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Yo me reí del amor a primera vista hasta ese día en Argentinos Juniors cuando vi, antes que a Paco Stein, a la chica que lo acompañaba.

Cabello negro, ojos verdes, naricita respingada, una boca de las que llaman generosas y con los labios sin pintar. La visión de esa cabeza adorable me cortó el aliento. Del cuerpo que la sostenía no recabé información hasta que torpemente empecé a abrirme paso entre la multitud, di una vuelta que me pareció inacabable alrededor de la pileta, llegué a ellos, la vi entera: una graciosa, diminuta réplica de la mujer ideal.

Mientras mis amigos se desvivían argentinamente por las rubias, yo siempre tuve una firme debilidad por las morenas de ojos claros. Victoria no solamente cumplía con el color del pelo y de los ojos; era lindísima. Tan pequeña que hasta Paco parecía alto al lado de ella, y sin embargo concentraba en su escasa superficie todas las miradas de los socios más próximos. Miradas de admiración y pena, el mudo y triste ruego que provoca la belleza en los meros espectadores.

–Esta es Victoria –dijo Paco–, mi invitada especial al acto depredador que ha tenido lugar en nuestra magna sede deportiva.

Rodeaba los hombros de la chica con un brazo amistoso.

–Lástima los libros, che. Policiales de tercera categoría, dos o tres ejemplares del Manual del alumno bonaerense, una docena de Platero y yo. Ese burro flota como un corcho.

A la mujer ideal no la soltaba.

–La víctima incolora, inodora e insípida, desluce al victimario. Decí que la biblioteca, el mueble imperialista le da un toque de fuerza, o no valía el viaje de Victoria, que se viene de Flores.

Me miró fijamente y bizqueó. Tenía ese curioso tic. Cuando clavaba los ojos en un punto, bizqueaba. No era bizco.

–Victoria, este buzón de carne es mi gran amigo Alberto Paradella.

El codazo disimulado pero certero me despertó. Extendí una mano que temblaba.

–Encantado.

–Mucho gusto –dijo ella, formal.

Me observaba con el frío interés que yo había aprendido a reconocer en las chicas del club: gesto aprobatorio antes de lanzarse al ataque, el general que mide el campo de batalla y lo encuentra adecuado a su estrategia. Se trataba de la mujer ideal y dudé. ¿Cómo compararla con otras? Pero el centelleo en el mar verde de su mirada me recordó uno similar, casi olvidado: el de los ojos también verdes de la vecina en la terraza.

La mano que estreché con avidez y grandes ilusiones era la de una criatura, blanda, tierna, confiada. Las uñas, arrasadas por una mordedura constante, me llegaron al corazón; un defecto infantil que humanizaba al sueño, que me ensanchaba de ganas de protegerla y de mimarla, y que años después, en la butaca del cine o leyendo en la cama, no cesaría de reprocharle porque me irritaría tanto el ruidito de las pobres uñas esquiladas, el eterno clic-clac de los dientes voraces.

No le solté la mano. Ella tampoco intentó zafarla.

Paco retiró el brazo del hombro de Victoria y se lo miró como a un objeto extraño, de presencia enigmática. Luego, como el absurdo gato de los Stein, dio un salto, cruzó los pies en el aire, cayó de rodillas entre Victoria y yo.

–¡Aleluya, Aleluya!

Hacía esas cosas con frecuencia y espontaneidad y uno se reía y secre­tamente envidiaba su falta de pudor, de ese viril sentido del ridículo que nos enorgullecía y nos amargaba la vida al mismo tiempo. Pero esta vez enrojecí y lo odié. Fue apenas un instante porque Victoria no lo festejó, porque no se soltó de mi mano y porque Paco, loco y todo, ya decía generosamente:

–Oh, sí, Alberto Paradella, un gran amigo, un gran deportista. Aquí donde lo ves, Victoria, con esa cara de pavo, es el orgullo de Argentinos Juniors.

–¿Ah, sí? –dijo Victoria.

Y por fin desprendió la mano y se echó el largo pelo hacia atrás en un movimiento de tan felina delicadeza que casi me hizo llorar de ganas de abrazarla.

