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Estudio introductorio

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Ana Buriano Castro y Silvia Dutrénit Bielous

En un arco temporal de la historia reciente, América Latina tiene un pasado abigarrado de dictaduras de Seguridad Nacional, de autoritarismos y conflictos prolongados como, por ejemplo, el centroamericano o el colombiano. Es un pasado que afecta a las sociedades actuales en tanto sus huellas mantienen presencia y son fuente de una controversia que todavía involucra diferentes ámbitos sociales y políticos. Dentro de ese arco se ubican los golpes de Estado de 1973 en Chile y Uruguay. Pese a que ambas experiencias se engloban dentro del mismo contexto doctrinario de la Seguridad Nacional y coinciden en su prolon­gada historia secular de estabilidad democrática y en un sistema político integrador de sólidas comunidades partidarias y organizaciones sindicales autónomas, esos golpes rematan muy distintas crisis generadas en los años previos.

¿Por qué volver desde el presente a la historia del pasado traumático latinoamericano de la segunda mitad del siglo xx? Porque es un pasado que afecta a varias generaciones coetáneas pero que a la vez transciende lo meramente referencial para encarnar en un presente impregnado de múltiples reflejos que provienen del mundo globalizado.[1] A su vez, esos reflejos refractan luces y sombras hacia el futuro. En esa dimensión, en los abismos y las tensiones temporales, se sitúa este libro, al decir de Koselleck, entre “el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa”.[2]

Sin duda, las miradas desde el presente imponen nuevos sentidos y demandas de conocimiento renovados a la luz de otras preguntas. Hacia dónde va el continente en el nuevo siglo es una interrogante que alumbró distintas inquietudes y reflexiones desde que este despuntó.[3] Sin embargo, a la hora de buscar respuestas, las miradas pretenden entender hechos y procesos presentes por la pervivencia de tendencias y legados culturales con arraigo social. Esa reiterada observación de un pasado que de manera insistente se hace presente parte también de un lente puesto en un futuro abierto y desconocido pero con expectativas acotadas.

Cuarenta años después de los golpes de Estado, un mundo de interrogantes agita la vida social y política impactada por viejos y nuevos fenómenos en escenarios transformados. Este libro, inscrito en una intención conmemorativa, ofrece análisis y algunas claves para entender aquellos hechos como las herencias que se plasman en estos nuevos escenarios.[4]

La coincidencia de las fechas convoca y “vehiculiza”[5] esta empresa colectiva. En ella convergen académicos, profesionales del séptimo arte y testigos. Abren con su acompañamiento distintas dimensiones analíticas. Sin duda, quienes fueron protagonistas de aquel 1973, encontraron el espacio para vencer el silencio y dar testimonio de aquello que antes no pudo ser expresado. Un antecedente cercano en este contexto conmemorativo fue un coloquio internacional que, con motivo de los cuarenta años de los golpes de Estado, se realizó en 2013 en la Ciudad de México.[6]

Esa ocasión dio lugar a que se expresara “la emergencia de una profunda seducción por las huellas del pasado”, en virtud de que la memoria “constituye un núcleo sustantivo de pertenencia y de reforzamiento identitario”, ligado sin duda al fortalecimiento de las “esferas públicas de la sociedad civil”.[7] Las instancias conmemorativas como se plasmaron en los países involucrados y en otros (monumentos, placas, marcas) resultaron activadoras de la rememoración e hicieron posible que fluyeran distintas memorias.

El diálogo y los testimonios sobre un ayer rememorado y socializado invitaron a seguir analizando los hechos y sus huellas desde un presente pasado que guarda cuatro décadas de distancia con los acontecimientos, tiempo en el cual la reflexión fue decantada, enriquecida y serenada. Por tanto, el contenido del libro es producto de un proceso de maduración intelectual desde distintas formaciones disciplinarias —como la historia, la ciencia política, la sociología, la psicología y la cinematografía— que reconoce su raíz en el acto conmemorativo. Esta conjunción de enfoques propende a la multiplicación de puntos de acceso para su observación presente. Hay que señalar que quienes participan de este esfuerzo editorial no son ajenos en muchos casos a lo observado y analizado. O dicho de otra forma, son parte de la generación que vivió los acontecimientos o de su entorno de transmisión. En ellos anida (¿por qué no?) esa apuesta al legado cívico, a la enseñanza.[8]

Así pues, con la conmemoración de los golpes de Estado se pretendió evocar el pasado, reconocer su pervivencia en el presente y reflexionar desde el déficit de futuros de esta temporalidad. Una temporalidad que tiene su propia estructura en la sensibilidad actual. El pasado no muere por vejez y muerte natural, sino por otras causas. Busca formas de trascender, para bien o para mal: como pasado carga o como pasado fuerza.[9] No se puede negar así el carácter imperativo de la empresa conmemorativa y su inserción en un reforzamiento de códigos culturales que hacen propios distintas generaciones.[10]

En el mismo sentido, y con motivo de los cuarenta años de aquellos sucesos de ruptura, el libro acompaña desde México —tierra emblemática de exilios latinoamericanos y escenario en el que se produce esta conmemoración— el esfuerzo de reflexión y análisis que desplegaron las ciencias sociales y humanidades en Chile y Uruguay, así como en diversos países del mundo.[11] Es heredero de la complejidad de los tiempos a los que se aplica. Desde la perspectiva del presente, con la rémora de su difícil transitabilidad y con incertidumbres por el futuro, los capítulos que aquí se reúnen revaloran realidades históricas, constatan permanencias y legados y emiten mensajes hacia la región.

