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A SLOANE ANDREWS LE IMPORTA UN PIMIENTO (EN SERIO)

Rick Lane

Revista Trilby, 24 de enero de 2020

No me cae bien Sloane Andrews. Aunque tampoco me importaría acostarme con ella.

Me reuní con ella en la cafetería de su barrio, uno de los sitios que más le gusta frecuentar, según comenta. Sin embargo, no me dio la impresión de que al camarero le sonara como clienta ni como miembro del quinteto de adolescentes que derrotó al Oscuro hace casi una década. Lo cual no deja de resultarme curioso, la verdad, porque, aparte de que todo el mundo conoce su cara, Sloane Andrews posee una de esas bellezas tan saludables e impolutas que dan ganas de ensuciarla. Si se ha puesto maquillaje, no se nota; es toda piel perfecta y grandes ojos azules, un anuncio de cosméticos parlante y con patas. Llega con una gorra de los Cubs bajo la cual asoma su largo cabello castaño, una camiseta gris que se ajusta como un guante a sus curvas, vaqueros con rotos para exhibir las piernas, largas y bien torneadas, y deportivas. La clase de atuendo que proclama a los cuatro vientos lo poco que le importa la ropa, tan poco como el estilizado y moldeado cuerpo que se oculta en ella.

Y eso es lo que tiene Sloane: que me lo creo. Me creo que todo le importe una mierda, sobre todo reunirse conmigo. Ni siquiera quería hacer la entrevista. Solo accedió, según sus propias palabras, porque su novio, Matthew Weekes, otro Elegido, le había pedido que respaldara la publicación de su nuevo libro, La elección que no cesa (a la venta el 3 de febrero).

En los primeros mensajes que cruzamos para hablar de esta entrevista, no se le ocurrieron muchos lugares en los que citarme. A pesar de que todos los habitantes de Chicago saben dónde vive Sloane (en el barrio de Uptown, al norte de la ciudad, a escasas manzanas de Lake Shore Drive), se negó en redondo a permitirme ver su apartamento. “No salgo apenas —me escribió—. Me acosan en cuanto piso la calle. Así que, a menos que quieras intentar seguirme el ritmo mientras hago footing, tendrá que ser en el Java Jam. Punto”.

Sospecho que correr y tomar apuntes al mismo tiempo debe de ser complicado, así que aquí estoy, en el Java Jam.

Una vez pedido el café, se quita la gorra de béisbol y la melena le cae sobre los hombros como si estuviera rodando en la cama. Hay algo en su expresión, sin embargo (sus ojos, tal vez, demasiado juntos, o el modo en que ladea la cabeza de golpe cuando no le gusta lo que acabas de decir), que le confiere el aspecto de un ave rapaz. Le ha bastado con una simple mirada para darle la vuelta a la tortilla, y ahora soy yo el que está a la defensiva, no ella. Tartamudeo mientras me esfuerzo por plantearle la primera pregunta; la mayoría de la gente sonreiría, se esforzaría por congraciarse conmigo, pero Sloane se limita a traspasarme con los ojos.

—Se aproxima el décimo aniversario de su victoria contra el Oscuro —le digo—. ¿Cómo se siente?

—Como una superviviente —responde.

Su voz es glacial y acerada. Me provoca un escalofrío, no sé si placentero o todo lo contrario.

—¿No como una triunfadora? —pregunto, y hace un gesto de impaciencia.

—Siguiente pregunta.

Prueba el café, intacto hasta ese momento.

Es entonces cuando me doy cuenta de que no me cae bien. Esta mujer salvó miles (no, millones) de vidas. Joder, seguramente también salvó la mía de alguna manera. Tenía trece años cuando una profecía designó que ella, junto con otros cuatro jóvenes, estaba destinada a derrotar a un ser todopoderoso hecho de pura maldad. Sobrevivió a un puñado de batallas contra el Oscuro (incluido un breve secuestro cuyos detalles siempre se ha negado a divulgar) y superó el trance bella e incólume, más famosa que nadie en toda la historia de la celebridad. Y por si fuera poco, mantiene una relación estable con Matthew Weekes, el chico de oro, Elegido entre los Elegidos y, posiblemente, la persona más buena del planeta. Pero ella sigue sin caerme bien.

Y a ella no podría importarle menos.

Razón por la cual quiero acostarme con ella. Es como si, consiguiendo que se desnude y se meta en mi cama, pudiese obligarla a mostrar algún tipo de calidez o emoción. Me convierte en un macho alfa, en un cazador empeñado en abatir la presa más esquiva del mundo y después, a modo de trofeo, colgar su cabeza en la pared de mi sala de estar. Quizá eso explique por qué la acosan cada vez que va a alguna parte; no porque la gente la quiera, sino porque le gustaría quererla, transformarla en alguien merecedor de su afecto.

Cuando deja la taza, me fijo en la cicatriz que luce en el dorso de la mano derecha. Grande, aserrada y nudosa, se extiende a todo lo ancho. Nunca le ha contado a nadie cómo se la hizo y estoy seguro de que no me lo va a revelar a mí, pero de todas formas lo intento.

—Me corté con una hoja de papel —dice.

Estoy casi seguro de que se trata de un chiste, así que me río. Le pregunto si va a asistir a la inauguración del Monumento de los Diez Años, una obra artística erigida en el escenario de la derrota del Oscuro, y responde:

—Es lo que se espera de mí.

