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JUAN ANDREO

Universidad de Murcia

Todas las conmemoraciones tienen el mismo problema: a medida que se acerca el momento, todo el mundo se apunta a la ocasión y quiere aportar su grano de arena al evento. En el caso que nos ocupa, las independencias iberoamericanas, que ya de por sí llevan un largo bagaje historiográfico, se ven sobrecargadas en los últimos instantes con una verdadera cascada de trabajos y opiniones. En sí mismo este hecho no es negativo, casi siempre ha mejorado la percepción histórica del acontecimiento abriendo aún más la multifocalidad y plasmando mejor la poliédrica visión que sobre el tema se tiene; lo que ocurre es que, en tan poco tiempo, estar al tanto de todo lo que se dice es empresa de titanes. Hará falta que pase algún tiempo más para apreciar en toda su extensión los aportes producidos y, desde luego, estoy seguro de que eso lo harán aquellos que no han aprovechado la ocasión puntal, sino que estaban antes y seguirán después ocupados en el estudio de tales procesos.

Por todo ello, repito, hacer una reflexión sobre este tema concreto se torna complicado en estos instantes; no obstante, se puede intentar afrontar el reto con la conciencia de saber, a ciencia cierta, la imposibilidad de abarcar todas las aristas de tan heterogéneo acontecimiento.

1. ¿Cuál es su tesis central sobre las independencias?

El historiador que utiliza como herramientas para su trabajo el estudio y la visión que, de un determinado acontecimiento, tuvieron aquellos que lo vivieron y dejaron sus testimonios y opiniones, está sujeto a una visión sesgada, o al menos interpuesta, que marcará la dirección de su estudio. No cabe duda de que cuantos más testimonios consulte, más fuentes oficiales y oficiosas, y mejor aplique su experiencia y buen sentido, es posible que se acerque con mayor fiabilidad al proceso que estudia. Lo seguro es que tal circunstancia origina una multiplicidad de enfoques y de interpretaciones sobre un mismo acontecimiento; en el caso de las independencias esa multiplicidad de enfoques y teorías ha sido innumerable dada la importancia del fenómeno.[1]

En todo proceso histórico, el análisis diacrónico de éste es una categoría esencial en su tratamiento, puesto que ningún acontecimiento se explica sin atender, sobre todo, a sus antecedentes en la larga duración. Nada se produce por generación espontánea. Es imposible que alguien se acueste monárquico y se levante republicano. Por tanto, para cualquier explicación de determinado hecho puntual no puede faltar el análisis de lo que podemos llamar sus antecedentes y, en el caso de las independencias iberoamericanas, mucho menos.

El estallido de las independencias, que no la independencia, como tradicionalmente se ha denominado al proceso, ya que en realidad fueron muchas si se atiende a las necesarias diferencias puntuales de formas y consecuencias posteriores fruto de las condiciones y características de cada uno de los territorios de las colonias y de la diferente conformación social de cada entorno, de la existencia de diferentes grupos de poder de distinto origen y diversa ocupación y, por ende, con determinados y variados intereses, derivados de rivalidades regionales o territoriales, etc., presenta, a mi entender, un denominador común: los acontecimientos ocurridos en el entorno continental e insular iberoamericano a raíz de la crisis que se desarrolla, o mejor, se inicia en la Península a partir de 1807 y sobre todo en 1808.

No era nueva la conciencia, más o menos explícita desde hacía años, de que el sistema se estaba desmembrando y que presentaba síntomas de agotamiento. El anquilosamiento de las estructuras tradicionales de las monarquías hispánicas era un asunto del que muchos habían escrito y polemizado. No obstante, a pesar de todo, la situación o situaciones críticas que afloraron durante el XVIII habían sido, al menos en parte, superadas o mantenidas en sordina más o menos artificialmente; por tanto, a pesar de las persistentes premoniciones, más o menos fundamentadas, sobre la inminencia o necesidad de la independencia de los territorios americanos, a pesar de ser cierto que existían descontentos y recelos entre los criollos sobre la prepotencia peninsular en los principales cargos gubernamentales, o por búsqueda de mayores libertades económicas..., las sociedades iberoamericanas no pudieron articular, antes de 1808, un movimiento claro y definido, con el suficiente poder como para llevar a cabo los respectivos procesos de independencia.