Está organizado en cuatro apartados temáticos: “Los golpes de Estado: ayer, hoy mañana”, “Justicia transicional: retos y experiencias”, “Cine, historia y memoria” y “A modo de cierre”. Dos de ellos están acompañados por anexos: “1973 en la memoria de los protagonistas: testimonios” y “Tiempo y verdad: reflexiones de los documentalistas”.

Bajo el apartado “Los golpes de Estado: ayer, hoy y mañana” y con un ordenamiento histórico-cronológico de los quiebres institucionales, se presentan trabajos centrados en el análisis de los periodos dictatoriales en ambos países. Lo anterior se ofrece desde una doble mirada. Una de ellas está dedicada al estudio de las coyunturas nacionales en las que se inscribieron. La otra mirada se aboca a la consideración de los regímenes surgidos de estas rupturas-continuidades, a partir de variables relacionadas con el sistema político, la estructura de partidos y el espectro ideológico en el que se desarrollaron e imprimieron su impronta al presente.

Aunque pueden advertirse variantes metodológicas, todos los estudios —sociológicos, politológicos, históricos— están orientados a la caracterización de los sistemas políticos, particularmente los subsistemas de partido, lo político ideológico, lo político institucional y el análisis de coyunturas. Se advierte que los analistas del golpe chileno parecen mucho más impactados por el periodo transicional en el que jugaron distintos, diversos e incluso muy encontrados actores. Mientras que quienes analizan el golpe uruguayo ponen mayor énfasis en la construcción explicativa de cómo se produjo la ruptura institucional y qué juego de fuerzas y estrategias permitieron la “noche” dictatorial.

Dos son los estudios especializados que dan cuenta de las características, la evolución y consolidación del régimen rupturista uruguayo. La temprana precipitación de la crisis en este país encuentra en el estudio de Gonzalo Varela múltiples consideraciones. A partir de un rastreo que toma en cuenta la estructura poblacional del país y la particular configuración que alcanzó la sustitución de importaciones, otras explicaciones se sobreponen a la problemática demográfica y aun económica. Ella funge en el intento explicativo como uno de los componentes, y no precisamente el más significativo, de un encadenamiento crítico que condujo al colapso de la vida institucional de un país sólidamente fincado en su respeto y cultivo. La hipótesis central enfatiza el lento y constante deterioro del sistema político a partir de la crisis del subsistema de partidos en una peculiar estructura gubernativa que aunaba coparticipación, competencia y sabotaje en todos los niveles de la estructura estatal, aun en el Ejecutivo colegiado. Subsistema que, si bien solventaba con fluidez los desafíos electorales, se enfrentaba a organizaciones de la sociedad civil, particularmente a un movimiento sindical independiente y clasista, liderado por una izquierda política, predominantemente comunista, que se erigió como un oponente de fuste a partir de un proyecto programático de dimensión nacional.

Varela enmarca la aparición de nuevos actores en la crítica conflictiva de cambios del contexto internacional y latinoamericano de fines de los años sesenta. Analiza así el surgimiento de una izquierda armada y la mayoritaria concreción de un agrupamiento político opositor de más tímida definición programática que la Unidad Popular chilena: el Frente Amplio. La exacerbación del conflicto en nuevas instancias electorales introdujo también un nuevo e insólito actor en la crisis política uruguaya: las Fuerzas Armadas. En un clásico panorama de crisis que conjuntaba fraccionamiento de los partidos tradicionales, deterioro económico y administrativo, conflicto social, ruptura de normas jurídicas, violencia política e intervención militar, el sistema político uruguayo expiró con un gemido apenas, que no fue detonado por la vistosa irrupción de algún liderazgo ambicioso, sino el epílogo final de la “descomposición de un sistema político carente de dirección”. Frente a la opacidad del quiebre institucional destaca la singular forma que adquirió el enfrentamiento a partir de la huelga general de quince días protagonizado por el movimiento sindical. El aporte de Varela se centra en el diseño de una cartografía que da cuenta de la compleja y gradual mecánica golpista. Este autor la analiza en su proyecto político y económico oscilante entre el proteccionismo y la liberalización, para enfatizar el carácter represivo y terrorista del poder estatal, con su clausura de la vida política, intelectual y cultural de Uruguay, acorde con el contexto regional conosureño.

