Читать книгу Fuimos elegidos - Veronica Roth - Страница 10

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La sangría siempre era igual: todo el mundo gritando mientras se alejaba corriendo, aunque no lo bastante deprisa, de la gigantesca y siniestra nube de caos. La tormenta barría a los que intentaban escapar y les arrancaba la carne de los huesos mientras aún seguían con vida y se daban cuenta de todo. Los aplastaba como mosquitos, y la sangre salía disparada en todas direcciones... «Dios mío».

Sloane se levantó jadeando. «Tranquilízate», se dijo. Encogió los dedos de los pies; el suelo estaba muy frío allí, en el hogar del Oscuro, y él le había quitado las botas. Tenía que buscar algo contundente o afilado. Las dos cosas sería demasiado pedir, claro; nunca había sido tan afortunada.

Comenzó a abrir los cajones de golpe y encontró cucharas, tenedores, espátulas... Un puñado de gomas elásticas. Pinzas de plástico. ¿Por qué la habría descalzado? ¿Qué podía temer un asesino múltiple de las Doc Martens de una muchacha?

—Hola, Sloane —le susurró el Oscuro al oído.

Reprimió un sollozo mientras tiraba para abrir otro cajón en el que encontró una hilera de mangos de cuchillo; las hojas estaban enterradas en un bloque de plástico. Había empezado a extraer el hacha de carnicero cuando oyó un crujido a su espalda, la presión de un paso.

Sloane giró sobre los talones, notando el pegajoso linóleo bajo los pies, y trazó un arco con el cuchillo.

—¡Joder!

Matt le agarró la muñeca, y por un momento se quedaron mirándose sin parpadear por encima de sus respectivos brazos, por encima del arma.

Sloane jadeó mientras la realidad regresaba a ella con cuentagotas. No estaba en la casa del Oscuro, ni en el pasado, ni en ninguna otra parte que no fuese el apartamento que compartía con Matthew Weekes.

—Dios mío.

Sloane soltó el mango, y el cuchillo tintineó al chocar con el suelo y rebotó entre los pies de ambos. Matt le apoyó las manos en los hombros, y su contacto era cálido.

—¿Estás ahí?

Ya se lo había preguntado antes, decenas de veces. Su entrenador, Bert, la había calificado de loba solitaria y rara vez la obligaba a unirse a los demás, ni durante las clases ni en las misiones. «Deja que haga las cosas a su manera —le había aconsejado a Matt en cierta ocasión, cuando hubo quedado claro que este era el líder del equipo—. Obtendrás mejores resultados así». Y así lo había hecho Matt, que solo le preguntaba cuando las circunstancias lo requerían.

«¿Estás ahí?». Por teléfono, en susurros, a altas horas de la noche, o plantado frente a ella cuando perdía la noción del tiempo o algo por el estilo. La pregunta había irritado a Sloane, al principio. «Pues claro que estoy aquí, ¿dónde coño iba a estar si no?». Pero ahora significaba que él comprendía algo sobre ella, algo que nunca habían reconocido en voz alta: Sloane no siempre podía responder que sí.

—Sí —dijo.

—Vale. Pues quédate aquí, ¿de acuerdo? Voy a traerte la medicina.

Sloane se apoyó en la encimera de mármol. El cuchillo yacía a sus pies, pero no se atrevía a tocarlo de nuevo. Se limitó a esperar, respirando, con la mirada fija en aquel remolino gris que parecía un hombre mayor de perfil.

Matt volvió con una pastillita amarilla en una mano y el vaso de agua de su mesita de noche en la otra. Sloane lo cogió con manos temblorosas y se tragó la píldora con avidez. Bienvenida fuese la aletargada serenidad de las benzodiacepinas. Ines y ella se habían emborrachado y habían compuesto una oda a las pastillas en cierta ocasión, ensalzando sus bonitos colores, la rapidez de su efecto y el modo en que conseguían lo que ninguna otra cosa podía.

Soltó el vaso de agua y se dejó resbalar hasta el suelo. El frío traspasaba el pantalón del pijama (el de estampado de gatitos que disparaban rayos láser por los ojos), pero esta vez resultaba reconfortante. Matt, en bóxers, se sentó junto a la nevera.

—Oye —empezó ella.

—No hace falta que lo digas.

—Vale, he estado a punto de apuñalarte, pero no hace falta que me disculpe.

En la mirada de él había ternura. Preocupación.

—Lo único que quiero es que tú estés bien.

