criollos, quienes pactaron luego un plan independentista de marcado sesgo oligárquico.

No se entendería el tono ideológico y la realidad militar de la independencia sin considerar la participación de los jefes de los ejércitos y de los intelectuales. A veces venidos de las elites, otras surgidos de los incipientes grupos de la clase media de la sociedad colonial y también frecuentemente salidos de estratos bajos de la población (mestizos y pardos), los generales, y en menor escala los políticos, pusieron el rasgo de radicalidad al proceso. El discurso ideológico liberal expresaba esos intereses de captación burocrática y dirección ideológica. La jerarquía de la Iglesia, por su parte, se mantuvo leal a la Corona, aunque hubo muchos clérigos que abrazaron la causa independentista.

Por fin, hay un actor colectivo que de alguna forma podemos calificar de externo, pero que fue determinante: el apoyo británico a los insurgentes. El Reino Unido, que respaldó la independencia con créditos y el envío de oficiales con la expectativa de que ésta desembocara en una apertura de los mercados, logró con la emancipación la creación de condiciones para la paulatina integración de los nuevos países a la periferia del capitalismo en ascenso.

5. ¿Qué temas quedan aún por investigar?

Nunca, ni en el mejor escenario, podemos pensar que un tema, aunque sea de los más trabajados, está agotado. Pero como no estamos en el mejor escenario, la verdad es que hay mucho que hacer en diversos aspectos de las independencias. La Historia, sin embargo, es una interrogación al pasado desde el presente y, quizá por ello, debemos priorizar cuestiones que están muy directamente conectadas con los grandes temas actuales. Por ejemplo, el impacto de las independencias en el ulterior desarrollo de los Estados-nación, o su incidencia en la gestación de una sensibilidad integracionista en nuestros países. Por otro lado, pueden también mencionarse aspectos como la participación de grupos populares y sectores subalternos, aunque ya se ha trabajado en este campo; el papel cumplido por los cabildos en el proceso y su propia conversión en los municipios republicanos, o la presencia de las mujeres en la conspiración, la movilización social y la guerra. Diré algo al respecto de esto último.

El proceso de la independencia americana está dominado por figuras masculinas. Los pensadores e intelectuales fueron hombres; los pronunciamientos estuvieron liderados por notables latifundistas, comerciantes, abogados; la guerra fue comandada por militares varones, muchos de los cuales ejercieron luego el poder en los nuevos estados. La historia tradicional ha reducido el rol de las mujeres a episodios aislados de galantería y apoyo marginal a la acción de los generales, o simplemente lo ha silenciado.

Pero el papel de las mujeres en los años en que se luchó por independizar nuestros países fue muy importante. Muchas de ellas conspiraron contra los realistas, recogieron dinero y donaron sus joyas para armar a los ejércitos y acompañaron a los soldados en las batallas –«rabonas» las llamaban–, llegando incluso a combatir y morir en éstas. Las mujeres cocinaban para los soldados y los auxiliaban cuando estaban heridos; ayudaban a enterrarlos y les rezaban las oraciones de los difuntos. Buen número de ellas realizaban peligrosas labores de espionaje o enlace. Hubo madres que animaron a sus hijos a enrolarse en las filas insurgentes. Varias mujeres llegaron a ocupar cargos importantes en los ejércitos libertadores. Algunas fueron encarceladas y ejecutadas por los españoles.

En tiempos independentistas, la presencia pública femenina fue polémica. La mayoría del clero, que era realista, inducía a las mujeres a mantener la lealtad a las autoridades monárquicas y denunciar a los patriotas. Y muchas lo hicieron. Se condenaba la insurrección y se tildaba de pecadoras y hasta de prostitutas a las que acompañaban a los ejércitos. Especialmente, las mujeres que desafiaban la moral colonial y se convertían públicamente en amantes de los jefes y soldados patriotas eran estigmatizadas. Y lo fueron hasta no hace mucho, cuando han comenzado a ser reivindicadas.

