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Muchos son los materiales con los que la humanidad fue construyendo ingenios flotantes para sortear una vía de agua, para pescar más allá de la rompiente, para alcanzar una isla admirada desde la costa, para surcar los mares, para circunnavegar el planeta. Troncos ahuecados, pellejos de animales inflados, huesos, maderas atadas, encastradas, clavadas, junco, paja, barro, cuero, hierro, acero, aluminio, cemento, fibra de vidrio, plástico rotomoldeado, kevlar.

No sólo cada una de las partes de una embarcación lleva un nombre específico, sino que resultan innumerables las palabras que las distinguen o vanamente procuran clasificarlas: acorazados, alíscafos, anchoeros, avisos, arrastreros, balleneras, barcas, barcazas, barreminas, bedetés, bergantines, botes, bricks, bricbarcas, brulotes, bucetas, bulk carriers, cableros, cachirulos, cajoneros, camaroneros, canoas, cañoneras, cap horniers, carabelas, carboneros, carracas, catamaranes, cats, clippers, cocas, coraclos, corbetas, corocoas, cruceros, cutters, chalanas, chalupas, chatas, chelingas, cogs, dalcas, destructores, doris, downeasters, dhows, dragas, drakkars, dreadnoughts, escoltas, esneccas, esquifes, factorías, falúas, falucas, ferrys, fragatas, fresqueros, frigoríficos, fustas, gabarras, galeazas, galeones, galeras, goletas, guardacostas, hermafroditas, hovercrafts, indiamans, jachts, jangadas, juncos, kayaks, knorrs, lanchas, lanchones, libertys llauts, metaneros, minadores, mineraleros, monocascos, motonaves, multicascos, naos, optimists, outriggers, pailebotes, patachos, pateras, patrulleros, popoffkas, portaaviones, portacontenedores, polacras, poteros, poveiras, queches, quimiqueros, remolcadores, rompehielos, ro-ros, sampanes, submarinos, sumacas, suppliers, taburechas, tall ships, tanqueros, traineras, tramp steamers, transatlánticos, transbordadores, urcas, vapores, vaporettos, west indiaman, windjammers, xenias, yawls. La enumeración aspira al infinito. Y esas son, apenas, las especies. Además, están los individuos. Ningún barco puede considerarse completo si no tiene un nombre inscripto en su popa y sus amuras.

Merced a hazañas o tropelías se han hecho famosos, a través de las aguas de la historia, la Santa María de Colón, la Victoria de Sebastián Elcano, la Santísima Trinidad (tan grande para su tiempo que la llamaban “el Escorial de los mares”), el Golden Hind de Drake, la Bounty capitaneada con mano férrea por Bligh y luego por el amotinado Fletcher Christian, el Adventure de Cook, el Victory de Nelson, el Essex de Pollard y Owen Chase, el Beagle de Fitz Roy y Darwin, el Discovery de Scott, el Endurance de Shackleton, el “insumergible” Titanic, el Feuerland de Plüschow, el Seeadler de Von Luckner, el Calypso de Jacques Cousteau. Igualmente famosos merecerían ser el Saint Louis y el Winnipeg, pero la mayor parte de las historias de la navegación los omiten. Eligen olvidarlos como se olvida un remordimiento o un temor. Al primero lo llamaron también el barco de los condenados, partió desde Hamburgo con un pasaje compuesto por judíos alemanes en busca de refugio ante el avance del nazismo, pero los puertos del mundo se le fueron cerrando, debió regresar a su puerto de zarpada, y la mayor parte de sus pasajeros murió en campos de concentración. El vapor francés Winnipeg sí logró su cometido: llevar al puerto chileno de Valparaíso más de dos mil republicanos españoles que huían del franquismo. Pablo Neruda fue quien organizó, junto a su esposa Delia del Carril, este viaje de solidaridad con los vencidos. La noche en que el Winnipeg zarpó al fin de Trompeloup, escribió: “Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. / Pero este poema no podrá borrarlo nadie”.

Por los mares de la ficción navegan el Pequod de Moby Dick, la Hispaniola de La Isla del Tesoro, el Narcissus de Conrad, el Nautilus del capitán Nemo, el Oedipus Tyrannus de Ultramarina. A la deriva por aguas de leyenda, aparecen y desaparecen –es la costumbre y la gran habilidad de los barcos fantasma– el Mary Celeste, el Flying Dutchman, el Lady Lovibond, el Marine Sulphur Queen, el Caleuche, el Lucerna, el Octavius, la Joyita, el SS Baychimo, el Caiman Caribea, el Lyubov Orlova.

Además de especie y nombre propio, todo barco tiene una personalidad: formas de ser y de hacer, inclinaciones, costumbres, manías. Tal vez por eso hay una superstición náutica de alcance universal que vaticina toda suerte de infortunios para la embarcación que cambie de nombre. Como si imponerle un bautismo distinto al de su botadura constituyese un pecado de sustracción de identidad, un intento catastrófico de intentar cambiarle el alma. Los tripulantes suelen hablar con su nave. En ese ritual de amor y odio hay una posibilidad para la literatura. Y también una constatación: los barcos avanzan no tanto a vela, a vapor o a energía nuclear como a palabras.

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