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AGENCIA PARA EL REGISTRO Y LA INVESTIGACIÓN DE LO SUPRANORMAL

MEMORANDO PARA: ROBERT ROBERTSON AGENTE, AGENCIA PARA EL REGISTRO Y LA INVESTIGACIÓN DE LO SUPRANORMAL (ARIS)

ASUNTO: PROYECTO SOSIAS, SUJETO 2, RESULTADOS DE LA INMERSIÓN PROFUNDA

Estimado agente Robertson:

Encontrará adjunto el documento del que habíamos hablado. Sloane y yo hemos redactado las líneas siguientes en el transcurso de una de nuestras sesiones, integrada dentro del ciclo de terapia cognitiva-conductual a la que se está sometiendo para superar su trastorno de estrés postraumático. En este ejercicio práctico de terapia de exposición necesitábamos provocar un ataque de pánico en Sloane, con el objetivo de que se habitúe a las emociones asociadas con ellos. La consiguiente exposición es todo lo detallada que Sloane ha conseguido recrear, a fin de obtener el estímulo más eficaz para simular una reproducción del suceso, al que nos referiremos como «la Inmersión».

Debo recordarle que esto es confidencial y que proporcionárselo representa una violación de la Ley de Portabilidad y Responsabilidad de Seguros Médicos. Dada la gravedad de la situación, sin embargo, estoy de acuerdo en que se debe hacer una excepción.

Muchas gracias, y que pase una buena semana.

Saludos cordiales,

Dra. Maurene Thomas

Estoy en el barco de ARIS. Es temprano y hace frío. Veo el reflejo del sol en el agua. Al tirar del cordón de la cremallera del traje de buzo, la tela se contrae a los costados, oprimiéndome la columna. La boquilla sabe a productos químicos. Noto la nariz tapada mientras intento respirar solo por la boca.

Estoy rodeada por agentes de ARIS, todos ellos idénticos, al principio, con sus trajes de neopreno. Al fijarme mejor, sin embargo, veo las amplias caderas de Maggie, o las piernas largas y musculosas de Marie, o los pelos del bigote de Dan. Las gafas les ocultan los ojos, por suerte, puesto que no han dejado de observarme con escepticismo desde que nos presentaron.

Y con razón. Solo tengo quince años. Me saqué la licencia de buceo deprisa y corriendo después de que Bert me informase sobre la misión. Solo he practicado un puñado de veces.

Pero soy una Elegida, lo que significa que tienen que seguir mis instrucciones. Así que, aunque esté tiritando de frío, cegada por el sol y tan asustada que me dan ganas de vomitar directamente en el mar, me siento en la borda de la embarcación y me dejo caer en el agua.

Me asalta una oleada de frío. Procuro quedarme quieta. Respirar profundamente con el regulador. Exhalar por completo antes de cada inhalación para no hiperventilar. Noto por todo el cuerpo una sensación cosquilleante y ardiente. No se trata del escozor del agua salada en torno a los ojos; es más bien como empezar a recuperar la sensibilidad en una pierna que se había quedado dormida. Mientras nos dirigíamos aquí les pregunté a los agentes de ARIS si ellos también lo notaban. Me dijeron que no. Es cosa mía. «¿Se lo estará inventando?», presiento que se preguntan, como empiezo a preguntármelo yo.

Los demás ya están en el agua. Alguien me lanza el cabo que me mantendrá unida al barco y lo engancha a mi cinturón. Le doy un tirón para comprobar que esté bien sujeto. Todos los agentes de ARIS esperan que empiece a moverme. Parecen extraterrestres con sus máscaras de espejo, polarizadas para ver mejor bajo el agua. La Inmersión es demasiado profunda para una principiante como yo, pero nadie puede hacer nada al respecto. Tengo que ir.

Pienso en aquel poema de Millay mientras pataleo con las aletas. «Abajo, abajo, abajo, a la oscuridad de la tumba». Llevo una linterna en la mano, apoyada contra el costado. Me alejo nadando del barco, mirando de vez en cuando hacia atrás para cerciorarme de que los demás me siguen.

Frente a mí solo hay un azul neblinoso. Burbujas y partículas de arena. Ocasionales trozos de algas que flotan a la deriva. Una forma más oscura se materializa gradualmente delante de mí, y la reconozco.

No me esperaba que el barco se hubiera mimetizado tan bien con el fondo del océano. Lo recubre una fina capa de arena, del mismo color azul apagado que el resto del lecho marino. Podría confundirse con una franja de coral muerto, de no ser por los pronunciados ángulos de las antenas de radar y el palo mayor, con su escalerilla acoplada; los peldaños todavía se ven blancos cuando apunto la linterna en su dirección.

