Читать книгу Fuimos elegidos - Veronica Roth - Страница 21
ОглавлениеSloane aún no había terminado de ponerse el anillo en el dedo cuando la multitud la engulló para cubrirla de enhorabuenas. Alguien le plantó una copa de champán en la mano mientras ella buscaba a Matt con la mirada, dispuesta a implorarle que la ayudase a escapar, pero Matt estaba hablando con un señor mayor trajeado y bebiendo de otra copa como la de ella. Notaba las mejillas acaloradas. Sonrió a una mujer que le dijo, con lágrimas en los ojos, que formaban una «pareja perfecta» mientras rememoraba uno de los últimos artículos sobre ella, el cual calificaba su relación con Matt como «desconcertante». Estaba colgado en la puerta del frigorífico porque a Matt le había parecido gracioso.
Una gota de sudor se le deslizó por el estómago hasta llegar al ombligo. Escudriñó el gentío en busca de Albie y lo encontró junto a una de las grandes columnas, hablando con una mujer que llevaba puesto un ceñido vestido negro y el cabello recogido con horquillas a un lado. Sloane se disculpó con su interlocutora (que, con los ojos empañados en lágrimas, estaba contándole la historia de su propia petición de mano, ocurrida hacía ya veinte años) y dejó la copa de champán en una de las mesas vacías mientras se dirigía hacia Albie.
Una vez a su lado, lo atrajo hacia sí para susurrarle al oído:
—Necesito largarme de aquí. ¿Me acompañas?
—Pues... —Albie volvió la vista atrás, hacia la gala—. Bueno. Está bien. ¿Qué pasa con Matt?
Sloane lo buscó en medio de la multitud. No costaba encontrarlo. Su sonrisa por sí sola era como una baliza, por no hablar de la purpurina dorada de su pajarita. Una oleada de afecto aplacó el remolino de ansiedad que le rugía en el pecho. Se le daban bien estas cosas. Siempre había sido así.
—Se las apañará —dijo—. Voy a buscar el abrigo. ¿Te sobra un billete de cinco?
Albie empezó a escarbar en uno de sus bolsillos buscando la cartera mientras salían juntos de la sala de baile. El guardarropa era un agujero en la pared comandado por un posadolescente con el pelo engominado que mataba el rato jugando a algo en el móvil. Cuando Albie fue a recoger sus abrigos, Sloane se levantó la falda para desabrocharse la delicada hebilla de los zapatos. Iría más deprisa descalza.
—Nos han pillado —la avisó Albie en voz baja.
Una pareja con sendos trajes de esmoquin blancos a juego salía de la sala de baile con la mirada fija en Sloane, que se llevó impulsivamente las manos al estómago y se encorvó, como si tuviese la tripa revuelta. Albie cogió los abrigos que le tendía el desgarbado encargado del guardarropa, le dio los cinco dólares de propina y apoyó una mano en la espalda de Sloane, como si intentase tranquilizarla.
—Vamos a buscar el aseo —dijo en voz alta mientras se cruzaban con los dos hombres a la altura de las puertas del salón. Los observó de reojo—. No prueben la spanakopita.
Los hombres palidecieron mientras intercambiaban una mirada. Albie y ella cruzaron el restaurante del hotel renqueando, encorvados y apoyándose el uno en los hombros del otro. En cuanto hubieron dejado atrás las miradas indiscretas de la sala de baile, Sloane se rio y tiró de él en dirección a la cocina.
Los dos tenían sus respectivos puntos fuertes: el de Sloane era escapar de cualquier apuro. Siempre estaba buscando alguna salida, incluso cuando no existía ninguna. En las contadas ocasiones en que Matt se había plantado y había decidido que era el momento de librar su heroica última batalla, ella los había salvado del aprieto. Solo así se había sentido como una verdadera Elegida.
Y ahora ese don le servía para evitar conversaciones. No era exactamente el partido que se había imaginado que podría sacarle.
—¡Hola, hola! ¡Como si no estuviéramos, asuntos oficiales del hotel! —exclamó, risueña, cuando llegaron a la cocina.
Se coló por detrás de uno de los chefs, esquivó el calor del fuego de una sartén y pasó bajo el brazo de otro cocinero que estaba abriendo la cámara frigorífica en esos momentos. Albie caminaba tras su estela disculpándose a diestro y siniestro. Sloane empujó la puerta que daba al callejón y aspiró el aire frío; llevaba las tiras de los zapatos colgadas de la punta de los dedos.
—Tía, no me digas que vas a caminar descalza por aquí —dijo Albie mientras le ofrecía el abrigo.
—Bueno, procuraré evitar los cristales rotos —replicó ella mientras se lo ponía.
Llevaba el móvil en el bolsillo. Lo sacó para alumbrar el suelo con la linterna y encontró un caminito por el que avanzar saltando sobre los desperdicios, los charcos y los primeros indicios de escarcha. Dejaron atrás una hilera de contenedores de basura y llegaron a la esquina donde el callejón desembocaba en la calle. Albie la detuvo agarrándola por el codo.
