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BEATRIZ BRAGONI

CONICET/Universidad Nacional de Cuyo

1. ¿Cuál es su tesis central sobre las independencias?

Las revoluciones de independencia hispanoamericanas han sido y siguen siendo un tema controvertido; esa razón explica la centralidad que han tenido en la agenda de los historiadores desde la constitución de las disciplinas académicas que acompañaron la formación de los estados nacionales, y que hicieron de ellas el germen de las narrativas fundacionales de las nacionalidades hispanoamericanas en el siglo XIX. Esa dilatada genealogía literaria en la que se inscribe la actual agenda de investigación se ha nutrido de diferentes climas historiográficos e intelectuales. Mirado con perspectiva, ese denso derrotero interpretativo habilitaría a postular la existencia no de una, sino de varias historiografías sobre las independencias, y si podemos pensarlas en plural es porque la fertilidad del debate académico contemporáneo se inscribe en tradiciones historiográficas (que en ocasiones no escapan a las historiografías nacionales) que no siempre dialogan entre sí, y quizá esa dimensión sea la que la distingue de las prevalecientes treinta años atrás. Pocas dudas caben sobre que los contrastes con aquellas historiografías deberán atender a los climas institucionales, políticos e intelectuales que alimentaron su curso, como en las nociones esencialistas y nacionalistas que vigorizaban aquellos relatos. Y si bien hasta los años setenta, las historiografías académicas y militantes habían avanzado en la caracterización de sus dimensiones políticas, institucionales, ideológicas e incluso económicas, el debate ideológico había hecho de ellas un terreno de confrontación entre verdaderos «catecismos revolucionarios» nacidos al abrigo de empresas intelectuales la mayoría de las veces revisionistas en sus variantes de izquierda o de derecha. Con algunas excepciones, ningún clima semejante ha de encontrarse hoy por la sencilla razón de que el debate sobre aquel fragmento del pasado iberoamericano se circunscribe al ámbito académico en sentido estricto, en el cual brilla un consenso inusitado por aquello que antes generaba posiciones encontradas. Esa suerte de enfriamiento ideológico de la labor intelectual que acompañó la conformación de los estudios sobre las revoluciones de independencia en las últimas décadas ha permitido trazar un repertorio de temas y problemas comunes que han mejorado su comprensión histórica, y del cual pretendo ofrecer algunas notas en las páginas que siguen, haciendo un uso libre del temario propuesto por el profesor Manuel Chust.

Ensayar respuestas al puñado de interrogantes formulados constituye un desafío estimulante y al mismo tiempo complejo. Lo estimulante deriva concretamente de la oportunidad de sintetizar un abanico tan atractivo de problemas; lo complejo reside justamente en el enorme corpus bibliográfico que, desde la fundación de las narrativas clásicas, ha indagado sobre los pormenores del formidable proceso de transformación que hasta 1808 configuró el esquema de identificación política y cultural en una porción nada desdeñable del mundo atlántico. Antes y ahora, la especificidad del tema que nos ocupa reside en que se trató de un fenómeno histórico tortuoso, violento y creativo que configuró un nuevo mapa sobre los territorios que hasta entonces habían formado parte de las Indias españolas, y contribuyó a modelar el mundo político contemporáneo.

Al interior de esa diversidad rica en matices y tradiciones, podría convenirse que la tesis central que hoy organiza la agenda de los estudios sobre las revoluciones de independencia las interpreta al interior de la estela de las revoluciones políticas que transformaron las formas prevalecientes de relación entre gobernantes y gobernados en el mundo atlántico, y que en su variante hispanoamericana hizo de ellas el acontecimiento medular que, al quebrar el lazo de dependencia secular, dio como resultado un repertorio de comunidades políticas soberanas en los territorios que hasta entonces habían integrado la vasta geografía imperial. Aun a riesgo de economizar al extremo mi argumento, me parece conveniente reparar en cuatro presupuestos que considero indicativos del nuevo canon historiográfico: el desencanto de las visiones unidireccionales y progresivas que hacían posible pensar el pasado como receptáculo especulativo de los dilemas contemporáneos; el abandono parcial de nociones afines a las historias militantes de cuño nacionalista por sus consecuencias en los usos políticos del pasado; la atención dedicada al contexto iberoamericano como a los espacios locales en la medida que iluminan aspectos poco advertidos desde perspectivas generales y/o nacionales, y la confianza depositada en enfoques e instrumentos analíticos refinados cuyos usos han permitido capturar las formas de concepción del poder y la política, así como mejorar la comprensión de las motivaciones y el sentido de la acción política individual y colectiva. En este punto, las nociones de fabricación o invención dieron el giro necesario para cuestionar las perdurables versiones genealógicas de la nación diseñadas por las historiografías decimonónicas, aunque para ser justos, no sólo por ellas. Aquí, como en otras disciplinas, el repertorio de temas y enfoques contemporáneos vino acompañado de un conjunto de inflexiones operadas en el interior del campo historiográfico en sentido estricto, el cual aparece vertebrado por la crisis de los paradigmas clásicos, el declive de los modelos estructurales y cuantitativos y su eventual reemplazo por perspectivas cualitativas que hicieron de los actores, las prácticas y las representaciones sociales el centro de atención de los historiadores.