En diálogo con el estudio de Varela, el lector encontrará el de Álvaro Rico, cuyo eje rector es la caracterización de la dictadura uruguaya. Con una acuciosa fundamentación, el autor explica las peculiaridades de la naturaleza cívico-militar de esa formación dictatorial. Aunque todas las dictaduras de la región gozaron de un aporte civil, el caso uruguayo exige una especial consideración en función de su condición de proceso signado por la continuidad-ruptura que imprimió el autogolpe dado por el presidente constitucionalmente electo, Juan María Bordaberry, conjuntamente con las Fuerzas Armadas. Hecho que no supuso, como en el resto de las dictaduras de Seguridad Nacional, la sustitución del Ejecutivo y la presencia de elencos militares en ese cargo desde el inicio sino hasta el último tercio del proceso dictatorial. En esta transformación de iure a facto, Rico sienta las bases de la continuidad que marcó el autoritarismo nacional, tanto en los aspectos operativos como en la definición de la nueva estructura burocrático-estatal. De manera que se conformó un bloque mixto que asumiría el nuevo poder. Este análisis le permite singularizarla como “dictadura-institución”, de “poder único-compartido”. Un “Estado híbrido” que comporta una doble dimensión institucional: la pública, basada en las leyes aprobadas por la propia dictadura, y la clandestina, cuyo objetivo fue gobernar, reprimir y controlar a la sociedad y a las organizaciones de izquierda. En esta caracterización se ubica uno de sus principales aportes.

En el capítulo se considera la prefiguración del bloque en el poder en el inmediato periodo pregolpista. Es aquí donde se sellan las alianzas políticas y se da forma incipiente a la estructura jurídica legal e ilegal que luego se aplicaría en la fase propiamente dictatorial. En ese espacio se conjuga la relación compleja democracia-autoritarismo en la coyuntura anterior al golpe, no como términos antagónicos sino tensionados en paralelo.

A partir de estas definiciones, el autor aborda el estudio de los dos “gobiernos de crisis”, los de Jorge Pacheco Areco y Bordaberry, que graduaron el largo desmonte de la institucionalidad uruguaya y que sentaron las bases estructurales que serían conservadas y profundizadas durante el periodo propiamente dictatorial. En este pregobierno de facto se ubican también otros elementos de continuidad, básicamente, la paulatina incorporación de las Fuerzas Armadas al proceso político que el autor analiza en sus cuatro momentos: comisarial, técnico militar, refundacional y, finalmente, la fase pretoriana y de transición.

Apoyado en estos asertos, estudia la nueva institucionalidad militarizada y las transformaciones que surgirán en el plano de la Justicia Militar, así como el nuevo marco jurídico represivo. Estos son elementos fundamentales para singularizar un régimen que dio preeminencia a la prisión política prolongada, aunque no en detrimento de otras formas abiertamente ilegales como tortura, desapariciones forzadas, traslado ilegal de prisioneros y sustracción de identidad de menores.

El capítulo aporta también un marco privilegiado de acceso a las fuentes, ya que el autor es coordinador de la investigación histórica sobre desaparición forzada desarrollada conjuntamente entre la Universidad y la Presidencia de la República. Este destacado papel le permite incorporar una amplia y sistematizada información proveniente de los archivos de seguridad en torno a los aspectos cuantitativos y cualitativos de esa represión. Lo mismo hace posible que Rico incursione con probada suficiencia en el análisis de los organismos de seguridad e inteligencia. El énfasis en las estructuras institucionalizadas no hace perder de vista el otro aspecto clandestino, secreto e ilegal del “Estado-dictadura”: el carácter meramente policial del accionar de las Fuerzas Armadas y su evidente parentesco con las “guerras sucias” de la región.

La dictadura chilena, por su parte, es abordada a través de dos trabajos sugerentes que la evalúan, sopesan sus herencias y envían mensajes hacia el presente y el futuro latinoamericano. El capítulo de Darío Salinas se estructura al establecer la condición de laboratorio político de la experiencia chilena enmarcada en una etapa particular de la Guerra Fría. Etapa que permite valorar la trayectoria histórica de relacionamiento de Estados Unidos con los proyectos emancipadores del siglo xx. Ambas premisas hacen posible que el autor practique una mirada actual sobre el itinerario político del siglo xxi en el continente.

En su propuesta, el inicial posicionamiento centrista de la Democracia Cristiana actuó como antecedente para alertar a las derechas nacionales y precipitar los tempranos apoyos estadounidenses para obturar la vía alterna. De manera que el arribo de la Unidad Popular en 1970, con su propuesta de “vía chilena al socialismo”, enfrentó una bien acerada conjura nacional e internacional que actuó de manera inmediata en sentido desestabilizador. En tanto, el nucleamiento de izquierda encontró muy pronto el gigantesco obstáculo que supuso no haber “dibujado antes su propio Estado”, hecho que el autor propone incorporar a la didáctica política continental.