Por tanto, opino que ni las explicaciones puramente económicas y hacendísticas, ni la expansión de las ideas surgidas a partir de la Ilustración, ni la coyuntura internacional..., pueden explicar por sí solas el estallido de ese fenómeno. La conjunción de todo lo dicho y algunos otros elementos, como por ejemplo, la mala gestión de la crisis por parte de los funcionarios, la ruptura o el fracaso del pacto entre los grupos de poder por solventar el problema debido a una actitud de defensa a ultranza de sus intereses particulares, la sensación de orfandad debido al secuestro de la Monarquía y, en consecuencia, la necesidad de mantener el orden, el peligro inminente de invasión..., fueron el origen del estallido del proceso que llevará a las independencias. En aquellos lugares donde los distintos grupos de la elite mantuvieron un consenso de cara a la defensa de unos intereses concretos que creían amenazados por la posibilidad de no controlar de modo efectivo la situación (problemas de insurgencia popular o de peligro para la situación de privilegio económico y social, miedo a la revuelta esclava..., en definitiva, miedo a la revolución), ésta se ralentizó y se mantuvo en sordina por lo menos hasta bien avanzado el siglo, tal y como ocurrió en el Caribe español. En esos primeros instantes, tal y como afirmaba Guerra,[2] la opción de la independencia no era tal para la mayoría de los americanos, pero los acontecimientos los despertaron de un cierto letargo, y la velocidad inusitada de éstos los hizo tomar iniciativas impensables hasta ese momento. Iniciativas que, encaminadas a solucionar los problemas que puntualmente se suceden, toman distintas formulaciones detrás de las cuales van tomado cuerpo intereses cada vez más definidos y que cada vez son más irreconciliables entre ellos y en los que no hay vuelta atrás, aunque los propios sujetos no saben dónde les llevarán, tal y como se trasluce en las palabras de Camilo Torres: «... la soberanía que reside esencialmente en la masa de la nación la ha reasumido ella y puede depositarla en quien quiera, y administrarla como mejor acomode a sus grandes intereses». Quedaba abierta una doble opción: si las juntas actuaban como depósito del poder para restituirlo a sus tradicionales detentadores o si había intenciones de no hacerlo así.

En resumen, podemos decir que la acumulación de todas estas variables, interactuando en el momento preciso y en el lugar idóneo, dio lugar al desencadenamiento de un proceso de cambio que resultó irreversible. Proceso de cambio que no es entendible si no se enfoca de manera global, como un fenómeno que ocurre a ambos lados del Océano.

2. ¿Qué provocó la crisis de 1808?

Podemos decir que la crisis de 1808 es el resultado final de una acumulación de tensiones y circunstancias de todo tipo, sociales, políticas y económicas, que venían produciéndose desde ya hacía años en el ámbito de las viejas estructuras de las monarquías ibéricas y que dieron como resultado la transformación de la cultura política del mundo hispánico, según palabras de Jaime E. Rodríguez.[3]

Tales situaciones, como digo, no eran nuevas; al contrario, existen indicios de situaciones de malestar y crisis desde la segunda mitad del XVIII, indicios muy claros de que el mundo colonial venía sufriendo un cambio en cuanto a la valoración que de él se tenía, tal y como recogen los Stein.[4] Este entorno será considerado el teatro de disputa de los problemas europeos, que, en lugar de dilucidarse en el propio ámbito territorial, pasarán a hacerlo en el nuevo continente. En consecuencia, el que en muchas partes de la península y en Iberoamérica se produjese idéntico fenómeno se debe a que la situación, el caldo de cultivo propicio, estaba preparada desde hacía tiempo, sólo que hasta este momento no se habían dado las condiciones necesarias para que cristalizase; una vez que se dieron, se desencadena, en catarata, una serie de acontecimientos que resultaron impredecibles en sus consecuencias.

De lo que no cabe duda es de que lo ocurrido en toda Iberoamérica a partir de 1808 está ligado de manera indisoluble a los acontecimientos de la península provocados a raíz de la presencia de las tropas francesas y de los proyectos de Napoleón. Es un fenómeno de carácter global, si entendemos como tal las dos orillas del Atlántico, y está inmerso en todo el proceso revolucionario mundial que estaba teniendo lugar en esos momentos. En esto son innumerables los historiadores de todas las corrientes que coinciden, a pesar de las matizaciones y puntualizaciones que todos hacen.

