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Durante algunos años fui correctamente feliz.

Mi doble personalidad de escritor y abogado me permitía zafarme de las trampas que ya sólo por hábito colocaban los otros a mi paso. Cuando mi empleador en el estudio jurídico inquiría la razón que me apartaba de un desempeño más brillante, yo sonreía melancólicamente, extraía la tar­jeta de identidad literaria. Cuando la familia y los amigos pedían noticias de la obra, declaraba que la creación es un proceso lento y solitario, les recordaba mi necesidad de ganarme la vida, de respetar el horario de tri­bunales.

Me casé con Victoria. Compramos esta casa. Cómo olvidar el día en que la visitamos, acompañados por el vendedor de la inmobiliaria.

Llovía a cántaros. Victoria, impaciente, sin quitarse el impermeable rojo, con el pelo tan negro, las mejillas sonrosadas húmedas de lluvia, un suéter celeste y el verde de sus ojos más verde que nunca, aleteaba como una di­minuta ave del paraíso por aquellas habitaciones sombrías que olían a tierra mojada.

En el mismo recibidor, le dije:

–Es muy grande para dos personas.

–Traje la plata de la seña –contestó riendo y sin mirarme.

–Una oportunidad única –se apuró a señalarme el vendedor.

Era un hombre de unos cincuenta años, enorme y panzón, de cara redonda y bonachona, entristecida por un violento resfrío. Los estornudos y la necesidad de mostrarse jovial para vendernos el departamento lo obligaban a una serie de cabriolas faciales, que me habrían divertido mucho si no hubiera sentido pena por él y algo de miedo de que me contagiara.

–El precio es una ganga. Cinco dormitorios, dos baños, cocina, sala, vestíbulo.

Y abría la boca en una sonrisa gigantesca, cuadraba los hombros, sacaba panza, señalaba esas ruinas oscuras con un brazo portentoso, un gesto que nos incluía en su afable magnanimidad.

–Espacio, luz, buena ubicación.

Y un desgarrador estornudo. La bocaza invertía su curva, gemía; se doblaba la espalda; la mano regia buscaba temblorosa el pañuelo, limpiaba la nariz, doblaba el pañuelo, mientras los ojos lacrimosos lo miraban con in­finita tristeza antes de guardarlo en el bolsillo, luego se posaban en nosotros dos, cargados de llanto enfermo y de congoja, un segundo de conmiseración por los dolores de la existencia, y otra vez a cuadrar los hombros, sacar panza, sonreír teatralmente y elogiar el departamento.

Esos cambios de expresión eran tan rápidos y diestros, que desde ese día hasta que firmamos el bolero de compra, lo llamé Las Dos Carátulas. A Victoria no le gustó mi broma; aprovechó para acusarme de insensibilidad.

Las Dos Carátulas insistía:

–No se va a arrepentir, joven. Por supuesto, hay que ponerle unos pesos encima, para la reparación adecuada. O sea, una manita de albañilería, un toque de plomería, un llamado al carpintero, alguna pincelada aquí y allá. Pero dónde va a conseguir un departamento en pleno centro, o sea, con semejante capacidad habitacional, al precio que se le pide.

–Me parece muy grande –repetí.

–No es tan grande –dijo Victoria– si pensamos en tener chicos. Vos necesitas una pieza para escribir la novela, también. Y mucha tranquilidad.

–Ah –exclamó La Comedia–, si es por tranquilidad, le firmamos una garantía. Los vecinos son gente mayor. O sea, viejos al borde de la tumba. Fíjese las ventajas. Punto número uno: el anciano tipo cuida el centavo, o sea, que no los van a arruinar con las expensas, que manejan, les aseguro, como el avaro de la obra. Punto número dos: con la edad disminuye la capacidad auditiva. O sea, ustedes atruenan con el estereofónico, las criaturitas berrean, y los viejos como si nada. O sea, tienen el saludo asegurado para la mañana siguiente. Punto número tres…

–Igual ya la compramos –lo interrumpió Victoria. Y le explicó:

–Usted sabe cómo son los hombres. No tienen imaginación, no ven el futuro, como una, que si usted me pregunta, ya sé cómo va a quedar, cuando se limpie y se arregle y todo eso.

–O sea, que nos va a llevar unos cuantos meses y unos cuantos pesos –suspiré, echando un vistazo al largo canal del pasillo, a las puertas y más puertas, que exigían reparación con alaridos.

–Tenemos la vida por delante –dijo Victoria.