Salinas resalta la instalación de una lógica confrontativa que impidió el establecimiento de puentes de diálogo. De manera que las elecciones parlamentarias de 1973, con su apoyo irrestricto al gobierno de Salvador Allende, no actuaron como factor de contención porque no respondían a los requerimientos del momento. Es decir, se trataba —según el argumento del autor— de haber acumulado voluntades políticas que permitieran neutralizar a la “sedición”, tarea para la cual la coalición gobernante demostró incapacidades que facilitaron el corrimiento del centro político a la derecha. Ello se aunó a la inacción estatal frente a las actividades conspirativas, lo que demostraría que, en circunstancias críticas, el respeto a la institucionalidad democrática no es una máxima inamovible. En este empate de “perspectiva catastrófica”, las Fuerzas Armadas encontraron el fundamento de la “necesidad” nacional para asentar el derrocamiento del régimen.

El estudio propiamente dedicado al periodo dictatorial privilegia la consideración de las políticas económicas implantadas por la Escuela de Chicago, su paulatino establecimiento interpretado por Salinas como una “respuesta integral a toda la experiencia previa, incluyendo la de la propia ‘clase dirigente’ que rearticuló la dirección de la historia política del capitalismo en Chile.” El sistema se reprodujo apoyado en el terror de Estado, precepto necesario y previo al pleno reformateo social y a la “modernización” estatal conservadora, con su lógica privatizadora y neoliberal en los planos laboral, de seguridad social y educativo. Experimento que ha dado base a la formulación de “laboratorio político” continental.

Esta fase laboratorial exigía el fin del terrorismo y la institucionalización del proyecto dictatorial, a través de la Constitución de 1980. Salinas se aplica entonces al estudio del largo proceso de “terminar” con la dictadura y analiza las distintas acepciones que la propuesta tuvo para las fuerzas políticas opositoras, incrementadas entonces por la incorporación de la Democracia Cristiana a este campo. Explica las definiciones tomadas por los diferentes agrupamientos y la coyuntura que permitió la imposición de una salida pactista.

En ese marco de continuismo transformador inscribe el plebiscito de 1988, con la aceptación por parte de la recién constituida Concertación de las reglas del juego pinochetista. No hubo entonces conjunción de voluntades políticas ni capacidad de la izquierda golpeada para imponer una opción alterna. Se pregunta, entonces, ¿quién atrapó a quién en el fingido juego electoral de 1988, fincado en la institucionalidad de la Constitución del 1980?

Así dio inicio una transición signada por “enclaves autoritarios” y limitada por la “política de lo posible”, que garantizó un impecable continuismo y puso un límite infranqueable para el establecimiento del consenso. El capítulo de Salinas se cierra con una consideración del ejemplo chileno y sus enseñanzas en proyección hacia la región. Se debe señalar que el cuidadoso mapeo del juego político que se desplegó desde el golpe de Estado hasta el gobierno de Piñera resultan un valioso aporte a la discusión sobre la historia chilena reciente.

El análisis de la experiencia chilena encuentra continuidad en el capítulo de Ricardo Yocelevzky centrado en lo político-ideológico con un claro mensaje hacia los procesos políticos latinoamericanos del presente. El autor se aboca a estudiar la compleja problemática de aquellas alianzas políticas que implican subordinación de unas fuerzas a otras, ideológicamente incompatibles. Muestra el papel que estas alianzas desiguales jugaron en el golpe de Estado, a partir de lo que considera un déficit en el análisis científico social de una problemática esencial para explicar históricamente la derrota del proyecto político de la Unidad Popular. Derrota sobre la que se gestó el Chile del presente, con su particular trayectoria transicional.

Se vale para ello del estudio de diversas coyunturas pregolpistas, paralelas y posgolpistas en los distintos agrupamientos políticos, con énfasis en la Democracia Cristiana. Muestra así la evolución de ese agrupamiento, desde el momento en que convalidó en el Congreso la elección de Allende y acompañó la aprobación unánime de la nacionalización de la industria minera, para pasar velozmente a la oposición y arribar al escenario de adaptación a la normatividad dictatorial. En la propia configuración policlasista de ese partido, Yocelevzky rastrea la tensión ideológica interna que posibilitó su relampagueante evolución desde la inicial posición institucionalista hacia el rupturismo.

Su análisis comprende el plano electoral, privilegiado desde el inicio por la oposición para cuestionar la legalidad del régimen y su derecho a impulsar transformaciones en la estructura estatal. Considera las elecciones municipales y parlamentarias de los “mil días de Allende” para demostrar el crecimiento electoral de la izquierda que privó de sustento a este cuestionamiento. Sitúa en esos reveses electorales el desaliento por la búsqueda de desenlaces en el marco de las instituciones. Ello le permite explicar el deslizamiento de la Democracia Cristiana hacia la subordinación.