—Vale, hay un antro de mala muerte por aquí cerca —dijo señalando la marca de su mapa en el móvil—. Aunque tendríamos que ir corriendo para que no nos vea nadie.
La sonrisa de Sloane se ensanchó.
—Como en los viejos tiempos, ¿verdad?
—Más o menos, solo falta la amenaza de una muerte inminente —resopló Albie—. Vamos.
Recorrieron juntos la acera y doblaron la esquina en dirección a la ventana que enmarcaba el cartel de neón verde de Fred’s. El local estaba vacío y olía igual que un gimnasio. El manto de cáscaras de cacahuete que cubría el suelo crujió bajo los pies descalzos de Sloane mientras Albie y ella se acercaban a la barra. Su taburete estaba desgarrado por el centro y remendado con cinta aislante para evitar que se escapara el relleno.
—Perfecto —dijo Sloane.
—Whiskey —le pidió Albie al camarero, un tipo mayor cuya expresión denotaba un profundo desinterés. Albie miró a Sloane de reojo—. Dobles, los dos. Old Overholt, si tienes.
El camarero arqueó las cejas y les dio la espalda para servir las bebidas. Sloane se quitó las horquillas del pelo y formó una pulcra hilera con ellas encima de la barra.
—Algo me dice que la petición de mano no ha salido como tú te esperabas —aventuró Albie.
—Si esta noche hubiera salido como yo me esperaba —replicó Sloane—, no habría habido ninguna petición de mano.
—¿Entonces por qué diablos le has dicho que sí?
—Había quinientas cámaras documentando hasta el último segundo de ese momento —dijo Sloane—. ¿Qué querías que hiciera, humillar al puto Elegido entre los Elegidos y partirle el corazón delante de todo el país?
Albie se quedó pensativo.
—Tienes razón.
—En cualquier caso, no es que no quiera casarme con él. —Sloane hizo una pausa y arrugó el entrecejo—. Vale, supongo que no quiero casarme con él, pero no sé por qué.
Dejó escapar un gemido y apoyó la cabeza en la barra.
—Puaj, a ver, o tus pies o tu cabeza tienen que dejar de tocar todas las superficies de este tugurio. —Albie cogió unas servilletas de papel del extremo de la barra y se las lanzó—. Sospecho que podría conocer el motivo por el que no quieres casarte con él.
—¿Ah, sí? —Sloane abrió una de las servilletas y la colocó en el posapié del taburete antes de apoyar la planta de nuevo. El trozo de papel se quedó adherido al instante—. Ilumíname.
—Bueno —dijo Albie mientras arrugaba la nariz—, creo que no te conoce de veras, Slo. Tú no eres «blandita por dentro»...
—Técnicamente, todos lo somos.
—... y me parece perfecto. Pero también ha habido un montón de grandes generales y padres responsables pero emocionalmente distantes que no se pueden calificar de blandos. A algunos, incluso los consideramos héroes.
—Siempre he querido ser un padre emocionalmente distante. —Sloane deslizó una servilleta sobre la barra y dejó caer la frente encima de ella—. Joder, Albie, ¿qué voy a hacer?
—Pues... En realidad ya lo sabes, ¿no?
Sloane suspiró mientras contemplaba el anillo de compromiso que llevaba en la mano izquierda y resplandecía a la luz amarillenta del bar.
El camarero dejó los dos whiskeys delante de ellos. Los cogieron a la vez, los empinaron al unísono y se tragaron la bebida como si estuvieran sincronizados.
—Lo único que quiere es que lo supere ya de una vez, lo sé —dijo Sloane—. Todos pasamos por lo mismo, en su opinión. Así que si él está bien, yo también debería estarlo.
Albie apretó los labios y apuró el whiskey. Le hizo una seña al camarero para pedirle otra ronda.
—¿Crees que tiene razón, que debería... superarlo, sin más?
—Bueno, si averiguas la manera —replicó Albie—, me avisas.
Sloane se tomó el resto del whiskey y clavó la mirada en la colección de botellas de todos los colores que había detrás de la barra.
—Nunca hemos hablado de ello —dijo con voz cavernosa.
Se refería al día que Albie y ella habían pasado cautivos del Oscuro. El único, de todos los días tan aciagos que habían tenido que soportar, que ninguno de ellos mencionaba jamás.
—¿Qué podrías contarle?
—Ya... También me ha sugerido que vaya a terapia.
Albie resopló.
—«Terapia». ¿A nadie se le ocurre otro consejo que darnos?
—¿A ti no te había ayudado?
—Sí... y no. No lo sé. Ojalá la gente dejara de hablar de eso como si fuera la solución universal para todo. —Le temblaban las manos cuando levantó el nuevo vaso de whiskey. La miró—. ¿Por qué solicitaste esos documentos, Sloane? No se me ocurre otra forma mejor de complicar aún más las cosas.
Sloane tardó unos instantes en contestar.
—Siempre me había corroído una duda —habló al fin—. Me preguntaba si habrían encontrado a más Elegidos en potencia, aparte de nosotros. Ya sé que los criterios eran muy específicos, pero solo en este país viven trescientos millones de personas, así que... A lo mejor había alguien más.
