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ÓSCAR ALMARIO

Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín

1. ¿Cuál es su tesis sobre las independencias?

En términos sustantivos, lo que propongo es comprender el proceso de las independencias iberoamericanas desde una perspectiva que permita completar los enfoques críticos adoptados por la historiografía nacional e internacional en las últimas décadas, que por lo general lo analizan como una consecuencia de la crisis política en el mundo hispánico que se trasformó en revolución política en las antiguas colonias, o como una guerra de independencia que condujo a la aparición de las naciones modernas y a la república como nueva forma de gobierno adoptada por los Estados nacionales emergentes. Desde tales perspectivas analíticas, revolución política, guerra de independencia y formación del Estado nacional son conceptos con los cuales se han pretendido explicar los acontecimientos y que suponen la existencia de unos proyectos orgánicos liderados por las elites criollas como agentes por excelencia de la modernidad, pero que sin embargo debieron contar con el concurso de los sectores populares considerados en principio como agentes de la tradición. Más allá de su utilidad analítica, que nadie pone en duda, estos y otros conceptos revelan su opacidad, cuando no sus contradicciones, al ser sometidos a la carga de la prueba histórica y de la evidencia documental, desde las cuales sale a flote la extraordinaria complejidad de la realidad americana, que deshace cualquier pretensión reduccionista, o modelo simplificador o generalizador. Todo esto simplemente invita a considerar otras dimensiones del proceso que hasta ahora han sido invisibilizadas y a persistir en la construcción de su cabal y completa complejidad.

En tal sentido, pretendo comprender el proceso de las independencias iberoamericanas como la irrupción inédita y amplia de un conjunto de acontecimientos y fenómenos que se pueden analizar en dos planos, el histórico procesual (acontecimiento y proceso) y el histórico conceptual (devenir). Por una parte, como proceso, la ruptura del orden político-institucional colonial se resolvió mediante la irreversible inscripción de estos países en la modernidad política, en virtud de la emergencia sorprendente del sujeto moderno de la nación desde lo más profundo de las condiciones del dominio colonial. Por otra, como devenir, la experiencia iberoamericana reexaminada hace posible una doble acción, la de su recuperación del contexto del relato historicista y la de restitución de su espacio-tiempo social como singularidad dentro de la modernidad occidental, lo que entre otros aspectos implica reconocer su propia centralidad histórica y, por consiguiente, el descentramiento (pero no negación) de Europa en el análisis.

La tesis que se acaba de exponer plantea una ruptura importante con los enfoques más o menos convencionales al respecto. En efecto, es frecuente que las independencias iberoamericanas se aborden por los distintos enfoques analíticos que se ocupan de ellas, o bien como continuidades de las revoluciones europeas que le dieron forma a la modernidad, o como simples epifenómenos que confirmarían la supuesta centralidad histórica de los procesos europeos, o en el mejor de los casos como circunstancias especiales que hay que tratar de comprender en el contexto colonial, pero sin atreverse a cambiar de fondo los esquemas metodológicos dominantes de centro-periferia o de lo universal y lo particular.

Sin embargo, hasta ahora, nos hemos privado de la posibilidad de examinar las independencias iberoamericanas como la constatación histórica de la existencia de una contemporaneidad simultánea en estas latitudes tropicales y en condiciones coloniales, y no solamente como el registro de acontecimientos que aparentemente confirmarían el desarrollo lineal de la historia occidental en sus fronteras. Dicho en otras palabras, las independencias iberoamericanas nos invitan a un doble ejercicio, tanto de descentramiento de la historia, como de fragmentación del tiempo histórico, con el fin de revaluar la condición y los motivos de los sujetos sociales y sus acciones, desvelar el complejo entramado de relaciones entre una modernidad imaginada desde Europa y la realidad colonial de América e identificar los flujos y las conexiones entre la modernidad como tal y la formación de la modernidad política en las antiguas colonias europeas. Desde esta perspectiva, las independencias iberoamericanas deberían ser revaluadas tanto por ser un poderoso momento de cambio social, como por ofrecer una posibilidad de interpretación contrahistórica frente al historicismo y el eurocentrismo.

2. ¿Qué provocó la crisis de 1808?