Este es el marco genérico sobre el que descansa lo que, yo creo, produce la crisis de 1808; sin embargo, se puede centrar y afinar en causas más puntuales. Todo parece indicar que los criollos americanos, de manera parecida a lo ocurrido en la Península, reaccionaron según las leyes españolas con intentos de formar juntas en defensa de los derechos de Fernando VII. Basados en tales leyes, ante un vacío de poder, buscan la formación de un gobierno que vele por la estabilidad del pueblo y en defensa del rey. De esta manera, la reacción criolla no buscaba, al menos durante esos primeros años, destituir a las autoridades coloniales que representaban a la Corona, sino más bien actuar contra autoridades sospechosas de aproximación al usurpador francés.

De hecho, ninguno de los movimientos subversivos anteriores a esa fecha, considerados en muchos casos por una parte de la historiografía como precursores de la independencia, fue acogido de una manera definitiva ni por la inmensa mayoría de la población ni tan siquiera, y esto es importante, por los únicos grupos que reunían las condiciones sociales, económicas y desde luego intelectuales para llevarlos a buen puerto. El catálogo de situaciones es largo y continuado en el tiempo y, en la extensa geografía colonial española, no es necesario citar los muchos casos que todos tenemos en la mente. Algunos manifestaban su descontento por las condiciones económicas (los monopolios), otros por medidas reformistas puntuales, otros fueron originados por situaciones de explotación y desigualdad, etc. Todos, en un primer momento, despertaron algunas simpatías entre las clases dominantes, o elites criollas,[5] pero el desarrollo de los acontecimientos hizo que pronto declinaran en sus simpatías, y siguieron actuando así hasta que la situación de caos se agudizó con el desastre de Ocaña y se dieron cuenta de que el ejército español no podía contener al invasor y, en consecuencia, empezaron a tomar posturas más comprometidas y más definitivas.

3. ¿Se puede hablar de revolución de independencia o, por el contrario, primaron las continuidades del Antiguo Régimen?

En cuanto a la denominación de este proceso como Revolución, desde la historiografía tradicional del siglo XIX hasta la más reciente, desde opciones ideológicas y políticas contrapuestas, de las más conservadoras hasta las más progresistas, hay unanimidad.

Si acudimos al diccionario de la Real Academia, vemos como de entre las acepciones que la palabra presenta destacan:

1. Acción o efecto de revolver o revolverse.

2. Cambio violento de las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación.

3. Inquietud, alboroto, sedición.

4. Cambio rápido y profundo de cualquier cosa.

Todas coinciden prácticamente en señalar el concepto de cambio, y se completan con adjetivos como violento, rápido o profundo. Por supuesto, el cambio más radical y, por tanto, revolucionario es que de los territorios dependientes de unas monarquías surgen naciones independientes y la mayoría como repúblicas; por tanto, en esencia y según el significado estricto del concepto, se produce una revolución que da como consecuencia la independencia.

En lo que prácticamente toda la historiografía coincide hoy es en que las independencias hispanoamericanas fueron parte de un proceso revolucionario único que, originado en España, se extiende por toda la América colonial. Muchos se empeñan en que se produjo una ruptura; pero pocos ya piensan que fue total. No hace falta ser un genio para saber aplicar el sentido común a cualquier proceso histórico y comprobar que las continuidades son inherentes a cualquier proceso de cambio; claro que, en muchos casos, cuando lo que prima es un fin determinado, se puede obviar esa evidencia y enmascararla, para eso está la historia oficial, cuyo fin es justificar determinadas posturas.

Lo que parece cierto es que, a partir de ese momento, las cosas no fueron iguales. Algo, si no todo, cambió. Sabemos que a partir de los acontecimientos de 1808, empiezan a moverse y a instalarse nuevas fórmulas de sociabilidad política, aparecen conceptos que, no cabe duda, hacía algún tiempo que se gestaban, pero que ahora empezaban a tomar cuerpo y a desarrollarse: ciudadanía, nación, pueblo, soberanía, igualdad, libertad, república..., y sobre todo aparecen nuevos espacios públicos donde interactúan, debaten y se expresan esas sociabilidades y conceptos (conceptos y términos que presentan, es cierto, una polisemia que conviene estudiar en cada caso y entorno). Estoy de acuerdo con que los personajes, como decía Guerra, parecen los mismos, pero el guión y la escenografía empiezan a cambiar, y lo hacen de manera irreversible en un movimiento continuado que hará que, al poco tiempo, todo parezca y sea diferente. A partir de ese momento, las cosas no fueron iguales.