Me tomó del brazo y empezó a arrastrarme en dirección a las piezas del fondo. Las Dos Carátulas estornudó, sacó el pañuelo, lo aplicó a la cóncava mueca de sufrimiento, de pies a cabeza lo sacudió un chucho, quiso hablar, no le salió la voz. Encorvado, temblando, con gestos nos comunicó que nos esperaría en el vestíbulo.

El brillante impermeable rojo de Victoria flotaba delante de mí por el pasillo en sombras. Lo seguí, extendiendo los brazos como un sonámbulo, hacia una oscuridad aún más gruesa en la que entramos, Victoria rectamente, yo en zigzag. Choqué contra el marco de la puerta.

–¿No hay luz? –protesté.

–Arruina el efecto. Vos cerrás los ojos y los abrís cuando te diga.

Sus pasos se alejaron. Oí un ruido de metales oxidados, luego el estrépito de la lluvia.

–Ahora –dijo.

Abrí los ojos.

Una luz de plata sucia, cribada por la lluvia, iluminaba a mi mujer. Si no hubiera estado enamorado de ella, me habría enamorado entonces. La alegría y el orgullo la encendían como una antorcha en la costa desolada de ese cuarto sombrío. Un brazo rojo señalaba el balcón. Yo la miraba a ella. Sentí que en Victoria convergían todos los fuegos: el de un faro en la bruma, el de una aldea en plena jungla, el de una tienda en el desierto, el de una cabaña en la nieve, el de una estufa de gas en una casa de Buenos Aires, de este hombre, de esta mujer y de sus hijos. Victoria, Victoria, yo te amaba.

–Mirá, Alberto.

Ahí estaba la prueba. Aquello que justificaba –mucho más que los ciento treinta metros cuadrados, más que la ubicación privilegiada, que los vecinos sordos– la inteligencia de su decisión. Había un jardín.

Un jardín encerrado entre paredes de cemento. Pero a pesar de la lluvia tenía una belleza suntuosa: el lujo inesperado, en este barrio de veredas sórdidas y conventillos siniestros, de un jazmín del país, una hiedra, un cerezo, una estrella federal, un hibiscus y, emergiendo lánguida y firme de un rectángulo de gramilla, la palmera que había deslumbrado a Victoria.

–¿Te das cuenta? ¡Un jardín con palmera!

Y se echó en mis brazos.

–Pero Victoria, estás llorando.

Lágrimas abundantes y tibias corrían por las mejillas lisas, marcaban un doble curso de llanto a ambos lados de la boca.

–Estoy llorando de alegría. Debe ser el jardín. Debe ser por el jardín con palmera. No lloro más, ves, no lloro.

Y no lloraba. Los ojos verdes resplandecían, limpios como si no hubiera derramado una sola lágrima. Tenía esa facilidad para pasar de una emoción a otra, que yo envidiaba porque me costaba seguirla. Todavía la consolaba, preocupado y triste, cuando me ordenó, riéndose:

–Ahora me medís bien esas ventanas. Te traje el metro. ¿Tenés dónde anotar? Caray, el vendedor. Seguro que nos puede dar un plano. Ya vengo. Apúrate.

Y desapareció. Con el metro que Victoria me había puesto en la mano, me acerqué al balcón.

Victoria tenía razón. El jardín era tan raro como hermoso. Jazmines, hiedras, cerezos, son comunes. Tampoco hay nada de excepcional en una palmera. Lo raro era la simple existencia de un solo ejemplar de cada especie ahí, entre esos muros grises, como pobres bestias de zoológico. La belleza del jardín conmovía porque era obra de la misteriosa perseverancia de los vegetales, contra el cemento, la estrechez y la falta de amor. Con una terquedad casi humana, se encaramaba el viejo jazmín hacia la luz, florecía la rosa china, se adhería la hiedra.

Miraba la palmera de Victoria –no alta y esbelta, como se la adjetiva inevitablemente, sino desgarbada, áspera, mutante geométrica si la comparo con el roble, el fresno, el álamo, los árboles que a mí me gustan– cuando oí el gemido.

Era una larga, sostenida queja de labios cerrados. Un lamento de sonido puro, sin vocal, sin aire. Me incliné sobre la baranda del balcón. El jardín estaba desierto.

Apenas me asomé, la lluvia, que había caído durante toda la mañana sin interrupción, pero en forma de exasperante, monótono goteo, arreció. Una histérica catarata de agua se derramó sobre el jardín, acompañada por la explosión de un trueno. Durante unos segundos, la tormenta me impidió oír otros ruidos que el de los golpes asestados a persianas abiertas, las plantas lapidadas por la lluvia, flageladas por el viento. Luego, otra vez el grito.

