Читать книгу Política y memoria - Virginia Martínez - Страница 10
Partidos y crisis
ОглавлениеCon la existencia de sindicatos independientes —mayoritariamente de dirección comunista, pero también con participación de otras tendencias de izquierda—, en medio de una situación económica preocupante y con tensiones sociales previas ahora agravadas, el conflicto debía recaer por fuerza en el sistema político. Ahora bien, el sistema político uruguayo tenía sus propias características, difíciles de explicar en pocas palabras. En términos generales, se puede decir que estaba dominado por dos partidos tradicionales llamados Blanco (o también Nacional) y Colorado, que provenían del siglo xix, y que lograron sobrevivir adaptándose a la nueva competencia electoral con voto universal masculino —y a partir de la década de 1940, con voto universal femenino añadido. Estos partidos dominantes también se modernizaron, pero no supieron capear la crisis ni su impacto, perdieron capacidad de gestión y —aunque se necesitaran uno al otro en tanto copartícipes y a la vez rivales en el control de la administración pública— se saboteaban recíprocamente en el momento menos oportuno.[14] Otro dato a tomar en cuenta es que entre 1952 y 1967 Uruguay tuvo un gobierno colegiado, es decir que no tenía un único presidente, como es la norma en toda América Latina siguiendo el patrón fijado por Estados Unidos, sino un Poder Eejecutivo de nueve miembros: seis por el partido mayoritario en cada elección y tres del partido que le siguiera en votos. Por lo que se reproducía, en el seno del Poder Ejecutivo, la práctica de cooperación-competencia-sabotaje propia de la relación entre blancos y colorados, acentuando la parálisis administrativa. Por si fuera poco, ambos partidos eran dudosamente tales, como ha dicho Sartori en su texto clásico,[15] pues estaban muy fraccionados, adoleciendo de unidad programática y de dirección. No se enfrentaban a rivales fuertes en lo electoral, aunque sí, desde 1966, a una poderosa central sindical —la cnt— constantemente movilizada, con un programa muy elaborado de soluciones a la crisis que respondía al pensamiento de izquierda y bregaba idealmente por el socialismo.[16] Como se había mostrado competente en la defensa de los intereses económicos de sus agremiados, contaba con la lealtad de estos, independientemente de la ideología que profesaran en lo personal.
Las circunstancias a mediados de los años sesenta eran graves, con el crecimiento económico bordeando el cero. Como dice Oddone París,[17] el sostenido declive económico de los países del Río de la Plata en el siglo xx reviste características únicas en el mundo, pero con la particularidad de que en Uruguay se manifestó veinte años antes que en Argentina.[18] Otras naciones de América Latina en la misma época podían sufrir severos problemas, pero todas ostentaban algún grado de crecimiento. Sin embargo, para la revista británica The Economist, en una reseña hecha en 1968, el punto nodal no era la economía:
La reciente historia [de Uruguay] es quizás la más triste del continente […] la situación económica actual, que es la causa básica de las manifestaciones callejeras, las huelgas y el ambiente de desasosiego, es consecuencia de la parálisis gubernamental que aflige al país desde hace muchos años.
Los orígenes de la crisis son netamente políticos; es el mecanismo político que obstaculiza las relaciones entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo que impide la actuación eficaz de este último, y que ha hecho que en 1967 el costo de vida en Montevideo se elevara en un 136% […] El conflicto ha sido presentado muchas veces como una lucha […] entre el gobierno y el sindicalismo […] un asunto de salarios entre el gobierno y el 40% de la población activa que el Estado emplea.
La enfermedad uruguaya como lo saben muy bien los uruguayos, consiste esencialmente en el haberse acostumbrado la creciente burguesía urbana a un nivel de vida y un sistema de seguro social que la economía agropecuaria no puede soportar. […] el Poder Legislativo ha intervenido para fijar los salarios en el sector público; en muchas oportunidades ha sido para el Ejecutivo muy difícil financiar los aumentos, especialmente cuando el Legislativo se opone a la reforma tributaria.
La falta de cooperación entre los dos poderes se deriva principalísimamente de la fragmentación de los dos grandes partidos y las diferencias de opinión entre uno y otro grupo dentro de un mismo partido. […] No existe en el Poder Legislativo la tradición de votar según las filiaciones partidarias, sino según los dictados de la conciencia, la ambición, u otro factor que nada tiene que ver con el programa económico del Ejecutivo. […] Recuérdese también que el brillante concepto del ejecutivo colegiado fracasó […] por las divisiones dentro del Consejo de Gobierno […] La experiencia de estar prácticamente sin gobierno eficaz durante 15 años…[19]
Estas condiciones motivaron que, hacia 1965, se empezara a hablar de dos cosas: la posibilidad de un golpe de Estado o una invasión de Brasil. Esto último porque en 1964 se había instaurado en Brasil la que sería una prolongada dictadura castrense que duraría hasta 1985, y los militares de aquel país habían acrecido no solo su poder interno sino también su autoconfianza y pretensiones de vigilancia sobre países fronterizos, lo que se llamó en algún momento “subimperialismo brasileño”. Esto suena exagerado, pero parece cierto que Estados Unidos alrededor de esa época —aquejado por problemas económicos relacionados con la crisis del dólar y por la sangría humana y financiera de la guerra en el sudeste asiático— fue “delegando” el control regional de América del Sur en Brasil, aliado en quien confiaba por su poder militar, su extensión territorial y la fortaleza económica y política que adquirió la dictadura.[20]
No obstante, Estados Unidos se oponía tanto a un golpe de Estado como a una abierta intervención de Brasil en Uruguay.[21] No quería una ruptura constitucional porque consideraba que se trataba de un país con prestigio democrático en una región con déficit en la materia, y consideraba que la crisis no era para tanto.[22] Por las mismas razones tampoco aprobaba una visible intervención brasileña. La situación quedó así encuadrada en el contexto interno de conflicto político-social y estancamiento económico hasta que, a fines de los años sesenta, se inició un periodo de gobierno muy autoritario para los patrones uruguayos. Se trata de la presidencia de Jorge Pacheco Areco (1967-1972)[23] quien, secundado por sus colaboradores e invocando medidas de urgencia supuestamente autorizadas por la Constitución, emitió un conjunto de decretos que le permitieron desempeñarse, cuando así lo creyó conveniente, al margen del Parlamento y de la misma Constitución, pero no sin que el grueso de los legisladores, en un ambiguo juego de omisión-cooperación-oposición, le tolerara este espacio de maniobra que aceleraría a la postre la ruina del mismo legislativo y de los partidos a él asociados. Mas entre tanto y hasta 1973, seguían funcionando —bien que con muchas restricciones, censura y clausuras— la prensa crítica, los sindicatos y los partidos de oposición. El principal móvil de este gobierno y la causa inicial de sus medidas era poner en marcha el programa de restructuración de la economía, que el Parlamento hasta entonces no le concediera, y acotar el movimiento sindical. Pero lo que logró en primer lugar fue incrementar la movilización de los sindicatos y del muy combativo movimiento estudiantil. A siete meses de iniciado el gobierno de Pacheco Areco, la edición ya citada de The Economist anotaba que “La aparición últimamente, con creciente insistencia, de un elemento de violencia en las manifestaciones callejeras hace suponer que se va agudizando la insatisfacción hasta amenazar con tornarse en rebelión”.[24]