Como si tuviera un trabajo de oficinista en vez de estar cumpliendo, literalmente, con su destino.

—No parece que le haga mucha ilusión —digo.

—¿En qué lo has notado?

Esboza una mueca burlona.

Mientras preparaba la entrevista les pregunté a unos cuantos amigos qué opinaban de ella, a fin de hacerme una idea más clara de la imagen que tiene de Sloane Andrews la gente de a pie. Uno de ellos me comentó que nunca la había visto sonreír, y ahora que estoy sentado frente a ella me pregunto si lo hará alguna vez. Me lo pregunto en voz alta, incluso; siento curiosidad por ver cómo reacciona.

Resulta que mal.

—¿Me preguntarías lo mismo —dice— si yo fuera un tío?

Cambiamos de tema enseguida. En vez de una conversación parece una partida al Buscaminas: con cada casilla en la que pincho, mi tensión aumenta a la par que las probabilidades de que una de esas bombas me estalle en la cara. Me arriesgo a pinchar otra vez y le pregunto si esta época del año le trae algún recuerdo.

—Procuro no pensar en ello —responde—. De lo contrario, mi vida se convertiría en un puñetero calendario de Adviento. Hay un nuevo chocolate Oscuro para cada día, y todos saben a mierda.

Pincho de nuevo, preguntándole si no guarda algún recuerdo agradable.

—Todos éramos amigos, ¿sabes? Siempre lo seremos. Cuando estamos juntos hablamos casi exclusivamente con bromas privadas.

Fiú. Parece que es seguro preguntarle por los otros cuatro Elegidos: Esther Park, Albert Summers, Ines Mejia y, por supuesto, Matthew Weekes.

Ahora es cuando la cosa por fin empieza a adoptar algo de forma. Los denominados Elegidos estrecharon lazos rápidamente cuando se conocieron, y Matt se convirtió en el líder natural del equipo.

—Él es así —suspira, casi como si le molestara—. Siempre asumiendo el mando, la responsabilidad. Recordándonos que no debemos perder de vista lo que es ético y lo que no. Cosas por el estilo. —Por sorprendente que parezca, no fue Matt quien despertó en ella una afinidad inmediata, sino Albie—. Era muy reservado —dice, y es un cumplido—. Todos los miembros masculinos de nuestras familias habían muerto..., eso formaba parte de la profecía..., pero mi hermano era el que había muerto más recientemente. Necesitaba ese silencio. Además, el Medio Oeste y Alberta son sitios muy parecidos.

Albert e Ines viven juntos (de forma platónica, puesto que Ines se identifica como lesbiana) en Chicago, y hace tan solo un año que Esther volvió a su hogar en Glendale (California) para cuidar de su madre enferma. La distancia ha sido difícil para todos, según Sloane, aunque tienen la suerte de poder seguir lo que hace Esther gracias a su activa (¡y popular!) página de Insta!, donde documenta hasta el último pormenor de su rutina diaria.

—¿Qué opina del movimiento Todos los Elegidos que está surgiendo en los últimos años? —le pregunto.

La citada iniciativa parte de un pequeño pero elocuente grupo que aboga por enfatizar el papel que desempeñaron los otros cuatro Elegidos en la derrota del Oscuro, en vez de atribuir principalmente la victoria a Matthew Weekes.

Sloane no se anda con paños calientes.

—Me parece racista.

—Algunos sostienen que elevar a Matt por encima del resto es sexista —señalo.

—Lo que me parece sexista es ignorar mis palabras y tomarme por tonta —replica—. Creo que Matt es el verdadero Elegido. Lo he dicho en infinidad de ocasiones. Que nadie finja estar haciéndome un favor al arrastrar su nombre por el fango.

Intento llevar la conversación de los Elegidos al Oscuro, y ahí es cuando se tuercen las cosas. Le pregunto a Sloane por qué el Oscuro parecía sentir un interés especial por ella. Me sostiene la mirada mientras apura el café y, cuando suelta la taza, veo que le tiembla la mano. A continuación, se cala la gorra de los Cubs sobre esa esplendorosa melena de leona que acaba de echar un polvo y replica:

—La entrevista ha terminado.

Y supongo que no hay nada más que hablar, porque Sloane ya se ha ido. Dejo un billete de diez encima de la mesa y salgo corriendo detrás de ella; no estoy dispuesto a dejarla escapar con tanta facilidad. ¿Había mencionado ya que Sloane Andrews despierta mi instinto de cazador?

—Te dije que había un tema tabú —me espeta—. ¿Recuerdas cuál era?

Está ruborizada, furiosa y radiante, mitad dominatrix y mitad astuta gata callejera con el pelo erizado. ¿Por qué habré esperado tanto para cabrearla? Podría haber disfrutado de estas vistas desde el principio.

El tema tabú era, por supuesto, cualquier intento de profundizar en su relación con el Oscuro. No esperaría que fuese a respetar semejante imposición, le digo. Pero si es lo más interesante de su persona.

Me mira como si yo no fuese más que un trozo de papel empapado flotando en el charco de cualquier callejón, me manda a tomar por culo y se interna en el tráfico sin mirar para alejarse de mí. Esta vez la dejo escapar.

Fuimos elegidos

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