Читать книгу Fuimos elegidos - Veronica Roth - Страница 17

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El discurso del alcalde consistió en una colección de frases manidas sobre la superación del dolor, el triunfo del bien sobre el mal y la necesidad de honrar a los muertos. Hacia la mitad de la arenga, Ines se acercó a Sloane para susurrarle al oído una cita de la serie Friday Night Lights («Miradas limpias y corazones llenos no pueden perder»), y Sloane tuvo que taparse la boca para que los asistentes no la vieran reírse. Albie fingió sufrir un ataque de tos y Esther le dio un codazo en las costillas a Ines. Matt se obligó a adoptar una expresión seria. Durante un momento, Sloane se sintió como si hubiera recuperado algo que creía perdido.

Al concluir el discurso se desató una tormenta de destellos provocados por los flashes de las cámaras, y la multitud aplaudió. Sloane se sumó a los demás, aplaudiendo hasta que empezaron a escocerle las palmas. A continuación todos intercambiaron firmes apretones de manos y, por último, llegó el momento de que los Elegidos bendijeran el Monumento de los Diez Años con sus huellas sagradas o como diablos fuera que el alcalde Clayton lo había llamado. Sloane se preguntó si podría aprovechar la excusa para quitarse los zapatos, porque le estaban machacando los dedos. No se podía bendecir nada con los pies embutidos en unos tacones tan incómodos.

La zona que rodeaba la caja metálica se había pavimentado con hormigón. Sloane bajó los escalones del escenario y notó el calor que desprendía la superficie a través de la suela de los zapatos. Se sintió como si estuviera caminando sobre las aguas de un mar gris y el monumento fuese una isla de bronce que se alzaba a cien metros de ella. Era el único punto de cálida luminosidad en el seno de la desolación, etéreo, casi como un espejismo. Al observarlo con atención, le sorprendió notar lágrimas en los ojos. El bronce se desluciría con el tiempo, su brillo daría paso a una monótona pátina verde. También el recuerdo de lo que había ocurrido se desvanecería, se apagaría, y el monumento caería en el olvido, frecuentado únicamente por las excursiones escolares y los autobuses de visitas turísticas organizadas para fans de la historia.

Y el lustre de Sloane correría la misma suerte. Siempre famosa pero siempre languideciendo, como las antiguas estrellas de cine, con el espectro de su yo más joven cincelado en el rostro.

Qué sensación tan extraña, saber sin lugar a duda que una ya había tocado su techo.

Caminó tras los pasos de Albie en dirección a la caja, mientras los demás la seguían. No pudo evitar dirigir la mirada al otro lado del río, donde Matt había resistido durante su última batalla esgrimiendo la Rama Dorada, con el rostro envuelto en una luz sobrenatural. Tan solo uno de los muchos momentos en los que se había enamorado de él.

La pared presentaba una estrecha abertura para permitir el paso de la gente. Albie la cruzó sin pensarlo dos veces. Ines se disponía a seguirlo, pero Sloane la detuvo con una mano.

—Dale un momento —dijo.

Todos encajaban entre sí de distintas maneras, conocían mejor que nadie distintas facetas de los demás. Esther sabía hacer reír a Albie, Ines casi podía leerle el pensamiento, y Matt era capaz de soltarle la lengua. Pero Sloane era la experta en los días malos de Albie, y estaba claro que aquel era uno de ellos.

—Aquí va a venir todo el mundo a mear —comentó Ines.

—Tampoco es imprescindible que hables cada vez que se hace el silencio —la regañó Matt.

—Voy a ver si está bien —dijo Sloane—. Esperad un par de minutos.

—Claro —replicó Matt.

—Vale, así a Esther le dará tiempo a encontrar el mejor ángulo para la cámara o algo de eso —bromeó Ines.

Esther le pegó un manotazo en el brazo y sacó su teléfono. Sloane se apresuró a escapar de la escena antes de que Esther la convenciera para hacerse otro selfi, encontró la abertura en la pared y entró en el monumento.

Las paredes metálicas estaban cubiertas de letras diminutas: el nombre de cada una de las personas asesinadas por el Oscuro. Según el artista, encontrarlos y grabarlos todos le había llevado años, y la mayoría eran tan pequeños que resultaban casi ilegibles. Los nombres resplandecían gracias a unos paneles luminosos instalados detrás de las planchas metálicas. Era como contemplar el firmamento nocturno desde algún bosque virgen al que la contaminación no hubiese llegado y no pudiera interferir con el brillo de las estrellas.

Albie estaba en el centro del cubo, con la mirada fija en uno de los paneles.

—Hola —dijo Sloane.

—Hola. Qué bonito es esto, ¿verdad?

—El bronce me parece una decisión acertada. Así resulta casi acogedor. ¿Has encontrado el nombre de tu padre?

—No —respondió Albie—. Es como buscar una aguja en un pajar.

—Podríamos preguntarle al artista.

Albie se encogió de hombros.

—Esa es la cuestión, creo, que uno no debería ser capaz de distinguir los nombres individuales, sino tan solo hacerse una idea general de los muchos que son.

Tantos que la cifra exacta se había vuelto irrelevante, pensó Sloane. Ella ya sabía cuántas vidas se había cobrado el Oscuro. Cualquier cantidad entre cien y un millón no era más que un número que su limitada mente no alcanzaba a comprender.

—A mí me gusta así —continuó Albie—. Me recuerda que no somos más que un puñado de personas que perdieron algo entre miles de otras personas que también lo perdieron. Mi sufrimiento no importa ni más ni menos que el de cualquiera de estas familias.