Ahora bien, si esa relocalización de la política y lo político organiza el nuevo canon historiográfico, resulta difícil obviar que la posibilidad de repensar la naturaleza política de las revoluciones de independencia no haya sido también tributaria de las interpretaciones prevalecientes antes de que las nuevas perspectivas y enfoques ganaran adeptos en los ámbitos académicos. En tal sentido, cualquier revisión historiográfica sobre el tema que nos ocupa deberá admitir el potente legado de las interpretaciones nacidas al abrigo de las vertientes

«estructurales» que hicieron de la economía, la demografía y la sociedad el centro de las preocupaciones intelectuales, y que mejoraron la comprensión de procesos históricos en la «larga duración», sirviendo en definitiva a precisar con más detalle el sentido de aquella dimensión eminentemente individual de la vida histórica que Braudel metaforizó en su Mediterráneo con la «agitación de la superficie, las olas que alzan las mareas en su potente movimiento». A decir verdad, y siguiendo la huella advertida por Pierre Rosanvallon, esa matriz (y no otra) es la que habilita y justifica a emprender la renovación de la historia política. Cualquier lector atento al curso de aquellas historiografías podrá percibir que no se trataba por cierto de preocupaciones ajenas a los historiadores de la economía y la sociedad hispanoamericanas en el preludio de la revolución, sino del lugar preservado a la política en sus interpretaciones en cuanto ésta no podía ser entendida por fuera de los contextos sociales que explicaban su dirección o sentido.

2. ¿Qué provocó la crisis de 1808?

Bajo estas nuevas lentes, la crisis de 1808 emerge como momento excepcional en la medida en que precipita toda una serie de novedades a raíz del descalabro producido en la cúspide de las monarquías ibéricas, acechadas por el reordenamiento de los poderes imperiales europeos desde el siglo XVIII. Y si la historiografía generalmente atribuye a la oportuna decisión emigratoria de los monarcas portugueses la clave para mantener el lazo político con sus territorios de ultramar, las abdicaciones mayestáticas producidas en las convulsionadas jornadas de la primavera de 1808 constituyeron un acontecimiento inédito que descalabró por completo los canales de transmisión de autoridad y obediencia entre el rey y sus súbditos. Esa disrupción en el dispositivo central del consentimiento político introdujo una perplejidad inusitada en la extensa geografía hispánica, y las soluciones políticas que emanaron a raíz del rechazo de la familia Bonaparte dieron cuenta de la nada sorprendente apelación de las tradiciones doctrinarias y jurídicas que habían sedimentado la cultura política plurisecular en ambas orillas del Atlántico. Como bien se sabe, la eventual proliferación de las formas contractualistas que habían prefigurado la arquitectura de la Monarquía española desde los tiempos de los Austrias necesariamente no entró en contracción con las novedades institucionales introducidas por las urgencias de la nueva coyuntura, ya sea por las variantes iusnaturalistas que actualizaron la tradición política española, ya sea por la libre traducción del principio de soberanía popular generada por esa verdadera usina ideológica que antecedió y acompañó a la Revolución francesa.

La «eclosión juntera» emanada en las principales capitales de la América española y en la propia península puso de manifiesto ese tema caro al modelo guerreriano de cómo fue entendido y procesado el problema de la soberanía y la representación, y el derrotero seguido por cada una de ellas exhibe la manera en que iban a gravitar otros asuntos igualmente importantes que, si bien no ponían todavía en duda la legitimidad de origen, desnudaron una serie de tensiones que hicieron de las elites locales y las corporaciones urbanas un actor central del escenario hispanoamericano acechado por la incertidumbre. Ni los resentimientos acumulados por las políticas centralizadoras de los Borbones y la restricción mercantil, ni el rechazo a la presión fiscal exigida por las guerras europeas, ni la decidida actividad de los precursores, ni el temor a la revuelta de los grupos subalternos, ni tampoco las pretensiones imperiales de Napoleón sobre las posesiones españolas en América hacían prever que iban camino de la independencia, pero todo lo ocurrido a partir de 1808 en la península y en América condujo a ella a costa de los más decididos por mantener lealtad a la Monarquía y al rey cautivo.