Todo el nuevo vocabulario político es adoptado en los espacios públicos y en las charlas domésticas, y la idea de la participación política se extiende a distintos grupos, adaptándose a una modernidad forzada para evitar el estigma de atraso y tradicionalismo, según afirma Guillermo Palacios.[6] Una modernidad importada, de nuevo, como todo lo anterior, desde Europa. El gran reto era asumir esa modernidad desde una sociedad de Antiguo Régimen, tal y como se hizo o empezó a hacer en Francia después de 1789, desde una sociedad fragmentada, multiétnica, estamental, repartida por un enorme y también disperso territorio, de fronteras y límites poco claros, y se debió de hacer mediante una apoyatura ideológica, a través de una semiótica de la palabra o del gesto, creando así un imaginario que va a producir mutaciones culturales y políticas de amplia significación.[7]

Pero eso sí, hubo revolución cuando interesó, y no antes. Cuando las clases poderosas, las oligarquías dominantes y las elites sociales y económicas pudieron encabezar directamente procesos cuyas consecuencias creían que ya no se les escaparían de las manos, se aprovecharon, incluso, de los movimientos que organizaron o iniciaron las clases subalternas cuando comprobaron que tenían el control. Fue entonces cuando se lanzaron y no antes. No lo hicieron, por ejemplo, en 1796, cuando España no tenía apenas vínculo con sus colonias debido a las guerras con Inglaterra.

En consecuencia, se producirá una ruptura, una transformación; pero, como decía Lynch, esa transformación se basó en los recursos, sobre todo sociales y económicos, heredados del sistema colonial.[8] La ruptura no se produce, pues, de forma abrupta. Se produce en todos los casos una evolución en la que las continuidades no dejan de apreciarse; pero conforme se desarrollan los acontecimientos se van deslizando, a veces insensiblemente los cambios. De manera que, si se pudieran hacer cortes estancos, es evidente que los cambios, pasada una generación, serían evidentes; pero en un análisis diacrónico, no nos aparecerían tan claros. Por todo ello considero que en un primer momento están más claras las continuidades que las rupturas, aunque ambas se dan en cada uno de los territorios de la antigua América colonial.[9]

4. ¿Cuáles son las interpretaciones más relevantes, a su entender, que explican las independencias iberoamericanas?

Muchas han sido las interpretaciones que sobre la cuestión que nos ocupa se han dado. No es mi intención hacer un recorrido exhaustivo de éstas, sobre todo después del excelente trabajo de puesta al día llevado a cabo por el profesor Manuel Chust.[10]

Hoy, prácticamente existe un consenso en el que la tesis tradicional que enfrenta al absolutismo español frente al liberalismo americano como explicación al proceso de independencia, es una interpretación que no da respuesta satisfactoria a la magnitud y complejidad del proceso independentista. Por mi parte, soy más proclive a la opinión de Roberto Breña, que analiza los procesos desencadenados en 1808 a partir de los ejes explicativos de tradición y de reforma.

Al situarnos ante los acontecimientos e intentar darles una explicación, siempre se puede caer en la tentación de zanjar la cuestión con aquello de que una revolución se justifica en sí misma. Creo que no es cierto y, aunque parezca ya una opción pasada e insuficiente para explicarlos, se impone recurrir a los antecedentes. Como decía en párrafos anteriores, todo acontecimiento histórico tiene un pasado, no surge de la noche al día; por tanto, las interpretaciones que indagan unos antecedentes más o menos inmediatos tienen un serio fundamento y no van desencaminadas al buscar en las etapas inmediatamente anteriores a 1808 toda una serie de elementos y circunstancias sociales, económicas, políticas y culturales que prepararon, de alguna manera, las sendas por donde posteriormente circulará la historia.

Una vez analizada y tenida en cuenta la coyuntura histórica que enmarca el fenómeno, queda plantearse, entre otros, aspectos como la simultaneidad y el paralelismo de las situaciones a lo largo y ancho del enorme territorio americano, en un determinado momento y no antes: qué fuerzas profundas fueron capaces de movilizar al unísono a diversas capas de la población americana y por qué... Las respuestas han sido múltiples y variadas, como ya hemos visto. Todas ellas tienen elementos explicativos que deben ser tenidos en cuenta; con todo, por su trascendencia, la tesis de Lynch es una de las más importantes; a mi juicio su planteamiento supone la línea divisoria entre unas interpretaciones un tanto sesgadas y cortas de miras y las que a partir de entonces insertaron los procesos de independencia en una perspectiva global, que puntualizó después Guillermo Céspedes al recoger lo que ya es un aserto asumido por otros muchos historiadores: «La independencia hispanoamericana es difícil de entender si no se inscribe en el marco de referencia que es la Monarquía española sumida en unas crisis de legitimidad política».[11]

Antes y después se ha recorrido un amplio espectro explicativo, poniendo unas veces el acento en las cuestiones económicas, otras en las sociales y las más en las políticas; explicaciones que se superponen o pasan a segundo plano en beneficio de otras que se retoman o se renuevan constantemente a la luz de nuevos enfoques, nuevas metodologías o nuevas fuentes.

