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Poco antes de recibirme empezaron las pesadillas.

Para alguien que siempre ha dormido bien o tiene sueños agradables, despertarse en mitad de la noche sudando frío, pasarse la otra mitad tratando de interpretar un sueño tan absurdo como aterrador, es un hecho que puede cambiarle la vida. Y cambió la mía.

Una de aquellas terribles noches, sin verdadera conciencia de lo que hacía, salí al patio, trepé la escalera a la terraza. Pleno invierno, yo en piyama, con una manta escocesa como abrigo, sujetándola alrededor del cuello, subiendo esa escalera. Mi naturaleza es friolenta, desconfío de la oscuridad, pero ahí estaba, en la proa del balcón, aterido, cacheteado por el viento, bajo una llovizna de hielo.

Miraba el barrio que dormía y yo insomne, cuando sucedió. Me refiero a que la pesadilla que me había echado de la cama apareció ante mis ojos bien abiertos.

Casas y árboles oscilaron con el leve temblor de una película sumergida en el líquido que la revela. Un instante ondularon los techos. Las pocas luces encendidas (un farol, una ventana abierta), se apagaron y prendieron en posiciones diferentes. La calle abajo zigzagueó, se derramó de su cauce, volcó a la izquierda, pasó el bulto cuadrado de la esquina y desembocó en la gran avenida iluminada que no era Nazca. El retumbar de un trueno me aturdió. No había tormenta. Sólo viento y agua. El trueno era el paso de un tren por un puente de hierro, sobre mi cabeza. Pensé, aterrado: “La estación está lejos, qué puente, dónde, por qué arriba”. El silencio que siguió a esa ráfaga de estruendo, se ahondó en nuevas convulsiones del barrio. Desgajado, hostil, no era Villa del Parque.

Bajo la lluvia, algunos trazos se afirmaban. Sentí tanto miedo como fascinación y me incliné aún más, aplastada la cintura por el parapeto de cemento del balcón, para ver bien la imagen que brotaba en aquella inesperada fotografía.

Negro, gris, trémulo, ajeno, vi otro barrio. Una calle, una puerta en una casa, un cartel con letras rojas que no pude leer, un baldío o tal vez un gran patio desierto, y entre las sombras, el círculo de un faro remoto que me buscaba en la noche y la lluvia, que aumentaba velozmente de tamaño a medida que se acercaba a mí. Primero fue una luz amarilla, luego un remolino de colores intensos, y por fin el rostro desconocido de un hombre que movía los labios silenciosamente. La visión se estremeció de pronto. Villa del Parque y aquel negativo que no concluyó de revelarse, desaparecieron borrados por algo tibio que me cubría los ojos.

Eran lágrimas.

La encontré el viernes y hoy es lunes. Se irá a las nueve, dijo.

Todavía era noche cuando me escurrí de la cama. Cerré la puerta del dormitorio, cerré la puerta del estudio, puse un mantel doblado bajo la máquina para atenuar el ruido de las teclas, y seguí escribiendo.

Llegué, como han leído, hasta la pesadilla en la terraza. Ahí me detuve. No lo hice a propósito. La sorpresa de recordarme en esa situación ridícula (en piyama, bajo la lluvia y además llorando), me impidió continuar. No me reconozco, no puedo creer que la escena pertenezca a ese pasado que inten­to recuperar y explicarme. Una pieza de otro juego; una de las comunes trampas de la memoria.

La chica de la estación de Villa del Parque duerme todavía, pero falta poco para que suene el despertador. Idea de ella.

–Es un lindo reloj –había dicho, tomándolo con esas manos delicadas como si el despertador fuera una cosa viva.

Le dio cuerda, observó la posición de las agujas antes de colocarlo en la mesa de luz, entre la lámpara y el cenicero de ónix que me regaló Victoria para el último cumpleaños celebrado en pareja.

Tan absorto la miraba que tuvo que repetir la pregunta:

–¿Me acompañarás?

–Sí, sí –contesté.

–Sos muy bueno.

Y sonrió. Yo ya sabía que iba a sonreír. Todo en esta muchacha es tan lento. En el gris de los ojos, por detrás de una corola de pétalos dorados, se alza una tenue luz que inunda progresivamente la mirada hasta convertirla en un único brillo de metal. Pero, independientemente de los ojos, durante dos, tres segundos, no demasiado tiempo, el suficiente para que yo lo advierta y me asombre, el rostro continúa suspendido en la expresión previa: grave, concentrado o vacío. Luego, paso a paso, la risa hace su obra. Se abre el arco de las cejas, los altos pómulos aplacan su severidad, el labio se desprende del labio, la bella boca de dibujo grueso, con el finísimo vello de las mujeres nórdicas, comienza a distenderse hacia las comisuras y, entre dos paréntesis y dos puntos de hoyuelos, aparece entera, de pie, la sonrisa.

No es extraño que me distraiga en la contemplación de estos singulares procesos. Sólo cuando agregó que tomaría el tren de las ocho y veintiséis –el único defecto que le descubro es un maniático respeto por el reloj–, entendí que no me preguntaba si la acompañaría en el amor o la felicidad. Quería que la llevara a la estación Retiro.

Si al describirla doy la impresión de que la juzgo estúpida, aclaro que no soy el tipo de hombre que confunde velocidad de movimiento con inteligencia. Más rápida que Victoria no hubo otra y sin embargo, con todo lo que la quería, nunca fui ciego a las irrefutables pruebas de su estupidez.

A propósito de Victoria: esta muchacha es tan diferente a ella, que a cada rato las comparo. No necesito mirar la fotografía de mi mujer que, en parte por pereza y en parte porque sentí que las dos o tres cosas que podía hacer con el retrato –romperlo, quemarlo, esconderlo en un cajón– implicaban una venganza repugnante, sigue encima de la cómoda, donde siempre estuvo.

A Victoria le gustaba mucho esa fotografía. Lograba adularla más que el espejo. Y le disgustaba la mía, que hacía juego, porque según su opinión, la cámara, la luz y el fotógrafo, me habían inventado un fuego en los ojos, una sonrisa divertida en los labios, una expresión de curiosidad apasionada, rasgos que ni por asomo pertenecían al hombre frío, aburrido e indiferente, que vivía con ella. A mí, para decir verdad, me parecía ridículo tener fotos de ambos ocupantes del dormitorio como si estuviéramos ausentes o muertos, pero Victoria se enojó tanto cuando protesté, que no volví a tocar el tema.

El día en que Victoria se fue de casa, destruí mi fotografía. Tuve que romper el vidrio para sacarla del marquito. Me costó, de puro torpe, una cortadura en el dedo. Pero ni loco me arriesgaba a que el portero le contase a todos los vecinos que había hallado mi imbécil cara sonriendo en el tacho de la basura.

La octava maravilla

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