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Ser cielo y ver pasar las nubes

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Despertar es volver a conectarse con ese Sí Mismo que yace sepultado por esos múltiples condicionamientos. Quedarse dormido es transitar la vida hipnotizados por la Matrix, desconectados de nuestra verdadera identidad profunda, obnubilados por ese trance consensual.

Daisetsu Teitaro Suzuki, uno de los maestros más notables que introdujeron el budismo zen en Occidente, lo dice con palabras que me conmocionan por su preciosura: “Despertar es retomar el contacto con nuestra autonaturaleza inobstruida”. El trabajo sobre sí es justamente, desobstruirla de todo lo que impide su natural expresión, su posibilidad de guiar nuestra vida.


El fin del autoodio –en términos radicales– acontece cuando recobramos contacto fluido con nuestra Esencia dormida, y dejamos de estar identificados con nuestros condicionamientos (que no son nuestra verdadera identidad). Es la reconciliación más honda a la que podemos aspirar los seres humanos. Contactar con lo sagrado que hace al núcleo de nuestra identidad neutraliza cualquier circuito condicionado que lleve al autoodio. Recién entonces se advierte cabalmente el absurdo que implica esa manera de relacionarse consigo mismo.


Sí: recién entonces se vislumbra por qué a Su Santidad el Dalai Lama le pareció imposible la existencia de esta palabra. Recién entonces entendemos que el futuro de la educación y de todo proceso psicoterapéutico necesita apuntar a que tempranamente vivenciemos esta dimensión de la realidad interna, que tiene un profundo efecto reordenador acerca de cómo nos percibimos a nosotros mismos, a nuestra historia de vida, a nuestra tarea en este mundo y a la realidad toda.

Desidentificarnos de lo condicionado es el camino. Nos desidentificamos, entonces, de nuestra mente condicionada y de sus fenómenos impermanentes, y volvemos a nuestro eje de quietud inmutable, como el cielo azul que hubiese aprendido a ya no identificarse con cada nube que pasa.

Identi-ficarse es fijar nuestra identidad en algo que en verdad no somos: podría decirse que, más bien, es algo que nos sucede. Nos sucede un pensamiento; nos sucede un estado emocional, una actitud, un rol, el estado de aferramiento a algo o a alguien… Mordemos el anzuelo de lo impermanente, y eso nos corre del eje de nuestra autonaturaleza.

Cuando nos identificamos con una emoción quedamos atrapados por ella, tomados por el punto de vista que esa emoción nos obliga a percibir. Cuando nos identificamos con una ideología perdemos una visión más abarcativa de la realidad, pues pensamos según ese colectivo humano lo dicte, y hacemos lo que ese colectivo humano indique hacer. Esto es tan cierto para un partido político como para el fanatismo seudoespiritual o la adhesión total a un equipo de fútbol y cualquier otro sistema de coerción al aglutinamiento, cualquier estructura destinada a formatear la mente personal y convertirla en mente colectiva.


Al identificarnos, dejamos de ser quienes somos como individuos, y funcionamos en modo automático, hipnotizados, mas con la ilusión de creer que no lo estamos.


Es que, tal como en cualquier situación de hipnosis, no vemos la identificación hasta que algo la interrumpe: cuando salimos de la ceguera en la que un punto de vista errado nos mantenía sujetos, nos parece mentira que hayamos estado tan obnubilados; lo mismo sucede respecto de la identificación con roles, personas, lugares, cosas... Las crisis personales o globales, o bien el resultado de prácticas como las que estamos viendo juntos en este libro, pueden permitir una salida del trance consensual.

Esto podemos verificarlo tanto en lo grande como en lo pequeño: de pronto encontramos en un viejo cajón un objeto que años atrás lo sentíamos con mucho apego, y lo guardamos con aferramiento, pues estábamos identificados con él… pero ahora, al no estarlo, nos parece tosco, feo, carente de interés y de valor.

Lo mismo puede sucedernos acerca de conductas, roles, maneras de ser que teníamos en el pasado, a las que llamábamos “yo”... y que sin embargo ahora nos resultan extrañamente ajenas. Ya no somos ese yo. Quien descubre esto revela para sí mismo que ese tal yo pertenece al reino de la impermanencia, y es tan mutable como las nubes en el cielo. Nuestro Sí Mismo, en cambio, es del orden de lo inmutable, lo imperecedero: la bóveda del cielo sin fin, más allá de sus cambiantes nubes.

El fin del autoodio

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