Indicó el panel que tenía ante él con un gesto. Aunque solo contaba treinta años, el pelo ya se le había vuelto tan fino como una pluma y le empezaba a escasear en las sienes. También lucía arrugas en la frente, tan pronunciadas que Sloane no había podido pasarlas por alto. Acusaba mucho el paso del tiempo.

—Estoy harto de ser especial —dijo Albie con una risita nerviosa—. Estoy harto de que se me honre por lo peor que me ha pasado en la vida.

Sloane se puso a su lado, tan cerca que sus brazos se tocaban. Pensó en la montaña de documentos del Gobierno que guardaba en el cajón inferior de su escritorio; pensó en Rick Lane, hablando de ella como si no fuese más que un montón de carne expuesto en la charcutería; pensó en las pesadillas que la acosaban tanto cuando estaba despierta como cuando dormía.

—Ya —suspiró—. Entiendo a qué te refieres.

O eso creía, al menos. Pero al ver los temblores de la mano de Albie cuando este la levantó para frotarse la cara, se preguntó si lo entendía realmente.

—¡Toc, toc! —dijo Esther, sujetando en alto el teléfono (en un ángulo favorecedor, por supuesto) mientras entraba en el monumento, con el pelo colocado de forma impecable sobre los hombros. Se giró para incluir a Albie y Sloane en el encuadre—. ¡Saludad a mis seguidores de Insta, chicos!

—¿Estás emitiendo en directo? —preguntó Sloane.

—No.

Sloane miró a Albie de reojo y le hizo la peineta con ambas manos a la cámara mientras él hinchaba las mejillas, las presionaba con la palma de las manos y emitía una serie de sonoras ventosidades. Ines, que apareció tras los pasos de Esther, se puso nerviosa al ver a Sloane haciendo gestos obscenos con los dedos junto a la cara de Albie. Esther guardó el móvil con gesto enfurruñado.

—¡Quería capturar mi primer paseo por el Monumento de los Diez Años! —se lamentó—. Ahora tendré que entrar otra vez y fingir que es la primera.

Se cruzó con Matt al salir hecha una furia.

—¿Me he perdido algo?

—Espera —dijo Albie, llevándose un dedo a los labios.

Esther volvió a entrar con el teléfono en alto algo alejado del rostro y abrió los ojos desmesuradamente, como si se sintiese maravillada, mientras examinaba los nombres brillantes. Albie se situó frente a ella de un salto, inclinó la cabeza para colarla en el encuadre junto a la suya y dijo:

—¡Es la segunda vez que lo hace! No dejéis que os enga...

Esther lo apartó de un empujón y bajó el teléfono.

—Pero ¿a vosotros qué os pasa?

—¿A nosotros? ¡Eres tú la que tiene el móvil prácticamente cosido a la mano! —dijo Sloane—. Eres peor que Matt.

El aludido levantó las manos.

—A mí no me metáis en esto.

—¡No soy la primera persona en usar las redes sociales! —protestó Esther—. Es mi trabajo, no hace falta que os pongáis a juzgarme por eso.

—Se supone que esta es una ocasión solemne —señaló Matt—. Y podría haber sido una buena ocasión para volver a conectar...

—Grabar lo que pasa no le resta solemnidad al asunto —lo interrumpió Esther.

—A menos que para grabarlo tengas que buscar el ángulo ideal para un selfi —dijo Ines imitándola con el teléfono en alto y proyectando una cadera hacia fuera—. «Hola, aquí tenéis los nombres de todas estas víctimas y también una buena toma de mi culo redondo».

A Sloane se le escapó una risita. Sonó tan estridente que se tapó la boca con las manos, avergonzada.

—Sloanie Chiquita grita como una niñita —canturreó Albie, levantando las cejas.

—No te atrevas a llamarme así.

—Y tú no hagas como si nadie te hubiera visto en esos vídeos caseros que grabó Cameron —dijo Esther—. A lo mejor ahora vas de chica dura a la que todo le importa una mierda, pero en el fondo siempre serás esa cría que bailaba al son de Diamonds Are A Girl’s Best Friend con un tutú de papel de aluminio.

Sloane maldijo para sus adentros la videocámara de su difunto hermano. Se disponía a replicar algo cuando la interrumpieron las palabras de Matt:

—He encontrado a Bert.

El verdadero nombre de Bert no era Robert Robertson, por supuesto. Se lo había confesado unos meses antes de morir, para que lo pudieran encontrar si perdían el contacto. Sin embargo, no pensaban en él como Evan Kowalczyk: para ellos siempre sería Bert.

Se agruparon detrás de Matt y siguieron la línea que este trazaba con el dedo hasta un nombre diminuto: Evan Kowalczyk, todo en mayúsculas. Sloane no sabía cómo había podido encontrarlo Matt entre tantos otros nombres, entre todos aquellos paneles. Era como encontrar un árbol en particular en medio de un bosque repleto de árboles idénticos. Matt retiró la mano y el nombre de Robert volvió a desaparecer en la pared, confundiéndose con el resto.

Tantas pérdidas..., hasta la última de ellas en vano. Un señor oscuro y su apetito insaciable.

—Me pregunto qué haría en estos momentos —murmuró Matt.

—Seguramente negarse a disfrutar de la jubilación —replicó Ines.

Sloane se giró hacia la entrada antes de que su expresión la delatara. No quería contarles lo que había visto en los documentos obtenidos tras su solicitud amparada por la Ley para la Libertad de Información, atisbos de un Bert desconocido para ella.

—Salgamos —dijo—. Estarán empezando a preguntarse dónde nos hemos metido.

Fuimos elegidos

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