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PRÓLOGO

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Confieso que en ocasiones me he preguntado si la práctica del género fantástico es compatible con la convicción de que el mundo necesita más cordura que irracionalidad. Mis escrúpulos afloran en raptos de puritanismo en que olvido la vocación literaria, la importancia de las letras para el hombre, la primacía del relato fantástico sobre las demás formas narrativas: es el cuento, por excelencia. De todos modos, ¿cómo no envidiar la buena estrella, o el talento, de Vlady Kociancich, que ha inventado una historia fantástica, extrañísima y apasionante, creíble para lectores de nuestra época? Podríamos decirlo así: creíble en esta época en que la visión del universo ha cambiado.

En el género fantástico distinguimos tres corrientes principales: la de castillos, vampiros y cadáveres, que procura el terror, pero se conforma por lo general con la fealdad; la de utopías, ilustre por el repertorio de sus autores, que se confunde con la precedente cuando recurre a la utilería del miedo, y la que se manifiesta en construcciones lógicas, prodigiosas o imposibles, que suelen ser aventuras de la imaginación filosófica. En esta última corriente se inscribe, mutatis mutandis, la novela de Vlady Kociancich: una construcción lógica, posible pero prodigiosa, una aventura de imaginación filosófica, una historia de amor, de amistad, de traiciones, una busca infinita. Hay un agrado y probablemente alguna utilidad en establecer clasificaciones; la realidad, por fortuna, siempre las desborda.

Desde el comienzo de este libro alucinante sentimos que nos guía una mano segura. En el estilo sabio, simple, eficaz, en tono muy grato, la autora nos refiere las peripecias del héroe –hombre de nuestro tiempo, convencido como nosotros de que todo es pasajero, pero capaz de sentimientos profundos y arraigados– a lo largo de una serie de situaciones terribles, cómicas, desgarradoras, raras, nunca arbitrarias, siempre creíbles. La narración está inmersa (por lo menos la veo así en mi memoria) en una recelosa luz de sueños, por la que vertiginosamente nos acercamos al inasible sentido de la vida. Desde luego, la vida, el destino del hombre, son trágicos, pero la tristeza que puede haber en La octava maravilla, que los refleja con fidelidad, no apesadumbra al lector porque el relat fluye a través de reflexiones agudas e inteligentes. El trabajo de una inteligencia rica es quizá el mejor título para invocar la alegría de vivir.

Los personajes, las escenas, los lugares, dejan nítidos recuerdos. Pienso en el héroe que extravía su mundo, el barrio conocido y familiar, para recuperarlo en parajes remotos; en Victoria; en Paco Stein; en un diálogo con un loco, en un jardincito interior; en la joven constructora de lápidas, de Düsseldorf; en el ruso de Berlín; en el turco Safet; en la pensión de Frau Preutz y sus mujeres; en la presentación cinematográfica del poeta Francisco Uriaga, donde la fantasmagoría bordea el delirio.

Algunos lectores recuerdan tal vez una época de su vida en que deslumbrados por sucesivas revelaciones, descubrieron la literatura. Es curioso: la experiencia ulterior de quienes tuvieron esa suerte prueba que las reve­laciones y los hallazgos nunca se acaban. Para mí, el más extraordinario hallazgo de los últimos años ha sido La octava maravilla de Vlady Kociancich. Por eso he querido escribir estas líneas de presentación.

ADOLFO BIOY CASARES

La octava maravilla

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