Sin duda, en la crisis de 1808 confluyeron varios factores que interactuaron para que se produjera una gran revolución política en el mundo hispánico con amplios efectos en las colonias de América. En efecto, como es sabido, los acontecimientos más importantes que se han de tener en cuenta son: la crisis de la Monarquía española, la ocupación francesa de la península y la abdicación de sus gobernantes, sumados a los antecedentes de intentos de modernización del Estado imperial y las consiguientes modificaciones de los pactos de la Corona con los cuerpos provinciales y corporativos en la metrópoli y las colonias a lo largo del siglo XVIII, amén de la crisis de representación que eclosionó en todo mundo hispano en la modalidad de juntas de gobierno que asumieron la soberanía ante el hecho del rey ausente desde 1808.

Ahora bien, en términos sintéticos se puede plantear la hipótesis de que 1808 actúa como el detonante coyuntural de una situación estructural acumulada en la cual convergieron factores económicos, políticos y simbólicos. No obstante, cabe preguntarse por la simultaneidad y profundidad de una crisis política en la metrópoli que se traduce en revolución política en sus colonias. Las contradicciones estructurales del imperio español han sido analizadas mediante el binomio hegemonía/decadencia y la llamada «paradoja española». En efecto, la historia de España ha sido expuesta como la historia de una espectacular hegemonía establecida en el siglo XVI, seguida por una larga decadencia ocurrida del XVII al XIX. Respecto a la paradoja española, Antonio-Miguel Bernal volvió sobre ella recientemente para llamar la atención sobre unas relaciones poco estudiadas, entre los costes/beneficios del Imperio y su frustrado proyecto nacional de Estado unitario, cuestión que juzgo muy pertinente para los propósitos de esta comunicación, centrada en el caso de las independencias iberoamericanas. Conviene recordar los tres componentes de la paradoja: España, pionera de la modernidad capitalista, quedó finalmente rezagada respecto a los otros países del Occidente europeo; España, no obstante haber sido el titular del mayor imperio que haya existido desde la antigüedad, no formó como tales colonias, sino Reinos de Indias o de ultramar, y, finalmente, España, aunque promovió el primer ensayo de Monarquía universal, dejó sin acabar la construcción de su propio proyecto nacional de Estado unitario. En resumen, para el momento crucial de 1808, el Imperio español se encontraba más unido que integrado y, por lo tanto, expuesto a múltiples presiones, tanto externas como internas.

3. ¿Se puede hablar de revolución de independencia o, por el contrario, primaron las continuidades del Antiguo Régimen?

Se trata sin duda del contexto de una «gran revolución política» en todo el mundo hispánico, pero que tuvo su concreción particular en Hispanoamérica como «revolución de independencia», lo que parecería indicar que, por lo general, los análisis se decantan por dar cuenta de un cambio centrado exclusivamente en la esfera de lo político. Lo que también equivale a decir que en los órdenes social, económico y cultural prevalecieron las condiciones de antiguo régimen. Sin embargo, la dinámica de los acontecimientos fue tan poderosa, que incluso en el plano de lo político tomó forma una situación excepcional en comparación con Europa, en la medida en que irrumpió una modernidad política radical pero incompleta, que en el caso de Nueva Granada incorporó a la política y masivamente al pueblo (sobre todo negros y pardos, y en menor medida mestizos e indios), a través de la guerra, con la cual se cuestionaron instituciones de antiguo régimen como la esclavitud, el tributo indígena y los fueros de las ciudades y provincias. Adicionalmente, la guerra de independencia introdujo una movilidad geográfica inédita que sólo se volvería a repetir con las migraciones laborales y los procesos de colonización de finales del siglo XIX y del XX.