—Y eso te preocupa.
Sloane asintió con la cabeza.
—¿Y si —murmuró mientras inclinaba el vaso con la punta de un dedo— lo que nos distinguiera de ellos, lo que nos convirtió en Elegidos, fuera sencillamente que nuestros padres dijeron que sí y los suyos que no?
Recordaba aquella conversación con su madre. El dormitorio en penumbra, las recias cortinas cerradas. La ropa que había pisado al cruzar la habitación, camino de la cama. Y la forma del cuerpo de su madre bajo la manta, acurrucada como los insectos muertos en la lámpara que colgaba sobre la mesa de la cocina. El modo en que todo olía a falta de higiene y licor.
El modo en que le había dicho a Sloane que hiciera lo que le diese la gana.
Albie la miró con expresión apenada.
—Significaría que tuvimos unos padres de mierda —replicó—. Aunque, a decir verdad, eso ya me lo imaginaba.
—No, no fue así para nada. —Sloane no podía parar de reírse—. Bert me llevó aparte y se puso en plan: «Sospecho que no funcionas bien cuando hay gente mirando».
—¡Y después te pidió que fueses la asesina rebelde! —exclamó Albie—. Hazme caso, fue así.
—Qué sabrás tú... ¡Si ni siquiera estabas allí! Además, yo nunca he asesinado a nadie.
—Te aseguro que como Elegida dabas mucho más miedo que yo. Yo era más bien... carne de cañón. ¿Cuáles fueron las palabras de Bert...? «Eres el compañero perfecto con el que superar una tormenta, Albie. Matt tiene suerte de que estés a su lado». Para morir en su lugar y que él pudiera seguir salvando al mundo, quería decir.
Sloane sacudió la cabeza.
—Sabes perfectamente que no era eso lo que quería decir.
Albie se encogió de hombros.
—Cabrones. —Esther se acercó a ellos hecha una furia. Sloane no la había visto llegar. Llevaba puesto un abrigo de pieles de imitación que se esponjaba alrededor de su cara como las gorgueras antiguas. La seguían Ines y Matt, que se sacudió la nieve de los hombros al pasar por la puerta—. La próxima vez que queráis escaquearos, avisadnos antes. Me he tirado como veinte minutos hablando con no sé quién de su viaje a Florencia.
Soltó el bolso encima de la barra, llamó por señas al camarero y pidió un cargamento de gin-tonics.
—Hola —dijo Matt, que apoyó una mano en el hombro de Sloane. Tenía los dedos helados—. Qué forma tan original de celebrar nuestro compromiso.
—Ay, no. Se acabó la diversión —dijo Sloane dirigiéndose a Albie.
—Chis —dijo Albie—. Te va a oír.
—Por favor..., dime cómo te sientes, Sloane. De verdad —le pidió Matt con voz seca.
—Me siento como si hubiera sido mejor no ponerme estas bragas de licra. Siéntate, bebe algo.
—¿Qué haces con los pies envueltos en servilletas? —preguntó Esther.
—Si fuese por Albie —dijo Sloane—, estaría envuelta en servilletas de pies a cabeza. Como una momia. La momia de las servilletas.
No le gustaba el modo en que estaba mirándola Matt. Como si fuese un coche estropeado en el arcén de la carretera y él estuviera mirando bajo el capó para ver dónde estaba el problema. Como si hubiera algo roto dentro de ella y él pudiese arreglarlo. Quizá ese fuera el problema entre ellos, que él no la veía; veía a la persona en la que podría convertirse con un par de retoques, mientras que ella lo único que deseaba era quedarse escacharrada y que la dejaran en paz.
—¿Sabes? —dijo, con una mano en la mejilla—. Me gusta estar como estoy, la verdad.
—¿Cómo, borracha? Sí, a mucha gente le pasa, Slo —replicó Matt.
Aún tenía la mano en el hombro de ella, pero el contacto con su piel ya la había caldeado.
—Borracha no. Como estoy siempre. Soy así entera. Nada de dulce y blandita por dentro. Le puedes preguntar a cualquiera.
Albie asentía con la cabeza.
—Por dentro es más bien como..., como si estuviese rellena de zumo de limón. O de regaliz.
—A lo mejor es que nadie te conoce como yo —dijo Matt con delicadeza.
—Pero es que esta soy yo, te lo estoy explicando yo —dijo Sloane, con una voz de repente más firme—. El Oscuro me sorbió todo el relleno. Lo sé. Todo el mundo lo sabe. Menos tú.
—Sloane...
—Me voy a casa —lo interrumpió ella.
Se quitó las servilletas de los pies y las dejó encima de la barra. Salió tambaleándose, sujetando los zapatos por las tiras. Matt la siguió y paró un taxi. No intentó hablar con ella, ni siquiera protestó cuando Sloane bajó la ventanilla y sacó la cabeza mientras circulaban por Lake Shore Drive. Cuando llegaron a casa, tenía la nariz y las mejillas dormidas.