El autor deja de lado los conocidos aspectos de la conjura que condujo el golpe y la derrota militar de la Unidad Popular para privilegiar el estudio de los éxitos políticos de la dictadura en el campo institucional con la aprobación de la Constitución de 1980, en un marco de descalabro de la izquierda y de incorporación de la Democracia Cristiana.

Al fijar el lente de estudio en el periodo posdictatorial, el autor considera que el sistema de partidos chileno sufrió un desprestigio y una intensa desideologización. Este fenómeno determinó que los largos gobiernos de la Concertación fueran incapaces de cambiar el marco constitucional restrictivo impuesto por la dictadura, en tanto estuvieron dispuestos a profundizar el consenso de Washington, cuya máxima expresión fue la desnacionalización de la industria cuprífera, principal conquista del gobierno de Allende que ni el tradicional nacionalismo de las Fuerzas Armadas de ese país le permitió a Pinochet desactivar.

Yocelevzky se pregunta entonces: ¿cómo se pasó del consenso nacionalizador de 1971 a aceptar esta nueva situación? Su búsqueda explicativa encuentra las respuestas en la subordinación de unas fuerzas a otras y la preferencia por soluciones coyunturales para enfrentar, en el marco del posibilismo, los grandes problemas nacionales. En su estudio se sitúa un principal aporte centrado en la magnitud ideológica de las confrontaciones en desmedro de las formulaciones programáticas que gozan de mayor presencia en otros análisis. Estos programas se han presentado “como producto de un sentido común político, cuyo origen no se atribuye a conflictos construidos a través de la subordinación de fuerzas políticas que se arrogan una representación de la sociedad. Esta representatividad es la que, en cada periodo, debe ser establecida y validada.” Y a su luz deben ser interiorizadas las enseñanzas que deja el caso chileno para rechazar y/o cuestionar los resultados que devienen de la unión de fuerzas políticas contradictorias e ideológicamente enfrentadas.

El apartado cierra con el anexo I, que reúne los testimonios de protagonistas de distinta significación de acuerdo al espacio desde donde les tocó actuar: la mirada del militante político uruguayo, la del periodista comprometido chileno y la del diplomático mexicano involucrado en el centro de la operación humanitaria. Sus voces dan cuenta de la tensión ante distintos avatares de aquellas coyunturas golpistas relatadas en las páginas anteriores. A través de ellas nos llegan apreciaciones sobre las estrategias del Partido Comunista de Uruguay (pcu) —fuerza directriz de la Convención Nacional de Trabajadores (cnt)— durante el desarrollo de la huelga general desatada contra el golpe de Estado. También recibimos una versión directa de quien posibilitó la transmisión de las últimas palabras del presidente Salvador Allende. Y, por último, la voz del diplomático que puso en práctica una activa política de asilo del Estado mexicano en aquellas difíciles circunstancias, a riesgo de perder su vida.

El lector encontrará en el apartado “Justicia transicional: retos y experiencias” dos tratamientos que comparten un nudo de problemas comunes: la incapacidad y/o déficits de las políticas estatales para el establecimiento de la justicia en el caso de las violaciones intensas de los derechos humanos que caracterizaron los procesos dictatoriales. De manera que la impunidad, y sus efectos en distintos planos de la vida social, cultural y psicológica de las sociedades, tiende a enseñorearse de los planteos de Elizabeth Lira y Jo-Marie Burt.

Elizabeth Lira aborda los procesos de verdad, justicia y memoria, así como las consecuencias psicosociales que vivieron quienes padecieron la violación de sus derechos luego del golpe en Chile. Lo realiza desde un tratamiento que busca entroncar el fenómeno en las tradiciones históricas y culturales de la sociedad. Su análisis subraya el modelo de reconciliación chileno basado en la impunidad inclusiva de distintos actores. Modelo que fue la fórmula esencial, de base renaniana, para reconstruir el pacto social de un Estado-nación oligárquico e históricamente estable, con un sistema político legítimo y una identidad compartida.

Así, la autora propone un Chile que emerge a la transición y hunde sus raíces en las salidas concertadas de la guerra de 1891 y en las rupturas políticas de 1924-1932. De esta manera se forjó la trivialización de la impunidad posterior; así se labró la vía chilena a la reconciliación: una “paz social” anclada en lo que habitualmente se llamó las “leyes del olvido”. Estas “leyes” no implicaron sin embargo la clausura de la verdad. Esta búsqueda del saber también entronca con las tradiciones forjadas en los momentos más críticos de la historia nacional de ese país, en los que también se apeló a la verdad como elemento constitutivo de la reconciliación. No obstante, el viejo modelo del olvido jurídico y la clausura de toda memoria fue tempranamente impugnado una vez que Chile inició su transición. En la concepción de Lira, la veloz expansión de la tecnología asociada a las comunicaciones dificultó entonces su reinstalación.