La acción de las mujeres, como la de la mayoría de los hombres anónimos que lucharon por la independencia, permanecerá desconocida. Pero se pueden rescatar algunos rasgos de su participación colectiva, así como los de unas pocas sobre las que se puede llegar a conocer mejor su actividad destacada, como ejemplo de la lucha femenina.

Sin agotar los temas, desde luego, me parece que no debemos olvidar los aspectos pedagógicos. Si las independencias son consideradas como los actos fundacionales de nuestros Estados-nación, no sólo tienen interés historiográfico, sino un enorme peso cívico. De ahí su importancia en la enseñanza de nuestras «historias patrias». Al estudiarlas ahora, es preciso que lo hagamos con un adicional sentido crítico sobre la forma en que los estados latinoamericanos se han justificado a sí mismos a lo largo de sus trayectorias, ya largas, desde el siglo XIX hasta el presente.

6. Cuestiones que desee formular y que no hayan quedado registradas anteriormente.

Me parece que podría mencionar al menos una. Y es la necesidad de poner nuestras independencias en un verdadero ámbito mundial y no en el acostumbrado marco nacional y hasta parroquial, como muchas veces sucede.

En 1809 se abrió un proceso político y militar de alcance continental, en medio del cual se produjeron las independencias de casi todas las antiguas colonias españolas de América y también del Brasil, la colonia portuguesa. La ruptura del vínculo colonial tuvo profundas raíces internas, económicas, sociales, políticas y culturales; pero se dio en un marco internacional de revolución y guerra que también tuvo gran impacto en esos acontecimientos. Al mismo tiempo, éstos influenciaron el panorama europeo y mundial de entonces. Pero si bien estas realidades se han mencionado repetidamente en los estudios históricos, se han dado pocos esfuerzos por estudiar comparativamente las independencias latinoamericanas entre sí y con relación a lo que estaba aconteciendo en la Europa de entonces, que avanzaba firmemente en el camino de consolidarse como eje del sistema mundial moderno.

Se han producido muchos estudios sobre la independencia de cada uno de los países de forma individual. Algunos trabajos han estudiado las campañas a nivel regional, como aquellos que han seguido las acciones de Bolívar o San Martín. Unos pocos se han referido al subcontinente latinoamericano como una unidad y han realizado un esfuerzo de comparación entre los diversos procesos independentistas que, por cierto, tuvieron facetas particulares y rasgos comunes muy importantes. Hay muy escasos estudios sobre la relación entre la independencia de Estados Unidos y las de nuestros países. Y todavía menos sobre su impacto en las realidades españolas y europeas, africanas o asiáticas de entonces.

Si el siglo XIX fue el de las independencias latinoamericanas y del crecimiento y auge de los imperios coloniales, el siglo XX fue el de la descolonización de grandes espacios en Asia, África y el Caribe. Esos hechos marcaron el ocaso del colonialismo en el mundo y cambiaron en varios sentidos la geopolítica internacional. Entre la segunda posguerra y los años sesenta, se dieron hechos y en algunos casos guerras de independencia que tuvieron fuerte influencia en el escenario mundial. Sobre estos procesos hay una vasta literatura, pero sin los elementos comparativos suficientes como para entenderlos en una perspectiva amplia.

Las independencias latinoamericanas decimonónicas y los procesos de descolonización de otros lugares del mundo, en el siglo pasado, tuvieron enorme impacto en el ámbito internacional y cambiaron en varios sentidos la historia del mundo. Por ello, las conmemoraciones del bicentenario de las independencias de las colonias hispánicas deben ser una ocasión para promover, quizá por primera vez en la historia, un estudio comparativo entre las dos realidades en un marco global. Comparar los procesos, sus actores, sus continuidades y rupturas, es un gran desafío y un gran aporte académico. Espero que podamos poner un grano de arena para ese esfuerzo en este año.

Las independencias iberoamericanas en su laberinto

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