Alguien se lamentaba en algún lugar del edificio. No era llanto ni alarido. Era una interminable ene que viboreaba, como una cinta de dolor, en el hueco abierto entre el jardín y el cielo.

Nacía en un punto invisible, se extendía, se entrelazaba con la hiedra, se enroscaba a los tallos del jardín, trepaba la palmera hasta perderse allá en lo alto, y luego reemprendía el camino sinuoso, aterrador, en busca de la casa; una marcha que expresaba, desconsoladamente, todo el dolor del mundo.

Pensé en un cuerpo retorciéndose en una cama, la boca y los ojos sellados. Pensé en un cuerpo doblado sobre una mesa, los propios brazos abrazándolo, la cabeza escondida en el pecho. Pensé en un cuerpo de pie y contra una pared, ciego, aplastándose contra ella, tratando inútilmente de sofocar el grito. No podía decir si ese grito provenía de un hombre o de una mujer. Pero no dudé que fuera de soledad y de locura, de impotencia y de horror.

Cuando por fin cesó, me sentí como si despertara de un sueño. Seguía asomado al balcón, tenía las manos aferradas a la reja, medio cuerpo bajo la lluvia. A pesar del frío, estaba acalorado de miedo. El grito no se repitió. Me sequé torpemente con el pañuelo, cerré las persianas y fui en busca de Victoria.

Ni Victoria ni el vendedor habían oído el grito. Los dos me miraron con recelo. Mi mujer desconfiaba de esa imaginación desbordante cuya falta me había reprochado; Las Dos Carátulas temía un regateo. No insistí.

La casa le gustaba a Victoria y se había enamorado de la palmera. A mí, una vez que transigí en mudarnos de Villa del Parque y vivir en el centro, me daba lo mismo. Me pareció infantil asustarme de un grito. E hice bien en disimular mi temor supersticioso, porque como todas las supersticiones, nació de la ignorancia y murió de muerte natural en los días felices que siguieron a aquel día de lluvia, a aquel gemido, a aquella casa deprimente.

Todo ocurriría tal como lo anticipó Victoria: los obreros, los muebles, las cortinas, las macetas en los balcones, los libros en los estantes, mi estudio, el color de las telas nuevas, la pulcritud doméstica, convirtieron el páramo que compramos en un hogar cálido y hermoso, admirado por la familia, envidiado por los amigos.

En relativamente poco tiempo, Victoria, enérgica y hábil, completó el cuadro que me había pintado. Sólo dos pequeños detalles borraría del diseño original: no quiso tener hijos y la única vez que volvió a mencionar la palmera se burló de aquella superada cursilería.

En cuanto al grito que oí entonces, se repite de tanto en tanto, sobre todo en verano, cuando dejan las ventanas abiertas, y me acongoja menos. Es el lamento de un pobre muchacho enloquecido, a quien ni la familia, ni los médicos, ni el sanatorio donde pasa largas temporadas, pueden arrancar del viaje en círculos emprendido hace años.

Un día, el portero me lo señaló. Venía caminando desde el jardín, apoyado en el brazo de una anciana. Es un hombre joven, de cabello castaño y ojos hermosos y muy tristes, alto, delgado, pero con el paso aplomado y flexible de un jugador de tenis. La mujer, baja y rechoncha, muy fea, de cara decidida y amarga, es la única muestra de su enfermedad. La mano del muchacho se aferra al brazo de ella, se deja guiar, como un ciego. Viste bien, aunque su ropa tiene algo vagamente pasado de moda, difícil de precisar, una elegancia extranjera, propia de los reclusos, de los enfermos crónicos.

El portero me susurró, con su habitual indignación:

–Ahí como lo ve, es orgulloso. No se da con nadie.

La curiosidad me hizo volver la cabeza cuando pasó a mi lado. Él también me miró. La serenidad que había en esos ojos encarcelados me desconcertó. Yo esperaba la mirada de vidrio de los locos, esperaba una crispación muscular en la mejilla, una boca incierta. Nunca la sonrisa que, a pesar de la sombra de su irremediable prisión, como el agua que rodea a una isla, era plácidamente afectuosa. Nunca la cortesía delicada y espontánea con que inclinó la cabeza y dijo:

–Buenos días, señor.

Quise responder al saludo y las palabras se me atravesaron en la garganta.

La octava maravilla

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