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Conflicto social

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La coyuntura económica especialmente mala de la década de 1960 habría de tener una repercusión social negativa magnificada por la tensión de largo plazo arriba señalada. Influyó además que Uruguay —al igual que Argentina— tuviera una modernización temprana en el siglo xx, si se lo compara con el resto de América Latina. Se trataba de sociedades muy urbanizadas, sin una población campesina numerosa que manifestara “hambre de tierras”, con desarrollo de la industria (sobre todo en Argentina), el comercio, las finanzas y, especialmente en Uruguay, de los servicios del Estado. Independientemente de su reducido tamaño en territorio y población —o tal vez ayudado por dichas variables—, Uruguay constituía en los años sesenta un país con 80% de su población repartida en centros urbanos, un Estado paternalista y un gasto público creciente, que se mantuvo desde principios del siglo con relativa autonomía del ciclo económico, aun bajo gobiernos de sesgo conservador.[5] Sin embargo, prácticamente desde el inicio se planteó un conflicto latente o manifiesto, pues había núcleos de intereses, empezando por el sector agroexportador, que sostenía que tal era un lujo que el país no podía pagarse, dado que se recargaba excesivamente sobre las fuerzas productivas del campo.[6] Lo cual era paradójico, porque el país tenía ese tipo de Estado social debido al triunfo de ideas reformistas y humanitarias[7] pero también porque con una población escolarizada, trabajando mayoritariamente en industria, servicios o instituciones oficiales y con buenos estándares (comparativamente hablando) de salud y seguridad social, requería un financiamiento que debía sostenerse en buena medida con el gasto público y la intervención del gobierno.

No es menos cierto que en el correr del siglo la capacidad del Estado se vio afectada mientras la nómina burocrática se hinchaba por el clientelismo y la política electoral de los partidos tradicionales. El número de personas con empleo público o (según la época) privado y acceso a los beneficios sociales siguió aumentando, mas, debido a los problemas económicos, el pbi per cápita y la recaudación tributaria disminuyeron, afectando la calidad de los servicios públicos y de la seguridad social. Pero todo estaba relacionado: la demanda de puestos públicos, acrecida en la segunda posguerra, se explica por la escasez ocupacional en el sector privado causada por la restricción de los negocios; y la demagogia electoral era el costo de una democracia sentada sobre bases económicas frágiles.[8]

La existencia de una legislación avanzada no es por sí sola garantía del cumplimiento de los derechos reconocidos —lo que se comprueba en el caso de grupos vulnerables como los trabajadores del campo o el servicio doméstico. Pero uno de los resultados de la modernización, el estatismo y la industrialización fue que Uruguay desarrollara sindicatos de obreros fabriles o de empleados del vasto sector terciario que además eran independientes, es decir que no estaban controlados por la fuerza política en el gobierno como sucedió con el peronismo en Argentina, el varguismo en Brasil o en México durante la larga hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (pri).[9] Estos conservaron o adquirieron en el largo plazo rasgos de politización —es decir que no se limitaban a reivindicaciones corporativas— y de lucha —como lo demuestra el temprano y sistemático uso de la huelga,[10] lo que culminó en la formación, entre 1964 y 1966, de una central única, la Convención Nacional de Trabajadores (cnt). Con anterioridad a los años cuarenta los sindicatos eran todavía —dependiendo del caso— débiles, expuestos al desempleo y la disgregación a causa del ciclo económico o del escaso desarrollo de la industria, y contrapesados por patronales intransigentes.[11] La suerte de los trabajadores dependía no solo de su organización sino también de políticas proteccionistas en el gobierno, así como de la competencia partidaria encaminada a las urnas, que obligaba incluso a fuerzas conservadoras de oposición a mostrarse sensibles frente a la cuestión social.[12] Todo esto explica que el empleo público fuera desde temprano un coto electoral, aunque también un refugio laboral.

Con posterioridad a 1945, y en especial en los años sesenta, ocurrió lo contrario: el fortalecimiento de los sindicatos ante partidos mayoritarios fraccionados y debilitados sostuvo —o eventualmente incrementó— la posición de los trabajadores en el espectro político y su participación en la distribución de la riqueza. La conflictividad aumentó en paralelo al descenso económico, por lo que no es extraño que para algunos viniera como anillo al dedo la explicación estructural de la inflación, poniendo el acento en la “lucha salvaje” de distintos sectores sociales por un producto estancado o en disminución.[13]

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