Resulta probable que la enumeración antes expuesta simplifique demasiado el abanico de condicionamientos que contextualizó la formación de las juntas insurreccionales que, en nombre del rey cautivo, se arrogaron la facultad de gobernar en su lugar. La literatura histórica ha ofrecido evidencias suficientes sobre los pasos y procedimientos que dieron origen a esa simultánea emergencia, y su extrema variedad no impide reconocer que se trató en la mayoría de los casos de cuerpos colegiados de base local instituidos conforme al derecho vigente: tumultos urbanos, asambleas populares, cabildos abiertos, corporaciones, milicias, destitución de autoridades trazan un mapa político demasiado común que difícilmente puede poner en duda la vigencia y vitalidad del sistema de creencias que englobaba al completo mundo hispánico. Todo parece indicar entonces que quienes habían participado de la toma de decisiones habían interpretado de igual modo la ruptura de la legitimidad acaecida a raíz de las aspiraciones imperiales del «mandón de Europa». François-Xavier Guerra acuñó una expresión eficaz para caracterizar la densa y atribulada coyuntura encapsulada entre 1808 y 1810: ese «bienio crucial» exhibió con nitidez las formas variadas en que las elites urbanas hispanoamericanas aspiraron a hacer de esa coyuntura una oportunidad favorable para preservar los resortes del poder local y negociar a partir de ellos márgenes de mayor autonomía frente a la metrópoli. Esa clave interpretativa que reactualizó el clásico debate sobre «autogobierno e independencia» habría de mejorar la comprensión del fidelismo bien en sus variantes reaccionarias o bien liberales, siendo éstas las que en última instancia habrían de favorecer la difusión del liberalismo que necesariamente no iba a entrar en contracción con la matriz católica de la tradición política hispánica. Más aun, algunos han propuesto que la unidad sociocultural del todavía intacto Imperio habría hecho de la religión católica su principal nervio transmisor, y esa razón explicaría también por qué las elites independentistas hicieron de la simbología religiosa un recurso primordial, aunque no exclusivo, para construir la nueva cohesión social y política americana. No obstante, la chispa revolucionaria que electrizó las almas del mundo hispánico habría de arrojar resultados muy distintos a partir de 1810 en ambos márgenes del ya corroído Imperio. Y si en definitiva los ejercicios soberanos ensayados en las periferias resultaron tributarios del curso de la guerra peninsular, en amplia mayoría pusieron de manifiesto una acción política colectiva encarada por un grupo de hombres decididos a asumir que el destino estaba en sus manos, y no en las autoridades de origen peninsular o criollo que gobernaban en nombre del rey cautivo o de las instituciones que se arrogaban su representación.

El dilema abierto en 1810 conduce a otro problema no menos relevante que el que caracteriza las ambigüedades del «bienio crucial». Si quienes integraron las juntas patrióticas se creyeron herederos del poder vacante, las acciones políticas que emanaron de su seno no siempre estuvieron dirigidas a fundar una legitimidad necesariamente opuesta a la que había servido a su conformación. Y en el interior de esa frontera demasiado porosa en la que se arbitra la vieja y la nueva legitimidad es donde se hace necesario distinguir las expectativas de quienes abrigaban todavía utilizar aquella aciaga coyuntura para negociar en mejores términos algún tipo de integración en la Monarquía, y quienes por el contrario la interpretaron como una oportunidad inmejorable para clausurar la dependencia colonial. Si esa distinción evoca en algún punto el clásico modelo de las revoluciones burguesas, la literatura más reciente ha fortalecido el debate historiográfico sobre la tensión entre autonomía e independencia al confrontar la evidencia empírica con instrumentos analíticos más refinados que mejoraron la comprensión del fenómeno despojándolo de las historiografías que habían hecho de él un baluarte del hispanismo.

Por cierto, pocas dudas caben sobre la indeterminación que late en 1810; no obstante, el dilema allí abierto introduce otro problema de interpretación no menos significativo frente a la omnipresencia del vocablo independencia y la completa ausencia de la voz autonomía del vocabulario político de la época. Obviamente, aquí habrá que hacer prevalecer todo tipo de recaudos para descifrar la clave interpretativa que mejor ilustre los usos que los contemporáneos hicieron de la noción de independencia, y aceptar que no necesariamente podía remitir a la ruptura institucional y política. No obstante, advertimos que la indeterminación prima en la coyuntura de 1810; deberá admitirse de igual modo en la especificidad de acciones y contextos que contribuyeron a poner término a aquella ambigüedad política y conceptual. En torno a ello, la guerra disparada en la geografía insurgente habría de convertirse en un formidable laboratorio de redefiniciones en el cual resulta ineludible reparar en el progresivo componente anticolonial y antiespañol con el que se identificó la independencia. Esa disrupción alcanzó incluso regiones todavía escasamente conmovidas por el desarrollo de la guerra, y parece ser la clave que explica la perplejidad de un vecino de la periférica ciudad de Mendoza cuando en 1811 advirtió que el «patriotismo» que hasta entonces había identificado a los fieles custodios de la Monarquía y del rey cautivo había cedido paso a la diferenciación de grupos, y que sólo uno se había arrogado el apelativo de «patriota». Para ese entonces, y a la velocidad de un rayo, la ambigüedad sobre la independencia había desaparecido casi por completo.