Aunque, después de todo, estoy convencido de que este proceso es un conflicto épico, revolucionario, que abarcó todas las contradicciones sociales y tensiones resultantes del régimen colonial hispanoamericano considerado en su conjunto, tal y como afirma Eric Van Young.[12] Tensiones entre raza y clase, entre riqueza y pobreza, entre centro y periferia, entre tradición y modernidad, y que también se erigió como epítome del colapso del imperio transatlántico español, que se instaló en un proceso más amplio de las revoluciones burguesas. Considero que este planteamiento hasta el momento es el que mejor puede explicar el fenómeno. Dicha explicación ha recibido numerosos aportes en los que se aclaran y puntualizan aspectos que atienden a las diferentes aristas que el proceso presenta. Considero que, a partir de Godechot, siguiendo por Manfred Kossok, Jaime E. Rodríguez, Halperín Donghi, François-Xavier Guerra..., se ha ido centrando, con diferencias de apreciación importantes, en las que se pueden considerar las tesis más aproximadas a la realidad de los acontecimientos. Siempre, claro está, a la luz de nuestros conocimientos actuales.

Como bien afirma Manuel Chust en lo que podría ser la interpretación que cierra y da sentido, de momento, a las tesis que acabo de explicitar, el proceso revolucionario desembocaría en una revolución social que acabaría con las relaciones feudales y las estructuras coloniales, inaugurando una suerte de sociedad liberal y capitalista que, de forma cualitativa, culminó en la dura gestación y nacimiento de las repúblicas iberoamericanas.[13]

5. ¿Qué temas quedan aún por investigar?

Los aspectos que a continuación señalo no apuntan ni mucho menos a campos que considere inexplorados. Mi intención es marcarlos como merecedores de una mayor profundización, como sujetos de más amplio estudio en un momento propicio como el de la conmemoración de los bicentenarios. Podrían ser más, pero en aras de la concreción y brevedad voy a resaltar los tres que considero más importantes.

Creo que hay un aspecto fundamental que ha sido relegado tradicionalmente. Hace años que insistía, a propósito de mis trabajos sobre la Intendencia,[14] en el hecho de que a partir de la segunda mitad del XVIII, el grueso de las reformas borbónicas, implantadas sobre todo con Carlos III, empezaron a dotar a las sociedades hispanoamericanas de un utillaje intelectual y económico, de unas infraestructuras y herramientas que, puestas en marcha por una serie de probos funcionarios y con la clara intención de «poner a producir las colonias o con el propósito de reconquistarlas» (compañías comerciales, consulados, intendencias...), fomentaron la producción interior y vías de comunicación terrestres y costeras que cohesionaron territorios, abrieron mercados y pusieron en contacto entornos sociales que habían funcionado en muchos casos como compartimientos estancos; medidas que, pareciendo conseguir sus propósitos iniciales, se convirtieron en un arma de doble filo, porque dotaron, como digo, de instrumento eficaces a la sociedad criolla, o al menos a algunos de sus sectores, para el proceso que se iniciaría después. En palabras de Federica Morelli: «... dado que las reformas favorecieron también a algunos sectores de la sociedad americana, hay que preguntarse ¿hasta qué punto los proyectos reformistas han contribuido a poner en tela de juicio los valores sobre los cuales se fundaba la sociedad?».[15] En consecuencia, sería necesaria y urgente una mayor profundización en este asunto partir de estudios locales y regionales.

Un segundo aspecto que merecería tratamiento en profundidad supondría afrontar el análisis de los procesos de independencia desde la interacción, desde el entrelazamiento entre historia cultural e historia política, como decía Peter Burke, y esto con la clara intención de poner a las clases subalternas, según el término utilizado por Gramsci, en el lugar que les corresponde junto a las elites, cuya actividad ha llenado hasta ahora las historias de las independencias.[16] Hablo de afrontar la temática desde el punto de vista de la historia cultural o, mejor, de las corrientes surgidas a partir del desarrollo de ésta, concretamente desde la óptica de la tan traída y llevada historia de las gentes sin historia, desde la historia de las mentalidades y de las representaciones colectivas e imaginarios sociales, o desde la historia de la vida cotidiana. Se caería en la cuenta de aspectos poco tenidos en cuenta, como la interacción entre la cultura popular tradicional y sus consecuencias a partir de la conmoción originada por los movimientos de independencia; se profundizaría en el papel desempeñado por las masas indígenas, en el de los esclavos y libres de color, en el de las grandes olvidadas, las mujeres, y no la mujer individual que hasta ahora ha sido abordada por la retórica nacionalista a partir de su vinculación con próceres o héroes, se profundizaría en la línea trazada por Eric Van Young[17] a propósito de la historia cultural de la violencia o de la mixtura entre cultura y rebelión.