Los imaginarios de las elites y de los sectores populares, aunque con orígenes y características diferentes, tendieron a confluir al hilo de los acontecimientos y de sus primeras interpretaciones nacionalistas, lo que permite comprender por qué los ideales que animaron la Campaña del Sur, los primeros diseños constitucionales y la formación de la Gran Colombia, bien pudieron ser percibidos como momentos memorables por los humildes miembros del Ejército Libertador, por los pueblos que celebraban o padecían los triunfos o por las gentes sencillas que recibían las proclamas y hasta es posible que algunos de ellos alcanzaran a tener plena conciencia de estar participando de cosas muy grandes para los países en formación y para la humanidad en general. Sin embargo, esto no significó, ni en esos momentos ni posteriormente, que el mundo tradicional hubiera refluido como referente tanto para las elites como para los grupos subalternos, sino todo lo contrario. En efecto, tradición y modernidad se entremezclaron de forma original para producir una realidad social y política distinta, a la vez que similar a la que le había antecedido, lo que explica la ambigüedad y aparente contradicción de los acontecimientos. De tal manera que negros y pardos fueron movilizados por los independentistas, pero temiendo siempre el peligro de la pardocracia, el fin de la esclavitud y la formación de ciudadanía se convirtieron en componentes de una ecuación sin solución para las elites dirigentes, mientras que la protección e integración de los indígenas y su inclusión política en las instituciones republicanas fue otro escenario de los problemas lanzados a la modernidad política desde los imaginarios de la identidad tradicional, como también lo fueron la injerencia de la Iglesia en los asuntos privados y sociales, o la del Ejército en las cuestiones del ordenamiento institucional, o las identidades de pueblos y provincias frente a la construcción de la identidad nacional. Los actores étnicos y sociales tradicionales, sus prácticas e imaginarios y su manera de experimentar la modernidad política, contrastaban con la urgente necesidad de inventar una identidad auténticamente moderna pero a partir del predominio de una cultura política corporativa y pactista, y una composición étnica y social heterogénea e iletrada, todo ello en medio de un territorio tan extenso y diverso como despoblado y la precaria herencia del aparato administrativo colonial.

Estos pueblos «entraron», pues, en la modernidad política a través de la Guerra de Independencia y sin contar con una etapa previa de preparación, tal como lo sugirieron posteriormente los filósofos políticos europeos con la masificación de las ideas ilustradas y mediante la enseñanza universal. Por el contrario, en Hispanoamérica, estos sujetos políticos forzados a la modernidad, tuvieron que incluirse de forma heterodoxa en la contemporaneidad de entonces, dando lugar a una de las experiencias colectivas más originales de la modernidad. Por lo mismo, no resulta casual que en relación con las grandes ideas políticas del momento, como el autogobierno, la libertad, la igualdad y la ciudadanía, la experiencia iberoamericana abunde en ejemplos de proyectos audaces que, aunque en buena medida no se llevaron a cabo, de todas formas anticiparon varios de los debates clásicos del siglo XIX. Así por ejemplo, el autogobierno en estos países vino a resolver de forma radical tanto las moderadas discusiones acerca de la inclusión de los criollos americanos en un ordenamiento reformado del Imperio español realizadas en las Cortes de Cádiz y que la restauración absolutista canceló para siempre, como las propias vacilaciones de los criollos respecto de la separación definitiva de España. A su vez, Bolívar, con su propuesta de la creación de la Gran Colombia, pretendió darle un alcance ambicioso al republicanismo naciente en las antiguas colonias españolas, con lo cual apuntaba en una dirección contraria a la de la tendencia expansiva de los imperios europeos, que justamente se consolidaría durante el siglo XIX.

4. ¿Cuáles son las interpretaciones más relevantes, a su entender, que explican las independencias iberoamericanas?

