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ОглавлениеDespués de trabajar, llevé a Aja-Denise a un nuevo bistró francés en Montague llamado Le Sauvage. Yo tomé boeuf bourguignon y ella, coq au vin. El vino tinto era bueno y solo le dejé tomar un sorbo.
—¿Vas a aceptar el caso de Willa? —preguntó después de que le impidiera volver a probarlo.
—¿Qué te contó?
—Que ese tipo, A Free Man, es inocente y ella cree que puedes demostrarlo.
—No se lo menciones a nadie —le advertí.
—No lo haré. Solo estoy hablando contigo.
Un hombre a dos mesas de la nuestra nos miraba de reojo de vez en cuando.
—Hay otra cosa —continué.
—¿Qué?
—¿Usas el ordenador que te di?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Alguna vez te lo llevas a casa?
—Es un portátil, pero pesa como seis kilos. No me llevaría ese trasto a ninguna parte.
—Así que nunca te lo llevas a casa.
—Qué va —respondió, pero noté un espejeo de vacilación en sus ojos.
—¿Qué?
—Los expedientes están en la nube. Por lo general descargo el trabajo al ordenador una vez a la semana para poner al día algo que igual no he acabado. ¿Tiene eso algo de malo?
Adoro a mi hija. Si tuviera que pasar el resto de mi vida en un ataúd mohoso enterrado bajo tres metros de hormigón sin oír otra música que polcas, lo haría por ella.
—¿Pasa algo, papá?
—No, cariño. Es un poco tarde. Voy a llevarte a casa.
—Vale. ¿Vas a aceptar el caso de Man? —preguntó cuando nos levantábamos.
—Haz el favor de no volver a mencionar ese hombre. Ni a tu madre ni a ninguna otra persona.
—De acuerdo. —Me miró suplicante para recalcar la promesa.
Había aparcado cerca de Montague, pero antes de que llegáramos muy lejos nos llamó alguien.
—Oigan —dijo. Venía hacia nosotros desde la entrada de Le Sauvage.
Me pregunté si me habría dejado algo.
Era el tipo que nos había estado mirando de reojo: un blanco de alrededor de uno ochenta con una cazadora deportiva verde y amarilla, y camisa y pantalones negros.
—Oigan —repitió al llegar a nuestra altura.
Sus zapatos tenían aspecto de estar hechos de paja trenzada.
—No tienes por qué ir con él —le dijo a mi hija.
—¿Eh? —respondió ella.
No supe si lanzarle un gancho a la cara o darle un beso en los labios.
—Te equivocas, tío —dije—. Es mi hija.
Parpadeó y luego miró con más atención. Hay cierto parecido si se escudriña a través del optimismo y el dolor.
—Ah. Lo siento mucho. Perdonen. Había pensado que...
—Mira —añadí—. Es de agradecer que te preocupes por una joven, pero aquí no hay ningún problema.
—¿Había pensado que era mi novio? —preguntó con incredulidad mi hija, tan inocente.
—A mi hija menor se la llevó la calle —dijo dirigiéndose a mí.
—La próxima vez es mejor que hagas una foto con el móvil y llames a la poli —sugerí—. Eso es mucho más seguro.
El trayecto a Plum Beach fue divertido. A Aja le encantaba escuchar a Sidney Bechet porque «su trompeta sonaba como si alguien estuviera hablando».
Le conté la historia de cómo Bechet retó a duelo a otro músico en París porque el tipo le había dicho que no tocaba las notas adecuadas.
—¿De verdad? —preguntó—. ¿Le pegó un tiro al otro tipo?
—Eran mejores músicos de jazz que tiradores. Resultó herido alguien que pasaba por allí. Me parece que era una mujer.
—Eso mismo me ocurrirá a mí si hablo de tus casos, ¿no? —señaló.
—Probablemente no, pero no lo descartes.
El marido de Monica salió a la puerta de su casa de tres plantas de piedra blanca. Esperaba que mi hija llegara sola.
—Joe —dijo.
—Coleman.
—¿Qué haces aquí?
—Papá tiene que hablar con mamá —respondió Aja en tono de autoridad.
—¿De qué? —Coleman Tesserat me dirigió a mí la pregunta.
—¿Joe? —dijo Monica desde el descansillo del primer piso.
—Hola, Monica —saludé—. Tengo que hablar de una cosa contigo.
—Llámame mañana.
—No puedo —contesté—. Es CVM.
Me las arreglé para no sonreír al ver cómo se le fruncían los labios a Coleman. Quería que Aja le llamara «papá» y no le hacía ninguna gracia que su mujer y yo tuviéramos un sistema secreto de abreviaturas para comunicarnos.