3. ¿Se puede hablar de revolución de independencia o, por el contrario, primaron las continuidades del Antiguo Régimen?

Las referencias antes expuestas me permiten avanzar en otro de los interrogantes formulados por el profesor Chust, y el problema remite en pocas palabras al desafío de pensar la transición en relación con la «ruptura revolucionaria», y las formas políticas originales resultantes de esa conexión. Y aquí tengo la impresión de que el declive de las visiones teleológicas que primaban sobre las lecturas de aquel atribulado pasado ha favorecido miradas mucho más complejas a las prevalecientes décadas atrás en la medida en que atemperaron el peso de la noción de transición entre un orden colonial en agonía y el moderno o republicano en construcción. Se trata de una inflexión decididamente importante no sólo porque ha permitido descentrar el potente legado tocquevilliano sobre el tránsito del Antiguo Régimen a la revolución, sino porque ese dislocamiento trajo aparejado la aceptación del carácter no unívoco, sino plural, de la experiencia social y política del siglo XIX iberoamericano. Tomando prestadas algunas de las reflexiones que Hilda Sábato realizara en un reciente coloquio celebrado en Salta, el fructífero debate sobre la transición del Antiguo Régimen a la modernidad política y social en Iberoamérica, disparado por la obra seminal de F. X. Guerra, ha ganado mayor riqueza analítica al mostrar la variedad de formas asumidas por las comunidades políticas resultantes de la revolución.

La eficacia de pensar la experiencia política y social en términos plurales va unida a otra convicción no menos relevante: esta es que, aunque la crítica o el virtual abandono de las categorías matrices de la teoría de la modernización

–sociedad tradicional y sociedad moderna– hubieran perdido productividad, esa situación no supone que no sean de utilidad para reconocer diferentes maneras de concebir la sociedad y la política porque permiten identificar la profunda brecha existente entre las sociedades del Antiguo Régimen y las resultantes de las revoluciones liberales y de independencia. En cualquier caso, una apretada caracterización de la ruptura revolucionaria destaca entre sus rasgos sobresalientes la percepción que tuvieron los propios contemporáneos del momento revolucionario que vivían, la aspiración de transformar el orden social heredado y el papel que comenzó a ocupar la política en individuos y grupos sociales que hasta entonces habían estado ausentes del proceso de toma de decisiones políticas tal como estaba preservado en los estatutos del Antiguo Régimen. En torno a ello, la militarización y la movilización social que estructuraron el completo ciclo revolucionario desde la Nueva España hasta las fronteras del Maule, exhibieron, más allá de sus variantes regionales o locales, experiencias de politización popular inéditas e inesperadas para las elites criollas enroladas en la carrera de la revolución. Todo parece indicar entonces que las guerras de independencia alojan en su interior algunas claves para explicar las formas a través de las cuales entre 1810 y 1830 la monarquía cedió paso al republicanismo, las antiguas patrias criollas fueron remplazadas por el Estadonación y los «americanos españoles» dejaron de serlo, asumiendo el apelativo de «peruanos», «chilenos», «venezolanos», «mexicanos» o «argentinos». Y aquí tengo la impresión de que el reclutamiento voluntario o coactivo de quienes integraron los cuerpos y batallones de los ejércitos, el papel desempeñado por el patriotismo como ingrediente ideológico de cohesión cívica y el desplazamiento territorial de vastos contingentes de individuos nunca antes conocido en la geografía americana, representaron un laboratorio formidable de redefiniciones políticas tan relevante como el que representó el asociacionismo y la cultura impresa en el recoleto mundo de las elites. Esa sociabilidad guerrera que para hacerse legítima se vio exigida a refundir las jerarquías sociales de la colonia habría de modelar procesos de identificación colectiva en torno a entidades políticas que, a pesar de su naturaleza inestable y en algunos casos efímera, como lo atestigua la experiencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, sedimentaron la construcción de identidades nacionales en el temprano siglo XIX. De no ser así, resultará difícil interpretar los numerosos conflictos suscitados a raíz de la llegada y posterior actuación de los oficiales y soldados de los ejércitos libertadores en Chile o en el Perú, y que empujaron en última instancia al fracaso de restituir la unidad americana bajo un liderazgo y una organización política común.

Las independencias iberoamericanas en su laberinto

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