Desde las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX los procesos de la independencia comenzaron a ser mejor conocidos, como lo evidencian trabajos seminales como los de J. Lynch, F. Chevalier y R. Konetzke, por ejemplo. Aparte de considerar la influencia de los elementos culturales externos, como las ideas ilustradas, la Revolución francesa, la filosofía neoescolástica de Suárez o la independencia norteamericana, estos estudios empezaron a concederle una mayor atención a los factores internos y especialmente a las rivalidades entre criollos americanos (blancos o mestizos) y españoles (peninsulares), así como a sus consecuencias durante el período de la Independencia y a la cuestión del legado colonial en América Latina. Desde esta perspectiva, las tensiones sociales se habrían intensificado en las últimas décadas del siglo XVIII con las reformas borbónicas, en la medida en que buscaron una mejor administración y un poder más centralizado, constituyendo por tanto un notable y contradictorio esfuerzo por racionalizar los contenidos y dispositivos de la dominación, pero que finalmente contribuyeron al resquebrajamiento y colapso final del poder colonial. Sin embargo, aunque este cambio de enfoque de lo externo a lo interno significó un avance historiográfico en la medida en que se ganó en densidad en los análisis, de alguna manera seguía presa de una perspectiva centrada en los procesos institucionales del Imperio, la resistencia de la aristocracia criolla y sus supuestas consecuencias, con lo cual se velaban otros componentes de la situación colonial y se desconocía la presencia de otros sujetos sociales y sus acciones. Por eso Lynch podrá afirmar que el nuevo imperialismo de Carlos III tuvo el objetivo de detener la primera emancipación de Hispanoamérica, que sus políticas reformistas constituyeron una segunda reconquista de América y que la reacción a éstas condujo a la Independencia. La cual es representada como una fuerza poderosa pero limitada, que si bien deshace los vínculos con España y destruye la estructura del Estado colonial, deja intactas las arraigadas bases de la sociedad colonial. Por todo lo anterior concluía que la Independencia es esencialmente una revolución política y que con ella se inició un período de cambio que debía continuar en otras fases del desarrollo histórico. La idea de la Independencia como una primera etapa de cambio se refuerza con el análisis de la figura del caudillo, la cual emerge de las guerras de Independencia con el propósito de llenar el vacío de poder que dejan tanto la destrucción del Estado colonial como la precariedad de las instituciones republicanas. Chevalier, por su parte, analiza la hacienda como el otro gran tipo socioeconómico común a la historia latinoamericana independiente, en la medida en que desde lo rural se asume un protagonismo político y social que en principio estaba destinado para lo urbano y que una modernidad política y cultural incompleta impide hacer efectivo en ese momento. Asimismo, Konetzke sostuvo que si bien era posible emanciparse políticamente de la dominación metropolitana, no lo era el liberarse de las tradiciones acuñadas por ella y que por eso esas estructuras históricas seguían gravitando sobre el presente. Para los efectos partió de una cuidadosa revaloración de la economía, la sociedad y la cultura construidas por los imperios español y luso-brasilero en América, que sin embargo no logra escapar de una perspectiva totalizante de la historia que le impide apreciar en toda su magnitud la singularidad de la inscripción americana en Occidente y preguntarse por los otros legados culturales.

En las décadas siguientes y hasta el presente, bajo la influencia de la escuela de Annales en Francia y la historia social inglesa, la historiografía latinoamericana experimentará un significativo impulso que la conducirá a descubrir esos otros legados culturales de América, de indígenas, afroamericanos y mestizos, los cuales van a ser analizados desde la etnohistoria mesoamericana y andina, los estudios afroamericanos y la historia social y política. En efecto, de la mano de renovadas estrategias de investigación y crítica documental, la historiografía crítica cuestionará la historiografía nacionalista de los siglos XIX y XX, y en ese esfuerzo encontrará, o mejor dicho, construirá nuevas unidades de análisis, como las rebeliones indígenas y populares, la incidencia de la experiencia colonial y de los pactos escritos y no escritos en la formación de una cultura política tradicional escenificada en villas y ciudades pero en contacto cercano con el mundo rural, las diversas modalidades de resistencia a la esclavitud y la coexistencia de la esclavitud y la libertad en la experiencia colectiva, el enorme peso de lo racial y lo mestizo en la vida social, así como una lectura mucho más sutil acerca de las relaciones entre actividades económicas, instituciones coloniales y colectivos humanos, entre otros temas. De tal manera que, al irrumpir la modernidad política con el proceso de la Independencia, ésta no partirá de cero y se propiciará un encuentro súbito y original entre lo existente y el cambio, una suerte de sincronía inédita de todo ese entramado de sujetos étnicos y castas en un sentido estratificados y en otro entremezclados, de imaginarios distintos pero en interacción, de identidades e intereses tanto diferentes como complementarios, que será el fermento de las virtudes y los vicios de los proyectos políticos, la imaginación de futuro y la redefinición de las identidades.

El recorrido historiográfico es sin duda notable, y por lo mismo, estamos en condiciones de comprender mejor la profundidad y complejidad de estos procesos. Así, los más penetrantes análisis intentan avanzar hacia territorios y problemas históricos hasta ahora más o menos inexplorados. A. Annino y F.-X. Guerra han animado una relevante discusión acerca de la invención de la nación moderna en el mundo iberoamericano, observando que las independencias no fueron la causa, sino el producto, de la crisis de las dos monarquías peninsulares, y que su «precocidad casi anormal», en tanto no se partió de un antecedente «nacionalista» en estos territorios, se explicaría por ocurrir durante la etapa de decadencia definitiva de ambas metrópolis y bajo el signo de ser la primera experiencia de caída de imperios en la era moderna. La Independencia se define, entonces, por una época de crisis política que conduce a una revolución política.

