Читать книгу Fuimos elegidos - Veronica Roth - Страница 18

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La invitación a la gala estaba pegada en la puerta del frigorífico: CELEBRA DIEZ AÑOS DE PAZ. Como si la derrota del Oscuro hubiese traído paz y armonía al mundo entero. No era así, por supuesto, pero al menos a los Estados Unidos les había proporcionado una excusa para retirarse de todo. Una nueva era de aislamiento, lo llamaban los titulares. Las reacciones habían sido... dispares. Una parte de la población celebraba la retirada de sus tropas de otros países pero protestaba por la salida de los organismos de paz internacionales. Otra parte aplaudía el cierre de las fronteras pero lamentaba la reducción de la presencia militar en el extranjero. Con independencia del punto exacto del espectro en el que se encontraran, todos compartían la misma paranoia. Nadie sabía de dónde había salido el Oscuro, lo que significaba que podría haber salido de cualquier parte. Podría haber sido un amigo o un vecino, un refugiado o un inmigrante. Incluso la madre de Sloane se había comprado una pistola legal e iba una vez al mes a practicar al campo de tiro, como si eso le hubiera servido alguna vez a alguien contra el Oscuro, que hacía que las armas de fuego implosionaran como edificios demolidos, deformando y retorciendo el metal sin necesidad de tocarlo siquiera. Sloane no podía evitar preguntarse cuánto tardaría ARIS en controlar ese poder. Si no había ocurrido ya.

Sacó el vestido del armario y lo dejó colgado en la puerta. Era un modelo con cuentas de oro que parecía sacado de los años veinte. Notaría su peso en los hombros, por lo que no pensaba ponérselo hasta el último momento. Si fuese un día normal no se habría molestado en elegir algo tan elegante, pero a Sloane le encantaban las ocasiones formales (aunque no lo reconocería ante nadie ni loca). Antes incluso se había escondido en el baño para ver uno de los tutoriales de belleza que subía Esther a su Insta! y aprender a hacerse un delineado galáctico con el lápiz de ojos. Como Esther se enterase algún día, Sloane tendría que pasarse el resto de su vida aguantándola.

La desafortunada naturaleza ceñida del vestido con cuentas significaba que debía recurrir a la prenda que más temía del mundo: la faja reductora. El mayor estrangulador de torsos femeninos ligeramente imperfectos desde el corsé. Lo que menos le apetecía era despertarse a la mañana siguiente con todas las páginas de cotilleos repletas de fotografías ampliadas de su cinturón de grasa abdominal, especulando sobre el estado de su útero. Llevaba enfrentándose a los rumores sobre un hipotético embarazo desde que Matt y ella habían empezado a salir juntos.

La dichosa faja reductora no aparecía ni en el cajón donde guardaba la ropa interior ni en el de los calcetines, por lo que se dirigió al armario de Matt. A veces se perdía en el mar de calzoncillos largos de color negro que usaba siempre. Rebuscó entre las prendas de licra y rozó con los dedos algo duro y pequeño.

Una cajita, de dimensiones tan reducidas que le cabía en la palma de la mano. Negra.

«Mierda».

Sloane lanzó una mirada de soslayo a la puerta; todavía estaba cerrada y no se oían movimientos en el pasillo al otro lado. Bien. Abrió la caja. Dentro había un anillo, como cabía esperar, aunque no uno cualquiera: parecía antiguo, incrustado con pirita en vez de diamantes. Se había acordado de cuáles eran las joyas que más le gustaban, aunque nunca se pusiera ninguna.

Con un nudo en la garganta, cerró el estuche de golpe y lo guardó en el cajón de nuevo. Sabía lo que significaba, por supuesto: iba a pedirle que se casara con él. Y pronto, porque no podía esperar que el cajón de los calzoncillos resistiera mucho tiempo como escondite. Dada su predilección por los gestos melodramáticos, lo más probable era que hubiese elegido la gala de esa misma noche.

Aterrada, Sloane abrió la puerta y se asomó al pasillo. Matt estaba hablando por teléfono con Eddie, su asistente. Tenía la agenda llena a reventar de causas benéficas. Tan solo esa semana estaba previsto que moderase una mesa redonda sobre la masificación en las cárceles, que asistiera a un acto de recaudación de fondos para un centro educativo de la zona oeste, y que se reuniera con un senador para intentar que el Estado subvencionara las sesiones de terapia a los supervivientes del Oscuro aquejados de estrés postraumático. Probablemente se tiraría un buen rato al teléfono.