A partir de este recorrido histórico, la autora incursiona en el seguimiento y reconstitución de los hitos que pautan el proceso de búsqueda de justicia y verdad, luego de 1990. Analiza los emprendimientos surgidos desde la sociedad civil, desde los familiares y las iglesias así como de los organismos interamericanos y su temprana actuación en el caso chileno. En la tradición de verdad sitúa también los esfuerzos del primer gobierno posdictatorial y de los siguientes que dieron fuerte relieve a la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, que de alguna manera minaron el relato épico construido por la dictadura pinochetista. Estudia los obstáculos y el lento avance de un proceso de derrumbe de la impunidad que debió enfrentar la ley de autoamnistía de 1978, la propuesta de “justicia en la medida de lo posible” de Aylwin y el hito de apertura pautado por la detención de Pinochet en el marco de las demandas de la justicia internacional. Muestra los graduales avances producidos a partir de la instalación de la Comisión Valech, de la dedicación exclusiva de jueces a las violaciones de los derechos humanos y el progreso de las sentencias. Si bien la autoamnistía no fue derogada, se hizo jurídicamente inaplicable, hasta el punto que las sentencias involucran el 75% de los casos, aunque con condenas extraordinariamente reducidas.

Lira reconoce como positivos los esfuerzos de las políticas estatales en torno a los derechos humanos. Empero su propuesta culmina con un análisis de la tragedia, desde la dimensión clásica hasta el entronque contemporáneo, para concluir que “la reconciliación política [como] una meta, un espejismo, una utopía […] resulta insuficiente al compararla con la gravedad de lo denunciado y el gran número de personas que fueron afectadas”. Las reflexiones con ocasión de los cuarenta años del golpe militar “subrayan la persistencia de lo irreparable” y la exigencia del reconocimiento social y político, es decir, una memoria activa de ese pasado y de las acciones judiciales que permitan identificar las responsabilidades penales sobre los crímenes cometidos. Sin desmedro de su especialidad profesional, la autora realiza un significativo aporte al entroncar el daño social con la trayectoria histórica del país.

La propuesta de Burt hace hincapié en la modalidad represiva de la dictadura cívico-militar uruguaya y los éxitos relativos alcanzados por el discurso oficial negacionista en torno a la desaparición forzada que impulsaron los primeros gobiernos posdictatoriales. Explica la “cultura de impunidad” instalada en el país y el extremo retraso en procesar algunas formas limitadas de verdad y justicia. Finca este proceso en las características de la particular transición pactada que posibilitó la consolidación de una impunidad que encontró fundamento legal en la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado de 1986. Esta Ley se instituyó como una traba inamovible que obstruyó todo intento de investigación y judicialización de los crímenes de lesa humanidad. A partir de un seguimiento de las luchas y mecanismos utilizados por los familiares y emprendedores, que comprendieron incluso dos consultas ciudadanas fracasadas, Burt, desde su doble condición de académica y activista, se aproxima a la apelación al Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Lo hace desde un rastreo que llega hasta la desafortunada y reciente reversión de los pocos avances logrados una vez que el Frente Amplio accedió al gobierno, casi diez años atrás. Enuncia y valora las medidas institucionales adoptadas por el progresismo frentista, para concluir que las dificultades en aras de restablecer el pleno Estado de derecho habilitan la caracterización de “democracias decorativas”, con la que Uruguay se integra a aquellos países que mantienen “enclaves autoritarios”, que solo podrían ser conjuradas por la definición de varias voluntades políticas. El estudio de Burt desde una perspectiva politológica e histórica contribuye a explicar uno de los casos más controvertidos del Cono Sur.

El apartado “Cine, historia y memoria” incorpora de manera singular miradas desde otros ámbitos profesionales sobre estos procesos políticos, así como sus huellas. Un capítulo principal acompañado del anexo II introducen al lector en la relación del cine con la historia reciente para establecer puentes memorísticos. A propósito de la producción y las reflexiones de los documentalistas cinematógrafos Patricio Henríquez y Virginia Martínez, Nelson Carro analiza el papel del cine como “testigo privilegiado de la historia”.

Con su capacidad visual, el cine acerca los sucesos, registra la vida y deja constancia del paso del tiempo. Claro que no es objetivo, afirma el autor, aun en su condición documental. Indica que el cine abre ángulos de observación, aquellos que el profesional elige. Esta elección, como ocurre en muchos otros campos de producción intelectual, lo aleja de toda pretensión de objetividad. El género documental es encargado de recoger los principales acontecimientos del siglo xx, aunque de forma limitada hasta que la tecnología da un salto democratizador con la revolución digital del siglo xxi. Este salto se encargaría, con su cámara omnipresente, de borrar los límites entre lo público y lo privado. Quizá esta revolución tecnológica, en palabras del autor, dejó mucho más claro la subjetividad de la óptica documental. Puso de relieve el criterio de “verdad” cinematográfica: existen tantas verdades como realizadores. Cada uno con “su” verdad.

