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ОглавлениеLeyendas del archipiélago de Chiloé
Caleuche y Lucerna
Caucahue, Chaiguao, Quicaví, Chauques, Dalcahue, Quinchao, Lemuy, Queilen, Yelcho, Laitec, Huamblad. Esa sucesión de nombres puede sonar a viento que corre entre rocas, a golpe de aguas de colores siempre cambiantes, a chillido de aves pescadoras. Son algunos de los puertos naturales situados en el archipiélago de Chiloé. Una isla grande rodeada de innumerables islas al oeste de Chile. Un mundo aparte separado del continente por el golfo de Ancud, el golfo de Corcovado y el canal de Chacao. Diez mil kilómetros cuadrados entre los paralelos de 41° y 43° de latitud Sur. Allí, a partir del siglo XVI, cuando llegaron los primeros europeos –españoles armados con arcabuces, con cruces y con el aún más mortífero mal francés– comenzaron a mezclarse leyendas de los chonos y los huiliches originarios con las de sus conquistadores, y luego con las de otros navegantes europeos. La mayoría de esas leyendas se relaciona con el mar. Hay un rey y una reina de los mares: Millalobo y Huenchula. Un príncipe y dos princesas de los mares: el Pincoy, la Pincoya y la Sirena Chilota. En torno a ellos pulula toda una jerarquía de seres acuáticos: el Caicai, el Cuchivulu, la Curamilla, la Huenchula, el Huenchur, el Tremplicahue, el Trehuaco. Y como si fuera poco toda esta profusión, navegan por la zona dos barcos fantasma: el Caleuche y la Lucerna.
Caleuche viene del mapudungun kalewtun, que significa transformar, y de che, que significa gente. O sea que el nombre de este fantasma podría traducirse al castellano aproximadamente como gente transformada. También se lo conoce como el Barco de los Brujos, El Marino, el Barcoiche, el Buque de Fuego o el Buque de Arte. Tiene figura de buque escuela con velas cuadras en sus tres palos. Suele aparecer, entre ruido de cadenas, los días de neblina. Se dice que puede atravesar a otra embarcación. Según algunos se lo construyó con las uñas de los muertos; según otros es incorpóreo. Hay quienes aseguran que concurrieron a fiestas realizadas a bordo de él y hay quienes los refutan: a la tripulación del Caleuche o Buque de Arte le gusta alternar con muchachas en tierra firme, dicen. No arman saraos ni huateques a bordo. Se amañan con los costeños que tengan hijas en edad de merecer y con ellos organizan. Los retribuyen con muchas mercaderías que no se sabe de dónde vienen. Por eso, en el archipiélago, todo comerciante bien provisto y próspero es sospechoso de pactos con esos que vienen del agua y la niebla. Pero a los culpables genuinos se los reconoce pronto: siempre tienen gallinas negras y botes embreados. Circulan tal vez demasiadas habladurías: que no hay buque más veloz que el Caleuche, que su puerto de matrícula está ni más ni menos que en la Ciudad de los Césares perdida en un brazo de mar entre los Andes, que su tripulación vive por la eternidad, que pueden convertirse en lobos o en cahueles. En lo que todos coinciden es en que no debe silbarse en las cercanías del Caleuche. No le agrada. Y vaya a saberse qué sucedería en caso de contrariarlo.
La Lucerna es buque aún más sorprendente. Baste decir que se trata de una nave velera tan grande como el mundo. Ir de su proa a su popa lleva toda la vida. A bordo sólo van brujas y muertos vivientes. Su cargamento son las fases de la luna.