Ahora bien, la experiencia iberoamericana hace pensar en la utilidad del concepto de salto cuántico de los físicos pero con fines sociopolíticos, puesto que la súbita irrupción de una nueva legitimidad, la de la nación, que sirve de sustento a la formación de los nuevos estados soberanos, procede del abigarrado y heterogéneo universo de «comunidad de comunidades» que conformaban los imperios y que se sentía parte de ellos y representados por las monarquías de España y Portugal. Desde ese universo molecular de identidades distintas, jerárquicamente organizadas y corporadas, emergerá el nuevo sujeto de la nación moderna, dando inicio a un largo y tormentoso viaje hacia la verdadera formación de una comunidad política basada en un pueblo de individuos-ciudadanos. Precisamente, estudios como el de M.-D. Demélas para el caso andino permiten examinar las complejas mediaciones establecidas desde la Independencia entre el universo tradicional y los proyectos modernos de la democracia representativa, en la medida en que detalla cuidadosamente las tensiones existentes y los compromisos establecidos entre imaginarios, prácticas y representaciones de orígenes diversos pero obligados a confluir en una realidad conflictiva. Entre el sujeto moderno del ciudadano imaginariamente invocado por los dirigentes nacionales y los sujetos reales y sus comunidades tradicionales, median un conjunto de iniciativas, políticas, dispositivos e instituciones que propenden por la transformación social con mayor o menor éxito, los cuales vienen siendo estudiadas por los historiadores.

Uno de esos dispositivos fue la historiografía (y la geografía) como tal. Al respecto, G. Colmenares pudo establecer que la historiografía nacionalista del siglo XIX en América Latina, con su exaltación de los héroes criollos, cumplió una función contracultural en relación con los demás sujetos étnicos y sociales, a los que les negó su lugar en los acontecimientos y en su posterior evolución, con lo cual se facilitó el control del pasado desde el presente por parte de quienes se erigieron en los vencedores de la guerra y en los dirigentes del proyecto nacional. En tal sentido, de la Independencia entendida como momento heroico, se produce el efecto de una impresión ficticia de unidad entre las antiguas castas sociales, lo que por otra parte posibilita su representación como momento de epifanía o seminal, dando lugar a la instauración de una especie de presentismo con el que se origina el relato histórico moderno. El historicismo decimonónico no sólo significa una negación del pasado colonial sino de la experiencia social como tal y de la propia condición de los sujetos colectivos.

M. Chust, a propósito del bienio trascendental de 1808-1810, rescata para el análisis histórico el valor del acontecimiento o de una cadena de acontecimientos que forman una estructura, abriendo la posibilidad de su comprensión en una doble vía, es decir, desde los dos hemisferios hispanos, el europeo y el americano, o en un sentido dialéctico, como dicho autor prefiere decirlo. Por su parte, en su reciente biografía de Bolívar, J. Lynch puede afirmar en forma sintética y brillante lo siguiente: «Como fenómeno social, la guerra de independencia puede verse como la competencia entre los criollos republicanos y los criollos realistas por conseguir ganarse la lealtad de los pardos y reclutar a los esclavos. En el modelo bolivariano, la revolución se convirtió en una especie de coalición contra España, una coalición de criollos, pardos y esclavos». Los acontecimientos, las grandes estructuras, los modelos comprehensivos están, pues, de vuelta, pero ya no para reafirmar centralidades y universalismos históricos, sino para reconocer la extraordinaria densidad de los hechos y para ayudarnos a asumir el reto estimulante de su comprensión.

5. ¿Qué temas quedan aún por investigar?