Y esta es la base para abordar la producción de los dos cineastas documentalistas de los países tratados en el libro. Base común sobre realidades distintas. En Chile, un amplio registro visual, tanto del gobierno de la Unidad Popular como del golpe y la dictadura, se vio beneficiado por la existencia de un cine nacional incrementado por el interés internacional que suscitó el gobierno de Allende y el golpe de Estado. En ese medio se enmarca la obra del documentalista chileno Patricio Henríquez, analizada en tres productos fundamentales: 11 de septiembre, 1973. El último combate de Salvador Allende, Imágenes de una dictadura y El lado oscuro de La Dama Blanca.

En la mirada de Carro, el trabajo de Virginia Martínez —historiadora y documentalista uruguaya— presenta grandes diferencias con el caso chileno. El interés menor que este golpe de Estado suscitó entre los cineastas extranjeros se aunó a un muy escaso registro cinematográfico nacional, en un país que antes de los años noventa del siglo xx prácticamente carecía de cine nacional y poseía un pobre registro televisivo. Su despegue estuvo íntimamente relacionado con la aparición de la tecnología digital y un cambio de mentalidades expresado en el deseo de recuperar lo personal y mantener viva la memoria reciente.

Por esos ojos y Las manos en la tierra, los dos documentales de Martínez, dejan clara la subjetividad y el dolor de lo irrecuperable. El primer documental narra la historia de una menor secuestrada por represores argentinos luego del asesinato de sus padres, buscada por su abuela sin pausa durante años. Se encarga de revelar la pluralidad de la “verdad”, a partir del rechazo de esta joven a su familia biológica y la adhesión afectiva que sostiene con su apropiador. En la visión de Carro ambos productores muestran la potencialidad del cine, en sus varios géneros, como herramienta memorística.

Este capítulo introduce una mirada analítica singular en los tratamientos de la academia respecto a los análisis de los golpes de Estado y las dictaduras. Enriquece el abanico de fuentes que aportan a la historia y la memoria de aquellos hiatos democráticos y fuertemente catastróficos y enseña cómo es posible abonar al conocimiento del pasado reciente con otros instrumentos y para públicos más amplios que el académico.

El anexo II, “Tiempo y verdad: reflexiones de los documentalistas” contiene una muy novedosa propuesta de principales protagonistas del quehacer documental. El centro de los ensayos de Patricio Henríquez y Virginia Martínez está dirigido a correlacionar y diferenciar el cine y su propuesta artística, de la memoria y la historia. El cineasta, con su subjetividad y honestidad, se maneja en temporalidades diferentes y con criterios de verdad alejados radicalmente del campo profesional de las ciencias sociales y las humanidades. Las reflexiones aquí reunidas introducen el mundo de los afectos y las emociones, y exhiben a la vez otras formas de dejar plasmados acontecimientos y procesos en los relatos históricos y en la memoria colectiva más amplia. El anexo ayuda de manera indiscutible a situar las fuentes documentales cinematográficas en su real valor: una representación del pasado que no es capaz de restituirlo.

El apartado “A modo de cierre” contiene dos trabajos: “Transición y justicia: el caso mexicano” de Mariclaire Acosta y “A cuarenta años de los golpes de Estado: tesis para una reflexión” de Daniel Vázquez. Si bien las dictaduras del Cono Sur se pueden leer desde lo que pasaba en esa región del continente, a la par que —como se verá a lo largo del libro— las dictaduras uruguaya y chilena, y sus procesos de justicia transicional, tienen sus propias lógicas y dinámicas, vale la pena preguntarnos: ¿qué podemos recuperar de estos casos para pensar a México, espacio nacional desde donde se genera la reflexión de la obra? A eso se dedica el texto de Mariclaire Acosta.

La inclusión del trabajo de la académica y activista de derechos humanos Mariclaire Acosta da cuenta del marco legal humanitario interamericano y favorece la comprensión de las problemáticas regionales de la justicia transicional. Este marco se alimentó de las tristes experiencias conosureñas para establecer una jurisprudencia ad hoc basada en principios tales como el derecho a saber qué entraña el derecho a la verdad, el derecho a la justicia y a obtener reparación. Principios estos que constituyen el pedestal básico de lucha contra la impunidad, en su amplia acepción y su larga duración, en tanto proceso social y cultural profundo. Así mismo, su estudio incorpora y profundiza el ámbito mexicano, aporte que permite a un lector interesado contrapuntear historias y regímenes políticos diferentes que pueden llegar a compartir problemáticas comunes. De hecho, esta es una de las primeras diferencias relevantes respecto a los casos: mientras en Uruguay y Chile se instaura una dictadura, las violaciones sistemáticas a derechos humanos en México se llevan a cabo en un régimen político con partido hegemónico y con alta capacidad de cooptación y represión.

