Читать книгу Fuimos elegidos - Veronica Roth - Страница 26

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Dejaron a Albie con Cho para que probase el artefacto. La agente le había prometido llevarlo personalmente a casa cuando terminaran.

Sloane no tenía dudas de que funcionaba; de lo contrario, no habría sentido su presencia con tanta fuerza. Cada uno de ellos se relacionaba con la magia de una forma distinta, y la suya se componía de deseo, búsqueda y comprensión. «Conocía» el artefacto, igual que este a ella.

Albie siempre había sido más directo en su utilización de la magia. Albie con las Freikugeln, las legendarias balas alemanas que siempre daban en el blanco, solo había sido un hombre con una herramienta, como un martillo o un serrucho. Su artefacto no estaba enterrado bajo la piel, no se había convertido en parte de su ser, como le había ocurrido a ella con la Aguja de Koschei. Se limitaba a sostener las balas en la palma de la mano, y aunque nunca hacían lo que se suponía que iban a hacer (ninguno de los artefactos que habían encontrado estaba a la altura de las leyendas), le habían permitido practicar una magia rudimentaria: encender fuego, hacer que los objetos flotaran, cosas así.

Ines, Matt y Sloane volvieron sobre sus pasos por el radio de la bicicleta y recorrieron de nuevo su circunferencia hasta llegar al carrito de golf de Scott. Ya no le daba miedo el artefacto: lo que sentía ahora era más bien una especie de entumecimiento, una disociación entre el cuerpo y la mente. Sabía que el tiempo volvería a cohesionarlos; tan solo debía esperar.

Scott los transportó por el mismo camino que habían seguido al entrar, tejiendo una ruta serpentina entre las tiendas de campaña. Llevaban un minuto escaso de trayecto cuando Sloane divisó el cartel de ARREGLEMOS LAS COSAS — QUE VUELVA, y el pitido que sentía en los oídos se intensificó. La brecha que separaba su mente y su cuerpo desde que había percibido la proximidad del artefacto mágico se cerró de golpe, como dos manos que dan una palmada. Se agarró a la barandilla que la retenía en su asiento, tomó impulso y saltó del carro de golf mientras Ines y Matt gritaban «¡Sloane!» al unísono.

Pasó frente a un pequeño altar consistente en un tocón sobre el que había lo que parecía un esqueleto de ardilla envuelto en cuerdas y cuentas, y frente a una tienda de cuya puerta de lona cerrada con cremallera colgaba un atrapasueños, probablemente fabricado al por mayor en China para su posterior distribución en la sección de Hogar de cualquier tienda hípster de ropa. Estas personas querían magia, pero no tenían ni idea de lo que era realmente la magia; no habían visto nunca el portentoso desmadejamiento de las Sangrías, el modo en que dividían a todos los seres vivos en componentes aislados, huesos, sangre, tendones y nervios separados hasta que uno podía ver los íntimos detalles que componían el cuerpo, mientras dicho cuerpo conservaba aún la vitalidad necesaria para ser consciente de todo el proceso.

Cuando llegó a la pequeña fogata rodeada por niños que fingían ser hombres, estos habían terminado de preparar sus perritos calientes y ahora estaban escuchando música, aunque Sloane solo podía oír el sonido grave del bajo. El pitido que notaba en los oídos era ya tan intenso que amortiguaba casi cualquier otro ruido, incluidas las voces de Ines a su espalda.

Reparó en el cuchillo de caza que había encima de un palé de botellas de agua cercano mientras plantaba los pies frente a la barbacoa portátil y clavaba la mirada en el hombre que antes la había llamado poco menos que «zorra», aunque con otras palabras. No sería la primera vez que le atribuían ese calificativo, ni sería la última, pero siempre le había parecido que contenía cierta carga de violencia; el modo en que convertía su ira en algo pequeño y mezquino, el modo en que reducía todo su ser a algo insignificante y pueril.

—Hola —dijo. De repente, su voz sonaba curiosamente empalagosa—. ¿Me reconoces?

La forma en que el hombre abrió los ojos le indicó que así era. Mientras volvía a entornarlos, mientras la palabra «perra» probablemente volvía a formarse en sus labios, Sloane se agachó y cogió el cuchillo de caza.

—Qué... —empezó a decir el hombre, pero ella ya había desenvainado la hoja para apuñalar la pared de la tienda, justo en la G de ARREGLEMOS LAS COSAS—. Pero ¿qué coño? —exclamó el hombre.

Todos se habían puesto de pie. Sloane solo oía un pitido.

—Idiota —dijo ella—. ¿Te crees que agradecería tu lealtad si volviera, que te recompensaría por ella? Si regresa a la vida, te arrancará las entrañas igual que a todos los demás.

—Solo elegía a los débiles —replicó el hombre—. Tu chico, ese de ahí, tuvo suerte la primera vez...

El hombre dirigió la mirada por encima del hombro de Sloane hacia el carro de golf, hacia Matt e Ines. Pero ella no oyó lo que dijo a continuación. Se limitó a pegarle un puñetazo en la cara.

El pitido de los oídos cesó. Notó un estallido de dolor en cada uno de los nudillos. Sacudió la mano y apretó los dientes frente al dolor que se propagaba ya por todo el brazo. El hombre sangraba por la nariz y sus amigos se habían levantado a su alrededor, lanzándole obscenidades pero sin atreverse a devolverle el golpe. Al fin y al cabo, seguía siendo una chica.

No era la primera vez que le daba un puñetazo a alguien, pero siempre se le olvidaba cuánto dolía. Ines la agarró del brazo y se la llevó a rastras. Gritó «¡Que os den!» por encima del hombro antes de montar de nuevo en el carrito de golf.

Scott estaba mirándola fijamente cuando se sentó.

—¿Qué? —dijo Sloane.

El muchacho sacudió la cabeza y siguió conduciendo, acelerando todo lo que daba de sí el pequeño motor.

Fuimos elegidos

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