El racismo y las regiones, y su abordaje desde las perspectivas de la etnicidad y la región, son, en mi opinión, dos temas importantes que desarrollar en el inmediato futuro y que, en lo posible, se deben llevar acabo como programas colectivos de investigación y no sólo como proyecto personal. Como es sabido, la noción de raza surge durante el siglo XVIII como una de las tantas construcciones de la modernidad ilustrada, y con ella se procedió a la jerarquización de los grupos humanos y, en particular, de los americanos originarios, así como de los otros grupos trasplantados, como los blancos, y de los cautivos, como los negros, amén de sus respectivos cruces raciales que, en la América española y portuguesa, condujeron a una auténtica manía clasificatoria, con la cual se reforzó el sistema social de castas como dispositivo de racialización y dominio. El racismo es una ideología particular que acompaña la expansión occidental, sobre todo durante el siglo XIX, pero que sin embargo no tiene una sola manera de presentarse, sino que por el contrario se ajusta a geografías, pueblos y condiciones de la explotación y la dominación. Precisamente por eso, tal vez sea más conveniente hablar de racismos que de racismo. En esa dirección, es importante una historia del racismo y sus configuraciones sociales en el Nuevo Reino de Granada y de sus relaciones con el racismo republicano y contemporáneo de Colombia. En otro lugar y en pos de esta pista, he planteado cómo, durante las guerras de independencia en la antigua Gobernación de Popayán, una sociedad esclavista situada en el suroccidente de la actual Colombia expresó con fuerza un proyecto libertario negro que, no obstante su carácter inorgánico, valida que se puedan entender varios acontecimientos y procesos en términos de una guerra de castas.

En el caso colombiano, resulta definitivo reconocer complejos fenómenos de diferenciación regional y fragmentación del poder, lo cual es válido para el dominio colonial, pero sobre todo para el proyecto republicano durante la construcción temprana del Estado nacional. La cuestión regional adquiere connotaciones muy particulares por varias razones: por la debilidad del nacionalismo que rápidamente se divide en dos partidos históricos, por la muy precaria construcción de Estado y por su no menos frágil expresión simbólica, lo que permitió la capacidad de presión de las provincias y la territorialización del poder de sus caudillos. De esta manera, se prolongó el desencuentro entre las etnias, la Nación y el Estado. En estas condiciones, los sectores subalternos tuvieron una amplia capacidad de resistir y negociar con la sociedad dominante regional y hasta de edificar sus proyectos propios. La perspectiva regional podría contribuir al descentramiento del que ha sido considerado como el sujeto por excelencia del siglo XIX, es decir, el Estado.

6. Cuestiones que desee formular y que no hayan quedado registradas anteriormente.

Un análisis crítico del proceso de las independencias iberoamericanas permite concluir que sus grandes tendencias constituyeron, de hecho, interpelaciones notables a dos grandes supuestos que para ese momento ascendían como parte de las ideas fundamentales de Occidente: por una parte, el historicismo, la idea de la historia como una unidad o totalidad en progresión constante, desde la cual se podían comprender todas sus partes y, por otra, la universalización de la experiencia europea, en el sentido de un camino civilizatorio que obligatoriamente debían recorrer las demás sociedades. Como es sabido, dichos supuestos, que provenían del siglo XVIII, experimentaron un singular impulso a principios del XIX al ser especialmente animados por los avances del proyecto napoleónico, que las ideas ilustradas inicialmente saludaron como destino universal y después cuestionaron por sus excesos despóticos. Finalmente, todo esto transformó estos supuestos en doctrina racional de validez general y en voluntad de poder, por lo cual terminaron por servir de sustento a la expansión europea a escala global.

Contrariando cualquier idea unívoca y unidireccional de las tendencias históricas, a la luz de la experiencia iberoamericana se puede decir que la revolución de Independencia formó una esfera política moderna –en virtud de los tiempos, los ideales y las alternativas institucionales–, pero habitada y trasegada por actores y proyectos que provenían de la amplia heterogeneidad social y étnica de los reinos americanos. Razones por las cuales los distintos sujetos sociales actuaron tanto en clave universal como particular, es decir, en un sentido desde la modernidad y en otro desde la singularidad americana. Lo que entre otras cosas significa que existieron no una sino varias guerras de independencia, y no un proyecto libertador sino tantos proyectos como fueron capaces de darle expresión los distintos actores sociales y étnicos, bien fuera desde el bando de los republicanos o bien desde el bando de los realistas, o incluso desde sus propios proyectos, fueran estos orgánicos o inorgánicos, e independientemente de que tuvieran una dimensión local, provincial o nacional.

Las independencias iberoamericanas en su laberinto

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