Volvió a cerrar la puerta y se sentó en el borde de la cama con la mirada fija en la casa de dos pisos de la acera de enfrente, la que tenía los aleros adornados con guirnaldas de chillonas lucecitas azules durante todo el año.

Sacó el móvil y marcó un número que hacía años que no utilizaba. El de su madre.

—¿Diga? —contestó June Hopewell, cuya voz sonaba más vigorosa que nunca.

—¿Mamá?

—¿Sloane?

Sloane arrugó el entrecejo.

—Pues sí, la misma, a no ser que tengas alguna otra hija suelta por ahí y yo no me haya enterado.

—Te he visto en la tele esta mañana —dijo June—. ¿Seguro que no quieres replantearte esa política tuya de no firmar autógrafos? Parecía como si te persiguiera una manada de lobos.

—Sí, mamá. Seguro que no.

Sloane dudaba que a su madre le importase realmente si firmaba autógrafos o no, pero desde la derrota del Oscuro le había dado por meter baza en todo lo que hacía su hija, quizá en un intento por compensar su inexistente influencia en la crianza de Sloane. Al fin y al cabo, se había perdido toda su adolescencia porque no le importó una mierda que apareciese el Gobierno para llevársela.

—Escucha, quería comentarte una cosa. Acabo de encontrar una sortija en el cajón de la ropa interior de Matt. Un anillo de compromiso.

Su madre guardó silencio al otro lado de la línea.

—Vale —dijo, transcurridos unos instantes—. ¿Y qué?

—¿Cómo que «y qué»? —Sloane se pegó una palmada en la frente—. ¡Que estoy atacada de los nervios!

—Slo, lleváis juntos diez años.

Sloane notó las mejillas acaloradas.

—¡Nunca hemos hablado de esto! ¿No crees que si quisiera casarse conmigo habría sacado el tema, no sé, por lo menos de pasada, en alguna ocasión? A lo mejor odio esa institución social por principio y él sin saberlo.

—Aunque a nadie le sorprendería eso, dada la enorme cantidad de cosas que odias —replicó June con un atisbo de guasa en la voz—, cabe la posibilidad de que quisiera darte una sorpresa.

Sloane se concentró en un gato que estaba paseando por la acera.

—Sloane. —Su madre dejó escapar un suspiro—. Es lo mejor que vas a encontrar. Hazme caso.

Sloane no respondió.

—Tengo que irme —dijo su madre.

«¿A hacer qué?», pensó Sloane. Colgó sin despedirse. Eso no debería sorprender a June. Por lo general solo hablaban una vez al año, por Navidad, durante cinco minutos. No habían intercambiado un «te quiero» desde que Sloane era una niña. Desde antes de que su padre se largara para luego aparecer muerto en un tanatorio de Arkansas, víctima de una Sangría, y June tuviese que ir a identificar el cadáver.

«Es lo mejor que vas a encontrar». Llevaba razón, evidentemente, puesto que Matt irradiaba un aura de bondad tan intensa que a veces a una le entraban ganas de arrearle un puñetazo. No amarlo era como no amar la libertad. O a los perritos.

Por otro lado, el modo en que lo había dicho June le crispaba los nervios. «Es lo mejor que vas a encontrar...». En fin, era cierto; ¿qué quería que hiciera? ¿Instalarse una app de citas? ¿Fingir que tenía un trabajo normal? ¿En qué momento debía mencionar que era una de los cinco salvadores de la humanidad? ¿Conversando durante la tercera cita o más bien ya en la quinta?

Aunque habría sido agradable, pensó, que June dijera algo bonito y tranquilizador, para variar.

Se quedó sentada con el teléfono en la mano. El sol comenzaba a ponerse, y en la acera de enfrente se habían encendido ya las chillonas lucecitas azules. Se sentía mareada, como si la habitación diera vueltas a su alrededor. Pero también sabía que, cuandoquiera que Matt decidiese pedirle la mano, ella le diría que sí, porque esa era la única respuesta sensata. Se casarían, él la cuidaría, y ella se esforzaría todo lo posible por estar a su altura.

Fuimos elegidos

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