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La represión de nuestra Esencia: nostalgias de Sí Mismo

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Para dar el paso siguiente necesitaremos abordar un tema que nos va a acompañar durante el resto del libro: la identificación como fenómeno psicoespiritual, así como la desidentificación como una práctica vital, necesaria y posible.

Las distintas tradiciones de sabiduría a lo largo de la historia de la humanidad señalan de diversas maneras que hay un núcleo de nuestra identidad que es sagrado: me resuena concebirlo como una porción del Todo en mí.

La manera más simple de graficarlo es con dos círculos concéntricos:


Estoy segura de que el sabor de esa Esencia te es conocido: aún asoma su relumbre en la mirada de quienes conservan su nexo con ella (alguna persona mayor, los niños pequeños, las personas que amamos cuando están liberadas de sus defensas… y nosotros mismos cuando nos quitamos los ropajes de la personalidad).

El genial Carl Gustav Jung llamó a ese centro “Sí Mismo”, definiéndolo con palabras muy fuertes para haber sido emitidas por un psiquiatra que partiera de este mundo en 1961: “Podría llamarle ‘Dios en mí’”.

De una manera laica, la Psicología Transpersonal se refiere a esa intimidad nuestra como “Esencia” (o sea, aquello que hace que seamos quienes somos). Ken Wilber tomó de Oriente la palabra Atman (que significa en idioma sánscrito “esencia, aliento”), lo cual es también muy gráfico porque, en esa tradición, Brahman sería ese Todo, y, por ende, Atman es una parte de ese Todo que viene a evolucionar a través de la experiencia humana.

Volvamos a mirar la dinámica de esos círculos concéntricos: desde esta mirada, esa Esencia en-carna (se hace carne, se “viste” de ella), pero aun antes de nacer empieza a recibir todo tipo de condicionamientos desde afuera, que, junto con el temperamento que ya trae, irán conformando una personalidad: vamos quedando sumergidos en una especie de hipnosis, en la cual la realidad que percibimos está distorsionada por todo lo que absorbemos de nuestra familia, nuestra cultura, nuestra época.

En ese proceso de ir construyendo nuestra identidad, nos vamos identificando con esa personalidad, esos pensamientos, esas emociones y sentimientos que se van moviendo en nosotros. Resulta de ello un determinado modo de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos, al punto tal que todo ese cúmulo de condicionamientos directamente reemplaza a nuestra identidad esencial, conformando una segunda naturaleza constituida por automatismos condicionados la cual, en vez de ayudarnos a expresar nuestra esencia, obstruye su manifestación.


Quedamos separados de nosotros mismos. ¡Es un precio muy alto el de insertarnos en la vida humana! Sin embargo, ese precio deberá pagarse. Y, quien tenga esa posibilidad, padecerá una añoranza de Sí Mismo: aunque no sepa qué le sucede, se extrañará con una sentida nostalgia, sin razón terrena alguna. Bendito el que no ha perdido esa nostalgia, porque le espera la posibilidad de reencontrarse con su verdadera Esencia.


Hará falta un profundo trabajo sobre sí para volver a conectarse con aquello que en realidad somos y nunca dejamos de ser, pero que quedó soterrado debajo de todas esas innmuerables capas de condicionamientos. Son pocas las personas que conservan algún tipo de hilo conductor con su Esencia. La mayoría ni siquiera lo recupera. Otras, con base en ese arduo trabajo interno o debido a crisis personales (u otros factores, como luego veremos), vivencian un quiebre de toda esa estructura aprendida… y por esa hendidura se filtra nuevamente aquel perfume de quienes realmente eran, recobrando el impulso de retornar a su Esencia, como los salmones que vuelven río arriba a desovar en su lugar de origen.

Cuando hablo de este tema en mis clases suelo recordar cuando, en mi infancia, mis abuelos hacían fuego y mamá ponía sobre las brasas batatas untadas con barro fresco. A medida que el barro se secaba, se iba transformando en un verdadero horno de cocción. La batata estaba lista cuando el barro quedaba totalmente seco. Entonces, se la apartaba de entre el rescoldo y se le daba un golpe con una piedra o un leño. El golpe partía la cáscara de barro y dejaba al aire, fragante y deliciosa, la dulce batata ya cocida.

Si la batata fuera un humano seguramente gritaría: “¡Ay, qué desgracia, me han quebrado mi identidad!”. Pero luego advertiría que solo se había desprendido de un barro ya inútil, que había servido para volverlo cocido, fragante, pero que ya no necesitaba. Y que su verdadera identidad recién en ese momento estaba a la vista. ¡El ser humano promedio, identificado con el barro, correría a juntar los pedazos y volver a vestir su desnudez con él!

El fin del autoodio

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