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El título de abogado me llegaba con la certeza de que a menos que me abriera paso como un tigre en la jungla de la muchedumbre colega, sería un simple esclavo de oficinas jurídicas, tan mal pagado como la secretaria que me llamaría doctor y mucho más aburrido que ella.

La esclavitud y el sueldo de miseria me importaban muy poco. Me asustó el tigre que la sociedad me imponía. Y no hablo, por favor, de otra sociedad que la que verdaderamente molesta: la del prójimo. Padres, tíos, amigos, novia, esa batida ululante que abre camino en la maleza, acorrala la fiera y luego se hace a un lado y espera que el cazador acierte el tiro.

La actividad de mi compañía nativa empezó cuando cursaba las últimas materias. Aturdían los tambores: “Y cuando Alberto se reciba”. Pues bien, el abogado de prestigio, el triunfador, el héroe, preso en la carpa del talento que lo exiliaba de ser un muchacho cualquiera de Villa del Parque, lo condenaba a jugarse la vida cotidiana en astucias menores, pensaba, estremeciéndose, en su clara incapacidad para estar a la altura de un épica tejida con cadáveres de clientes y de colegas.

Si hay duda, siempre es mejor callarse.

Una noche en que volvíamos del cine con Victoria, tuve la mala idea de preguntarle:

–¿Qué pasa si no me recibo?

Caminábamos por calles generosamente oscuras, entretenidos en la dificultad y el corto éxtasis de besos dados en plena marcha, y si recuerdo con tanta nitidez mi pregunta es porque la respuesta de Victoria la cristalizó.

–Imposible.

Me detuve bruscamente. Victoria, enredada en mi abrazo, casi cayó hacia atrás.

–¿Por qué imposible? –grité–. ¿Y si me aplazan en los exámenes?

Victoria era menuda, más bien baja (nunca me gustaron las mujeres altas), y con veinte años ya cumplidos y el título de maestra normal, conservaba intactos el temperamento y los modos de una niña. Ahí estaba precisamente su mayor encanto, en el notable divorcio entre forma y contenido. Ya extraída de un molde maravilloso de sensualidad, carne, piel, curva y ángulo, ni un solo trazo a dibujarse en la pequeña obra maestra de su cuerpo y sin embargo, pura e inalterable persistía en la mujer el alma de la niña. Siempre guardaría, para enamorarme a mí y, ay, a otros hombres, todo el dogmatismo, la astucia y la brutalidad de una chica de diez.

Los plátanos de la vereda marcaban una segunda sombra sobre nosotros, apenas si le veía la cara. Antes de hablarle, la besé. Una manzana arrancada tempranamente del árbol, mi Victoria: tersa, fragante y dura.

–¿Por qué imposible? Tenés que ver la cantidad de aplazados que hubo este cuatrimestre.

La suya era una mente, si bien restringida, lógica. Contestó:

–Medalla de oro en la primaria, medalla de oro del Urquiza. ¿Quién te quita la medalla de oro de la facultad?

Y agregó, impaciente:

–Mamá me está esperando levantada. Vos sabés que nos tienen calculado el tiempo.

A veces sospecho que las peores cosas de mi vida me suceden porque así como hay personas que carecen del sentido del olfato o del gusto, a mí me falla el instinto de sincronización. De modo que en vez de aguardar una ocasión a todas luces más propicia que la vuelta del cine, con la señora madre en la otra punta del camino y mirando el reloj, insistí:

–Escúchame, Victoria. Por favor. Ya me he estado preguntando qué pasa si no me recibo. Si no, fíjate bien, es una suposición, si no ejerzo de abogado. Porque últimamente, creéme, siento que no voy a ser un buen profesional. No el que vos y la familia esperan.

Frunció el ceño, pensé que reflexionaba. Continué:

–Supongamos que apruebo los exámenes, que me recibo. ¿Y después? Nos casamos. ¿Y qué vida tenemos? Yo todo el día afuera, trabajando como loco para ganar plata, para comprar la casa-quinta y el auto, y vos sola, aburrida, esperándome, hasta que yo llego medio muerto, sin ganas de nada, tal vez furioso.

–¿Qué tiene de malo la casa-quinta? –me interrumpió, alarmada.

Uno de nuestros sueños de novios era una casita en el Tigre.

La tranquilicé.

–No es por la casa-quinta. Se trata de otra cosa.

Le expliqué que de sólo imaginar una vida de constantes decisiones me daba náusea y vértigo. Que la misma desidia que me llevaba rectamente a la medalla de oro sería la causa de mi fracaso como profesional. Que mientras ella me veía rico o famoso, yo me veía convertido en un abogado de tercera, trotando por los tribunales, perdiendo pleitos y acumulando honorarios impagos.

–Para esa vida de peleas, soy un cobarde.

Me escuchaba con tanta atención que, arrastrado por mi propia elocuencia, pasé a describir mi modesto, anhelado paraíso. Casarme con ella; ayudar a mi padre en la carpintería; comprar una casita en Villa del Parque y también la casa-quinta en el Tigre; nada de autos, de viajes a Europa, de cansadores lujos, que imponen tantas obligaciones, tanta gente aburrida. Victoria y yo, Villa del Parque, nuestros hijos.

La excitación, el tiempo que apremiaba, la madre suspicaz esperando en la puerta, me empujaron a farfullar esta cursilería:

–Tengo una sola ambición, Victoria. Decir, como Ulises, que mi nombre es Nadie y empezar por el final feliz. No salir de Itaca, ahorrarme las batallas y los viajes.

Por si acaso, aclaré:

–Itaca es Villa del Parque.

He dejado de escribir. He ido al dormitorio y he contemplado el retrato de Victoria en un estado de agitación muy similar al de aquella noche. Tan solo, tan incoherente como entonces. A la cara hoy extraña de la fotografía le he reprochado, tal vez injustamente, porque me siento abandonado por todo lo que me era familiar y querido:

–¿Qué te costaba? Me hubieras ahorrado el viaje a Berlín, ese sueño y esta pesadilla. ¿Qué te costaba, Victoria? Era tan fácil.

¿Lo era?

En el fondo de nuestras expectativas hay un libreto que nunca respetan los autores. Ya me parecía oír, desde la doble sombra de los plátanos, la voz aniñada de mi novia recitando una letra común al cine de la época, a la película que habíamos visto esa noche y que la había hecho llorar a mares. Victoria diría: “Tenemos una vida por delante. Será feliz mientras estemos juntos, amor mío…”

Victoria dijo:

–Imposible.

La tomé del brazo y la arrastré a un claro entre las hojas por donde pasaba, débil y trémula, la luz del farol de la calle. Le puse una mano bajo el mentón, alcé el bonito rostro hacia mi cara, que sentía dura por el esfuerzo de ocultar la decepción y la única recordada furia que me provocaría Victoria en largos años de amor y desencuentro. Inciertos puntos amarillos le salpicaban la frente y las mejillas, pecas de luz, que falseaban la limpia belleza de su piel.

–¿Por qué imposible? –susurré, ahogándome, desesperado y terco.

Estaba loco por ella y con razón; mis amigos me la envidiaban y con razón. Era hermosa, despreocupada, alegre.

Abrió enormes los ojos, sabía que me gustaban tanto. Despreocupadamente, alegremente, contestó:

–Porque te quiero mucho.

La octava maravilla

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