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Louise Michel

Nave madre

(Leyendas kanakas, 1885)

Llega un día en que las negras montañas se rajan y se parten como un coco bajo una pedrada.

El viento aúlla, el mar trepa llanura arriba, colina arriba, montaña arriba, el cielo está negro como la noche más negra y cruzado por rojos relámpagos; desde lo alto, la Vía Lactea está por volcar torrentes sobre la tierra.

En la floresta que el viento está haciendo pedazos, el notou llora de manera siniestra.

Una mujer está sentada, con sus hijos en torno, en la elevada ladera de una montaña: es la hija de Tomaho, la esposa de Daouri. Oyen callados la tormenta más terrible en mil años.

Pobre muchacha, en la choza de su padre, ella estaría cantándole a sus niños para dormirlos, en la choza del viejo Tomaho de largo cabello blanco. Para dormirlos estaría cantándoles la canción de sus padres.

Pero Paila no va a verlos nunca más.

A sus pies la tierra se parte, sobre ella caen torrentes sin fin, detrás de ella la montaña se retuerce, a izquierda y a derecha hay abismos. Y el agua crece, crece, crece, crece hasta la altura de las nubes y las nubes bajan, bajan, bajan. El agua de las nubes y el agua del mar se mezclan, crecen más alto que el más alto de los árboles con los cuales hacen los blancos sus mástiles. Montañas de noche y de agua se elevan.

¿Qué va a ser de Paila, la de los cabellos castaños? Sobre su cabeza la gran lluvia, bajo su pie el mar que crece, alrededor los abismos sin fondo.

Ella se inclina sobre los más pequeños para protegerlos del agua que cae; ella los rodea y los cubre como una cueva. Ella les habla suavemente, para que los más grandes, los que más entienden, no se asusten.

Y los niños sonríen, se sienten seguros junto a su madre.

Paila mira a la noche a los ojos. No hay más tierra. Y por el agua pasan troncos, pasan cuerpos navegando hacia el fin de la tierra; hombres, mujeres, niños, echados como si durmieran; están muertos.

Por cinco lunas cae el agua del cielo. Pero no hay más luna o sol para contar. Los cielos son negros, el agua cae, todavía cae.

Sobreviven los hijos de Paila por su leche y ella sobrevive para salvarlos. Pero colapsa hasta la roca, de las montañas ya nada va quedando, la tierra se vuelve tan pequeña como una piragua.

No tiembla Paila, vigila con sus ojos negros, ella es hija y hermana de guerreros, ella es la esposa de un guerrero.

Paila no quiere ver cómo sus hijos mueren, ellos tienen que convertirse en hombres, deben luchar antes de caer dormidos para siempre.

Pero nada vive ya en el valle, donde hasta la última luna vivían tribus innumerables.

Pero no se equivoca Paila, la de los cabellos castaños. Sus hijos sobreviven montados en ella como una piragua. El mayor recuerda, sabe qué hacer, su razón ha madurado. Entonces, montado sobre su madre, rema.

Atracan por un canal entre islas, donde también se ha detenido un gran tronco que lleva encima a su viejo abuelo. Él ve cómo los más pequeños sacian la sed bebiendo la sangre de su madre piragua, herida contra las rocas, mientras moría ella les ordenó remar sobre ella y beber de su cuerpo.

Esto es en la isla de Inguiene, donde también desembarcan las hijas de Tanaoué, donde el viejo habrá de esposarlas con los hijos de Paila cuando crezcan.

Desde entonces serán estrechas las tierras sobre el mar que devoró las montañas. Y vivirán muchas lunas hasta nuevamente no poder ser contados. Y todo habrá sucedido hace mucho tiempo, cuando llegaron remando sobre su madre canoa.

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