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La Conciencia Testigo en la vida cotidiana

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Una herramienta esencial que propone la Psicología Transpersonal es la de la autoobservación. Autoobservarse es una habilidad que se va desarrollando a medida que se practica. No refiere a pensar, sino a ir habilitando lo que se llama una Conciencia Testigo, desde la cual podemos percatarnos de los contenidos internos sin aferrarnos a ellos, tal como, legalmente, un testigo se define como alguien que no participa del evento, sino que lo ve desde afuera.

Ese testigo interno puede entrenarse en la soledad y el silencio, como lo proponen las distintas técnicas de meditación, pero la habilidad de autoobservarse con profundidad es puesta a prueba especialmente cuando estamos involucrados en la vida cotidiana, y ya no con los ojos cerrados, retirados del mundo.

En una u otra situación implicará darnos cuenta de nuestros pensamientos, emociones, sensaciones, actitudes, patrones de comportamiento... Podría decirse que se trata de un acto de contemplación de sí mismo. (Por eso la disciplina científica que las estudia se denomina Neurociencia Contemplativa, y el enfoque Transpersonal puede definirse también como una Psicología Contemplativa).

Al principio puede resultar abrumador advertir que tenemos tanto ruido interno; poco a poco, desarrollando la perseverancia en la práctica, se va generando la posibilidad de ejercer el discernimiento. El discernimiento es considerado fruto de la sabiduría cotidiana, tan altamente que, por ejemplo, en el yoga se le llama la Joya del Discernimiento. Esa habilidad espiritual nos permite distinguir contenidos internos que proyectamos en lo externo, sensaciones que confundimos con emociones, pensamientos repetitivos que hacen que se disparen emociones destructivas, actitudes o patrones de conducta que no son acordes a lo que más hondamente anhelamos... Ver todo lo que acontece en nuestra interioridad, y ver qué es qué.

Desarrollar esa Conciencia Testigo implica tomar cierta distancia de todo eso que nos pasa: sucede en mí, pero no soy yo. Está en mí, pero no soy yo. No soy ese pensamiento que me llena de miedo por algo que podría llegar a pasar. No soy esta emoción que me sumerge en la desesperanza, ni tampoco esa sensación de exaltación que me produce el enamoramiento, ni esa actitud de querer siempre salvar a los demás, ni esta arrogancia que de pronto acontece en mí y que a otra parte de mí le da vergüenza que yo sienta… No muerdo el anzuelo de ninguno de esos contenidos internos (aunque a veces, por descuido, atraviese su filo mi frágil mejilla de pez humano).

A medida que practicamos, día a día, la atención deja de ser “un músculo flácido“ (como le llamó el doctor Charles Tart al estado que la atención tiene en quien no ha sido entrenado en autoobservarse): tonificamos ese “músculo” para que se vuelva cada vez más vigoroso. Así, la atención adquiere estas tres características:

n nos permite darnos cuenta de que no nos estamos dando cuenta, cada vez más seguido;

n se sostiene cada vez durante más tiempo;

n se vuelve una atención cada vez más penetrante, capaz de observar con profundidad creciente y complejidad mayor (diferentes “capas” de lo que nos pasa por dentro y de lo que sucede fuera, tendiendo a no excluir nada de lo que podamos advertir, independientemente del apego o el rechazo).

El fin del autoodio

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