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La desesperación estimula el ingenio.

Hoy la mentira me parece extraordinaria. En esos días de irresolución y de pánico no fue, sin embargo, más que una escapatoria pedestre. ¿Cómo se me ocurrió? Mirándome al espejo.

De pie frente a la luna del ropero, durante largas noches en las que me era imposible dormir, me estudiaba. Trataba de decir, con soltura, con insolente desparpajo, como Paco Stein:

–Soy un intelectual.

Nadie me creería. Ahí, bien clara en el espejo, estaba la viva imagen del ominoso abogado.

–Soy un intelectual.

Lo decía en todas las posturas. Y me deprimía inevitablemente. Ni con la mejor voluntad daba para más que el doctor en leyes. Y eso si mantenía cada músculo de la cara en su sitio, porque en cuanto me movía un poco, aparecía el segundo personaje a elección: el cirujano joven, de paso atlético, que enarbola una sonrisa robusta en el pasillo del hospital, de ida hacia el quirófano o de vuelta de un cadáver irresponsable.

–Si algo te falta, pedazo de idiota –me decía tristísimo, en voz alta, porque a la semana ya hablaba solo–, es el physique du role.

El muchacho del espejo proclamaba a gritos una buena salud, un temperamento equilibrado, una naturaleza imperturbable. Ese cuerpo estaba tan bien hecho para circular sedosamente por las trivialidades organizadas de la existencia como la hormiga por el hormiguero. ¿Dónde introducir la resquebrajadura intelectual, el traspié genético?

Arrugaba la frente, fruncía el ceño, sonreía de lado, amargo, cínico, feroz. Era inútil. Por más que me torciera, encorvara y gesticulara, seguía ofreciendo el mismo aspecto de chico sano, simpático, sin imaginación alguna. Ni anteojos podía inventarme; tenía una vista de águila.

Una noche, mientras me miraba en el espejo, vi por primera vez la biblioteca que había en mi dormitorio. Era realmente escasa –unos estantes de madera que preparó y nunca concluyó mi padre– y en ella no guardaba los libros de texto sino los que me gustaba leer. En el espejo, detrás de mi deplorable imagen, la biblioteca reflejada parecía más grande. Pensé en un dique, con los libros como ladrillos bien ensamblados. Sin darme vuelta, saqué el paquete de cigarrillos y el encendedor. Las manos me temblaban.

Ahí, de pie, fumando entre la doble biblioteca, como un hombre que espe­ra su tren en la estación, esperé. El tren llegó, me trajo la solución y la partida.

A pesar de mi handicap anatómico, yo era (en términos de Villa del Parque), un ávido lector. Leía mucho, pero de una manera que no me ponía en evidencia. Quiero decir que no se me notaba, como a Paco, la frecuentación de los libros. Jamás comentaba mis lecturas y carecía de esa habilidad de gimnasta para la pirueta crítica que admiraba en mi amigo. Leía sólo para mi placer y secretamente. Pero si callaba no era por vergüenza; me faltaban opiniones comunicables.

Mi relación con los libros fue siempre un contacto individual, cada uno de ellos una casa en la que entraba, me alojaba un tiempo, salía, cruzaba la calle, tocaba el timbre de otra puerta. Esa noche, con bastante asombro, comprendí que, casa por casa, había vivido en un barrio y que el barrio, aunque parezca raro al que se cría en él, forma parte de una ciudad, así como la ciudad forma parte del mundo.

–¡Libros!

El abogado del espejo me entendía: no hablaba de los bloques de piedra del Derecho Constitucional, ni de ninguno de sus parientes.

La literatura es el arte de los pobres. Una madre generosa que no hace distingos entre hijos legítimos y bastardos, que pide menos de lo que da y soporta a pie firme la negación y el abandono. Que mi biblioteca personal fuera modestísima, mi familia iletrada, mi trato con la literatura distraído y tartajeante, no me descalificaba para el salto a ese amplio regazo. Los libros no exigen árbol genealógico, intermediario ni instrumento; no hacen preguntas, no toman examen. Si uno aprendió a leer, descubre que no necesita más que las ganas. En todas partes, polvorienta, mustia, descorazonadora pero disponible, hay una sucursal de esta Legión Extranjera de las Artes, donde enrolarse cuesta el gesto.

Yo no podía anunciar “Soy un intelectual” sin que se me rieran en la cara. A mi edad, no iba a ponerme a aprender piano. Dibujo y pintura era el recurso de las niñas y de los locos. En cambio, impunemente, podía decir:

Estoy escribiendo.

Nunca había hecho un dibujo que llamara la atención de la maestra o de la mamá; cantaba desafinadamente. Pero tenía (como el noventa por ciento de la población alfabeta), mi pasadito de escritor: las composiciones de la primaria, la retórica de almanaque y la cuerda sensiblera, ejecutadas primorosamente en la secundaria, plus las cartas que me elogiaba Victoria y cuyas cumbres poéticas eran un dócil calco del mapa literario español. En cuanto a mi cultura, todo el mundo sabía que Paco Stein me prestaba libros y que, casi tan regularmente como a Argentinos Juniors, desde muy chico concurría a la biblioteca pública que quedaba más cerca, la Miguel Cané. Como si eso fuera poco, había estudiado inglés y podía leer, a los tropezones, el francés raso de los libros de texto.

Arrimé una silla al espejo y me senté a pensar. Juro que me vi en la cara una sonrisa astuta.

Suponiendo que un imaginario fiscal me acusara:

–Usted es un abogado de tres al cuarto. No adelanta, no gana, las mujeres lo dejan, no se compra la casita en el Tigre, no hace el viaje a Europa, no se aplica, se me distrae.

Yo, suelto, invulnerable, respondería:

–Estoy escribiendo.

Y le cerraría la boca.

Ah, el gerundio salvador. El presente continuo del verbo escribir. Lo había visto en acción en la facultad, esgrimido por condiscípulos que fracasaban en sus exámenes, por muchachas inteligentes y feas. Lo había visto en un café que frecuentaba Paco, en boca de un tipo al que le ofrecían trabajo. “Perdóname, pero estoy escribiendo.” Efecto mágico: instantáneo silencio, asentimiento respetuoso.

–Cuidado. El tiempo del verbo es fundamental –dije al inocente muchacho del espejo.

Nunca escribo, fanfarronería que exige un pasado de artista cachorro y yo no había emitido ni un ladrido vocacional. Tampoco escribí o he escrito, porque producen en la gente la alarma de la campanilla que agitaba el leproso en la Edad Media: hasta el más lerdo intuye que precede a la lectu­ra del manuscrito fresco. Ni ebrio ni dormido anunciar escribiré, que induce al descreimiento inmediato.

–Estoy escribiendo.

Y claro que me perdonarían. Porque a la vez que nadie siente curiosidad por la obra en progreso, nadie puede tampoco resistir el hechizo que emana de su comunicación pública: la promesa del genio sustentada, paradójicamente, en el alivio de no tener una sola prueba de su existencia.

A ese templo corrió a buscar asilo el acosado pero responsable Alberto Paradella.

La octava maravilla

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