Conozco este barco, el Sakhalin. Me documenté sobre él justo después de la sesión informativa, hace meses. Un barco espía soviético, clase Primor’ye, construido en algún momento entre 1969 y 1971. Los barcos pertenecientes a la clase Primor’ye eran grandes navíos pesqueros reconvertidos, equipados para reunir inteligencia electrónica y transmitirla a la orilla. No estaban diseñados para el combate, por lo general, pero el Sakhalin era un caso especial. Al aproximarme apunto con el haz de la linterna hacia atrás, a las inconfundibles siluetas de los sistemas de armas, uno de ellos envuelto en algas ahora.

El cosquilleo lo noto ahora en el pecho, justo debajo del esternón. Como un ardor de estómago. Continúo acercándome y la sensación se traslada al vientre, al centro exacto de mi cuerpo. Sigo nadando, buscando el origen de la energía. No tengo elección. No me refiero a que ARIS me obligue, sino a que esta sensación casi dolorosa —sea lo que sea— no me permitirá dar marcha atrás.

Alguien tira del cabo al que estoy unida, señal de que debería parar. No lo hago. Nado por encima del cañón de cubierta y sorteo la mole de la superestructura de popa. Experimento una punzada de terror al pasar sobre la boca de la chimenea, como si estuviera a punto de ser absorbida por la oscuridad y terminar descuartizada. Pero no puedo dejar de nadar.

Llego al mástil de popa y sé que estoy en el lugar indicado. El ardor del pecho se transforma en un martilleo. Al pie del mástil de popa hay una puerta con la cerradura atascada. Sin pensar, estrello la base de la linterna contra ella una, dos, hasta tres veces. Deteriorada por el paso del tiempo y la exposición al agua, se rompe.

La puerta se abre y dirijo el rayo de luz hacia ella. Dentro del mástil hay un baúl diminuto, del tamaño de una tostadora, con una recargada decoración mezcla de laqueado y pan de oro cuyas flores y hojas me hacen pensar en babushkas y muñecas matryoshka. Sé que debería regresar a la superficie con él, dejar que los agentes de ARIS lo inspeccionen con sus instrumentos para comprobar que sea seguro. Pero, si lo hago, formarán un perímetro a su alrededor... y yo necesito mirarlo, tenerlo en mis manos, notar en mi interior los latidos de su corazón.

Así que lo abro.

En su interior, sobre un lecho de terciopelo negro, encuentro una aguja plateada aproximadamente tan larga como la palma de mi mano.

La Aguja de Koschei.

Me leí un montón de leyendas populares mientras me preparaba para la misión. Según ellas, Koschei era un hombre que no podía morir. Tras extraer el alma de su cuerpo, la ocultó dentro de una aguja y esta dentro de un huevo, el huevo dentro de un pato, el pato dentro de una liebre y la liebre dentro de un baúl. Solo rompiendo la aguja podría alguien quitarle la vida.

Tiemblo al tocarla. Creo que ella tiembla también.

Y entonces... un dolor espantoso, un fogonazo blanco. El cosquilleo de la sensibilidad recuperada se ha desvanecido; en su lugar, me envuelven las llamas. La piel abrasada se me desprende de los músculos; los músculos derretidos, del hueso; y los huesos, calcinados, quedan reducidos a cenizas. Esa es la sensación que me asalta. La boquilla del regulador ahoga mis gritos antes de alejarse flotando de mi cara y franquear el paso a las aguas. Me atraganto y pataleo, pugnando por asirme al cabo que me une a la embarcación, pero las manos se niegan a obedecerme.

Y a continuación, un alfilerazo tan intenso que me reverbera por todo el cuerpo, como el repicar de las campanadas de un reloj a medianoche. Es como querer tanto algo que estarías dispuesta a morir por ello, más que cualquier posible ansia, anhelo o deseo. Estoy vacía..., más que eso, soy un agujero negro, tan absolutamente compuesta de nada que atraigo todo cuanto es algo hacia mí.

A mi alrededor el agua se revuelve y se arremolina, formando unas burbujas tan grandes que me impiden ver nada. Del barco se desprenden fragmentos que confluyen en el ciclón acuático. Unas formas negras pasan rodando frente a mis ojos: los agentes de ARIS, con sus trajes de buzo. Me atraganto con el agua al gritar y siento como si estuviera absorbiendo algo dentro de mí, como si estuviese tomando aire.

Cuando abro los ojos de nuevo, el cielo se extiende ante mí, surcado de nubes. Al inclinarme hacia delante, un torrente helado se me cuela por la espalda y entra en el traje de neopreno. Las aguas que me rodean no son azules, sino rojas. De un rojo oscuro. Siento un dolor insoportable en la mano. La levanto para inspeccionarla. Tengo algo rígido y recto enterrado bajo la piel, como una astilla, justo al lado de uno de los tendones. Lo palpo. Es la Aguja de Koschei.

Algo aflora a la superficie, junto a mí. Al principio lo tomo por un trozo de plástico, pero al cogerlo noto que es blando y resbaladizo. Lo suelto con un chillido al ver que se trata de piel. Estoy rodeada de jirones de piel, músculo, huesos y vísceras.

No hay supervivientes. Me he quedado sola.


Fuimos elegidos

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