Acosta sigue la trayectoria histórica de los organismos de derechos humanos, la evolución de las instituciones dedicadas a su tratamiento y a la impartición de justicia en la materia. Constata sus éxitos y fracasos para concluir que México tiene entre sus deudas pendientes un debate nacional sobre el derecho a la verdad y a la justicia de transición.

La obra concluye con una amplia reflexión de claro tono politológico orientada, al decir de su autor Daniel Vázquez, a “redimensionar, articular e institucionalizar nuestra democracia en América Latina”, a la luz de las consideraciones que emanan del contenido del libro. Esta mirada hacia un futuro abierto se organiza en torno a cinco ejes temáticos, a partir de igual número de premisas:

1. La superación de las explicaciones institucionalistas sobre la estructura estatal que dieron lugar a una revalorización de la política como autonomizada de lo meramente gubernamental. Este redimensionamiento, que es una exigencia para comprender los procesos latinoamericanos del presente siglo, implica una nueva apreciación de la incidencia que tienen la democracia, los bloques de poder y los enfrentamientos por distintos proyectos de nación en esa novedosa consideración del campo de la política. Dimensión esta que supera ampliamente el acotamiento anterior e “invita a pensar el poder más allá de lo institucional”.

2. Una nueva visión de la relación democracia-desarrollo, como uno de los binomios centrales que rigieron las disputas por la nación en las décadas de 1960 y 1970 y que pusieron sobre el escenario los dos extremos de la confrontación del periodo: las demandas distributivas y la violencia política. Aquel pasado chileno y uruguayo abona —en la visión de Vázquez— a las inquietudes del presente, y genera nuevas preguntas. Hoy, en medio de la crisis iniciada en 2008, cuando se incrementan las críticas al modelo neoliberal, el autor se plantea la interrogante: “¿se puede realizar un cambio redistributivo acelerado sin tener una respuesta violenta —e incluso antidemocrática— por parte de la derecha en América Latina?”

3. La legitimidad adquirida por la democracia luego del cierre del ciclo dictatorial de la región, relegitimación en la que confluyeron, por distintos motivos, derechas e izquierdas. Esta nueva carga de valor se apoya, luego de las redemocratizaciones, en el trípode de sustento conformado por los gobiernos representativos, un discurso de derechos humanos y el modelo económico neoliberal. Cuando el giro a la izquierda de algunos gobiernos y el nuevo dimensionamiento de la política cuestiona alguno de los sostenes de ese andamio, el edificio se debilita. Sin embargo, en la visión de Vázquez, el mismo prestigio adquirido hace hoy más costoso dinamitarlo. Pese a ello, a la luz de las recientes experiencias (Honduras, Paraguay) las circunstancias locales parecen ser determinantes hacia el futuro latinoamericano.

4. El papel adquirido por los derechos humanos en la conformación de un sentido político común. Democracia y derechos humanos, en tanto integrantes del trípode mencionado, son conceptos complementarios y tensionados entre sí a un tiempo. Vázquez advierte que la esencia de esta tensión se encuentra en su pertenencia a distintos ámbitos originarios: el de la moral y el político pragmático de la vida institucional. Tensiones que se expresan en las dudas entre el deber ser y la estabilidad de los procesos. De modo que el “Nunca más” aparece siempre como una formulación interrogativa también para nuestro continente.

5. La apertura presente de un nuevo y ampliado espacio de violaciones de los derechos humanos, en cuyo seno el Estado ha dejado de ser el único monopolizador de la violencia. Claro que ese nuevo Estado no ha rescindido plenamente su función. Pero algunos de sus órganos, como los poderes judiciales, exhiben incapacidad para garantizar la vigencia de estos derechos. En agregación/sustitución de este achicamiento funcional han aparecido nuevos actores, que el autor individualiza como: el modelo económico generador de “ciudadanías de baja intensidad” y la violencia entre particulares expresada en los poderes fácticos, en empresas nacionales y trasnacionales conculcadoras de múltiples derechos y otras expresiones de violencia horizontal que se ejerce en un mundo donde ella se ha complejizado.

La propuesta de Vázquez hace evidente aspectos de lo que tienen que decir aquellos pasados conosureños a las presentes luchas por los proyectos futuros de nación latinoamericana, en una época hondamente transformada y trastornada incluso por el cuestionamiento de la viabilidad de alguna de las nociones que, como la nación, están involucradas en su análisis.

Con esta propuesta conclusiva se invita a los lectores a recorrer las páginas que siguen, que contaron con numerosos apoyos institucionales, entre los que destacan la colaboración directa de Araceli Leal, Giovanni Pérez y Diana Rodríguez.

Política y memoria

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