Por último, creo que habría que incidir con mucha más precisión y profundidad en el papel desempeñado por las sociedades secretas y las logias masónicas, que, no cabe duda, dieron un novedoso y marcado carácter a algunos de los espacios de discusión que se abrieron entonces y que rompieron con un cierto sprit de corps a favor de un sprit de société, según indicaban Guillermo Palacios y Fabio Moraga.[18]

[1] Manuel Chust y José Antonio Serrano (eds.): Debates sobre las independencias iberoamericanas, Madrid, Iberoamericana, 2007. Ver una aproximación a esa multiplicidad de enfoques en el primer capítulo, firmado por los editores, pp. 9-25.

[2] François-Xavier Guerra: Modernidad e Independencias, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 428.

[3] Jaime E. Rodríguez O.: «El reino de Quito», en Manuel Chust (coord.): 1808. La eclosión juntera en el mundo hispano, México, Fondo de Cultura Económica-El Colegio de México, 2007, p. 187.

[4] Stanley J. Stein y Bárbara H. Stein: El apogeo del imperio. España y nueva España en la era de Carlos III, 1759-1789, Barcelona, 2004. Ver el capítulo primero.

[5] Término que habría que puntualizar muy bien, como explica el profesor Manuel Chust en «La Independencia en Hispanoamérica. Reflexiones, revisiones y cuestiones antes de los bicentenarios», Anuario de Historia Regional y de las Fronteras, vol. 12, septiembre de 2007, pp. 385-414.

[6] Guillermo Palacios: «La herencia colonial en las Independencias Iberoamericanas: equilibrios y oscilaciones en la construcción de la Nación y el futuro de la Historia», Foro Bicentenarios, Santiago de Chile, 2006, p. 223.

[7] Guerra: Modernidad…, op. cit., pp. 85-102.

[8] John Lynch: «Factores estructurales de la crisis: La crisis del orden colonial», en Germán Carrera Damas y John V. Lombardi: La crisis estructural de las sociedades implantadas, París, unesco, 2003, p. 52.

[9] Así se demuestra a lo largo de todo la obra citada en la nota anterior.

[10] Manuel Chust: «La independencia en Hispanoamérica...», op. cit.

[11] Guillermo Céspedes del Castillo: La Independencia de Iberoamérica. La lucha por la libertad de los pueblos, Madrid, 1988, p. 11.

[12] Eric Van Young: La otra rebelión, México, Fondo de Cultura Económica, 2006, pp. 25-26.

[13] Manuel Chust: La independencia en Hispanoamérica..., op. cit.

[14] Juan Andreo García: La Intendencia en Venezuela. Don Esteban Fernández de León, Intendente de Caracas, 1791-1803, Murcia, 1991. Del mismo autor: «Notas para el análisis y replanteamiento del protagonismo de una institución Borbónica: La Intendencia en Indias», en VV. AA.: Las transformaciones hacia la sociedad Moderna en América Latina, Leipzig-Köln, 1996, pp. 771-800. Y «La Intendencia Indiana. Análisis historiográfico y perspectivas», Contrastes, vol. 9-10, 1998, pp. 237-258.

[15] Federica Morelli: «La redefinición de las relaciones imperiales: en torno a la relación Reformas dieciochescas/Independencia de América», Nuevo Mundo. Mundos Nuevos [en línea]. Debates 2008, puesto en línea al 17 de mayo de 2008. URL: <http//nuevomundo. revues.org/index3242.html>, p. 1.

[16] Peter Burke: ¿Qué es la Historia cultural?, Barcelona, 2005, p. 129.

[17] Eric Van Young, op. cit., p. 55.

[18] Guillermo Palacios y F. Moraga: La Independencia y el comienzo de las regímenes representativos, Madrid, Síntesis, 2003, p. 139.

Las independencias iberoamericanas en su laberinto

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