¿Cómo lo habían llamado en ese artículo tan espantoso? «Posiblemente, la persona más buena del planeta». Por lo menos en eso no le iba a llevar la contraria a Rick Lane, Míster Grima 2000. Las cejas de Matt confluían en un gesto que parecía prometer empatía perpetua, y su corazón siempre estaba a la altura de esa promesa.

Se agachó para recoger el hacha de carnicero que se había quedado tirada en el suelo, junto al tobillo de Sloane. Era grande, y casi tan larga como su antebrazo.

Le escocían los ojos. Los cerró.

—Lo siento muchísimo.

—Ya sé que no te gusta hablar de eso conmigo —dijo Matt—, pero ¿por qué no lo intentas con otra persona?

—¿Como quién?

—La doctora Novak, por ejemplo. Colabora con el Departamento de Asuntos de los Veteranos, ¿te acuerdas? Dimos juntos la charla aquella en el reformatorio.

—No soy militar —replicó Sloane.

—Ya, pero esa mujer sabe de TEPT.

Nunca le había hecho falta un diagnóstico oficial: padecía TEPT —trastorno de estrés postraumático—, eso estaba clarísimo. Sin embargo, le resultaba extraño oír a Matt hablar de ello con tanta familiaridad, como si fuese una gripe.

—Vale. —Se encogió de hombros—. La llamaré por la mañana.

—Cualquiera necesitaría terapia, ¿sabes? Después de todo lo que hemos pasado. Fíjate en Ines, ella fue.

—Ines fue, sí, y todavía sigue colocando trampas por todo el apartamento como si estuviera en la peli de Solo en casa.

—De acuerdo, no es el mejor ejemplo.

El resplandor del foco de las escaleras de la parte trasera atravesaba las ventanas, amarillo y anaranjado, y contrastaba con la piel oscura de Matt.

—A ti no te hizo falta —observó Sloane.

Matt arqueó una ceja.

—¿Adónde te crees que iba cuando no dejaba de desaparecer durante todo aquel primer año, después de que muriese el Oscuro?

—Nos dijiste que eran citas con el médico.

—Y ¿qué clase de médico necesita verte todas las semanas durante meses?

—¡Yo qué sé! Me imaginé que tendrías algún problema con... —Sloane se señaló la entrepierna con un gesto impreciso—. Ya sabes. Con los cataplines o algo.

—A ver si lo entiendo. —La sonrisa de Matt se ensanchó—. Pensabas que padecía algún tipo de problema médico en mis partes nobles, cuya solución me llevó por lo menos seis meses de visitas constantes al médico... y ¿nunca me has preguntado nada al respecto?

Sloane se contuvo para no sonreír a su vez.

—Lo dices casi como si te sintieras decepcionado conmigo.

—Qué va, al contrario. Me dejas impresionado.

Matt tenía trece años cuando se habían conocido: era un amasijo larguirucho de cantos y aristas sin la menor conciencia sobre dónde tenía la cabeza y dónde los pies, pero siempre había poseído la misma sonrisa.

Se había enamorado de él media docena de veces seguidas antes de darse cuenta siquiera: cuando les daba órdenes a gritos para imponer su voz al ensordecedor estruendo de una Sangría, manteniéndolos con vida; cuando se pasaba las noches en vela con ella en los largos trayectos por todo el país, después de que todos los demás hubieran caído rendidos de sueño; cuando llamaba a su abuela y se le suavizaba aún más la voz. Nunca había dejado atrás a nadie.

Encogió los dedos de los pies sobre las baldosas.

—Ya he ido antes, ¿sabes? A terapia. Durante unos meses, cuando tenía dieciséis años.

—¿Sí? —Matt arrugó el ceño un poquito—. No me lo habías contado.

Había muchas cosas que nunca le había contado, ni a él ni a nadie.

—No quería preocupar a nadie. Y sigo sin hacerlo, así que... No les menciones nada de esto a los otros, ¿vale? No me apetece verlo en la puta Esquire con el titular «Rick Lane os lo había avisado».

—Cuenta con ello. —Matt le cogió la mano y entrelazó los dedos con los de ella—. Deberíamos volver a la cama. Nos tenemos que levantar dentro cuatro horas para asistir a la inauguración del monumento.

Sloane asintió con la cabeza, pero se quedaron sentados en el suelo de la cocina hasta que la medicación hizo efecto y ella dejó de temblar. Después Matt guardó el cuchillo, la ayudó a levantarse, y se acostaron de nuevo.

Fuimos elegidos

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