–No lo dudes, Victoria. Donde lo ponen a Alberto hay lucimiento. Composición. Tema: La vaca. Te explico. Es el sujeto de toda oración admirativa. Tema de ejercitación literaria, modelo de párvulos, tortura de infelices. En el cuaderno de premios, nunca está ausente. Nuestro mejor arquero, la estrella del juvenil de básquet…

¿No se le iría la mano? ¿No había un tono burlón en tanto elogio? ¿Y si a ella no le gustaba el deporte? Iba a decir que ya no jugaba al básquet cuando la oí exclamar, los ojos iluminados por un súbito interés:

–¿De los que tiraron la biblioteca al agua?

–Nop.

La teoría de Paco de que la negación castellana era débil, había creado ese nop, que imitaba medio Argentinos Juniors y por lo menos un tercio de la población joven de Villa del Parque. Cuando uno quería mostrarse categórico, irrevocable y además finamente escéptico, usaba el nop de Paco Stein.

–Fue el año pasado, querida, antes de que los Juveniles de Básquet se convirtieran en vulgares delincuentes juveniles, como dice nuestro desconsolado, culto presidente. Ahora Alberto juega al ajedrez.

Por los ojos verdes pasó una sombra.

–¿Al ajedrez?

Paco saltó al rescate.

–Momento, aclaro. Ahora es nuestro campeón de ajedrez.

La carita se reanimó.

–Ah –dijo.

Si Paco había albergado alguna ilusión con respecto a Victoria, nunca me enteré. Seguramente, en el transcurso de aquella presentación que le costó la chica más linda que vimos en Villa del Parque, miró bizqueando cómo nos mirábamos, supo que todo estaba decidido, y con esa agilidad para adaptarse a los acontecimientos que maravillaba a sus amigos, se aplicó a elogiarme ante Victoria.

Yo estaba demasiado feliz para agradecérselo. Cuando esa noche, en el Café Juncal, lo arrinconé en la mesa, lo acribillé a preguntas sobre la mujer de mi vida, se mostró, en cambio, extraordinariamente parco. No pasaba de suministrarme meros datos de filiación –la casa, la familia, los estudios–, el modestísimo currículum de una muchacha de esa edad. Con la sed de los enamorados, insistí en que me hablara de ella. A nuestro intelectual, nuestro psicólogo, nuestro hombre de mundo, le pedí una opinión.

En esos días tomaba solamente café. Bizqueó inclinado sobre la taza, bizqueó concentrándose en la cucharita. Tardó en contestar y su respuesta, una perogrullada, me decepcionó.

–Es muy linda –dijo.

Y luego, bizqueándome en la cara, creó esa frase que a lo largo de los años que siguieron, por aplicación sabia y reiterada a casos que no podían ser esclarecidos mediante la razón, a situaciones que exigían prudente silencio, a descubrimientos penosos o a la llana perplejidad, se convertiría en su tarjeta de identificación.

–Este mundo es muy raro –dijo.

Lo perdoné porque me había alabado tanto delante de Victoria. Lo perdoné por la recolección de ah, esos ah de Victoria que probaban que yo le gustaba, que me quería. Cómo iba a sospechar que aquellas concisas, suspiradas exclamaciones, los ah emitidos esa mañana en el club, después en casa, cuando mi madre sustituyó a Paco en los elogios, después en la puerta de la facultad, cuando le comunicaba la nota de un examen, no eran sino la campanilla de una caja registradora que acusaba el ingreso de moneda. Moneda que hacía circular Victoria entre su propia familia, amigos y conocidos, con la prepotencia y la vulgaridad de un nuevo rico.

Lo supe aquella noche en una vereda de Flores, a la vuelta del cine, en su respuesta a mi pregunta: “Imposible”.

Me dije: “Victoria no me quiere. Para estar solo, mejor cortar ahora, separarse”.

Largamente contemplé su rostro buscando la palabra mordaz, el tono duro. Entonces, mientras la miraba, vi el enojo que empezaba a ensombrecerla, recordé que los nefastos ah me habían garantizado la frecuencia de sus besos, de su sonrisa. Imaginé la vida sin ella. Imposible. La vida con ella pero sin título de abogado. Imposible. Su orgullo la haría volverse a otro proveedor de indispensables ah.

Justo en el límite, a punto de perderla, atiné a abrazarla, a prometer:

–Era una broma. No te enojes, Victoria, era una broma.

–Ah –dijo.

Cerró los ojos y me ofreció la boca.

La octava maravilla

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