Mi exmujer rezongó y luego dijo:
—Déjame que me ponga algo. Nos vemos en la cocina.
—Me quedo contigo hasta que baje —se ofreció mi hija.
—Tienes que acostarte —dijo Coleman.
Era un negro de piel clara bien parecido. Medía más o menos lo mismo que yo y era diez años menor que mi ex. Coleman era agente de inversiones y tenía una posición bastante acomodada; era de esos a los que les gusta poseer cosas, o por lo menos controlarlas. Me gustaba esa característica suya porque sacaba de quicio a mi hija.
La mirada asesina que le lanzó fue una monada viniendo de una chica de diecisiete años que vivía en un ambiente protegido, pero algún día Coleman y Monica se darían cuenta del odio que se iba cocinando debajo a fuego lento.
—Vale —obedeció Aja. Luego me dio un beso en la mejilla y susurró—: Buenas noches.
Crucé la sala de estar de la planta baja hasta una zona comedor más pequeña y entré en la cocina en forma de L. Me senté a la mesita donde la familia de tres desayunaba y a veces cenaba.
Estaba pensando en la mejor manera de abordar la charla en serio que teníamos que mantener. CVM significaba «cuestión de vida o muerte» en nuestro código. Al oírlo, Monica supo que yo iba en serio.
Unos quince minutos después, entró Monica con un chándal de color verde azulado. Coleman venía detrás. Vestía vaqueros y una camiseta negra.
—¿Y bien? —preguntó él—. ¿De qué se trata?
—Dile que se vaya —le dije a mi ex.
—Tú no me das órdenes en mi casa —replicó Coleman.
—Por favor, C. C. —dijo Monica casi en un susurro.
Él tenía ganas de pelea. Yo también. En cambio, él dio media vuelta, cruzó las habitaciones hasta las, escaleras, y subió camino de la cama dando fuertes pisotones igual que Rumpelstiltskin después de una dura jornada ganando oro en su rueca de Wall Street.
Cuando estuvimos seguros de que se había ido, ella dijo:
—¿Qué pasa?
—No dejas de meterte conmigo, M. —repuse—. Me envías cartas amenazantes, haces que los abogados me envíen cartas amenazantes, y de vez en cuando intentas buscarme las cosquillas a través de A. D. No pasa nada. Me lo tomo con calma. No vengo aquí y te pregunto por qué no hiciste nada para ayudarme a mí, el padre de tu hija, cuando intentaban enterrarme tras los muros de la cárcel.
—Ya sabes por qué —dijo, con el tono de Moisés en las alturas.
—¿Así que me haces esto? —pregunté, pasándome el dedo por la profunda cicatriz en la mejilla derecha.
—Yo no te rajé.
—Pero podrías haber evitado que me rajaran. Podrías haber retirado nuestros ahorros y haberme sacado bajo fianza.
—Tenía que preocuparme de nuestra hija, de su futuro.
—Sí —convine en cierto modo—. Y la mejor manera de protegerla es asegurarte de que yo siga pagando lo que ella necesita para vivir.
—Coleman nos proporciona lo necesario.
—Pero viene bien tener un cheque extra. Hasta un sueldo de seis cifras andaría justo para estar a la altura de lo que cobran en Columbia.
—¿Qué quieres, Joe?
—Me gustaría que dejaras de intentar que me peguen un tiro.
La expresión de su rostro era la de una inocente oyendo los desvaríos de un idiota.
—Cuando llamaste a Bob Acres —continué—, no sabías cuáles eran las circunstancias.
Su gesto despectivo se desdibujó.
Monica había sido una joven preciosa. Tenía la piel marrón intenso y rasgos que remitían a África occidental. Era cariñosa y sexy, lista y leal. La había traicionado, no había excusa para algo así, pero que me dejara pudrirme en Rikers había sido más que suficiente.
—Si pones sobre aviso a un hombre que estoy investigando, yo podría acabar muerto. ¿Y si decido investigar a Coleman? ¿Qué clase de trapos sucios encontraría sobre él?
Conocía, al menos en parte, la respuesta a esa pregunta. Estaba bastante seguro de que ella también.
—Nunca... nunca he oído hablar de un tal Bob Acres —dijo sin mucha convicción—. ¿Es ese congresista?
—Me envió el número de la persona que avisó a su ayudante. Era tu móvil.
—Coleman no tiene nada que ver con esto.
—Llévame a los tribunales, denúnciame a las autoridades cuando me retraso seis días en el pago de la pensión, cuéntale a mi hija exactamente qué hice para enfurecerte tanto —enumeré—, pero, si vuelves a putearme con el trabajo, haré que lo lamentes. Te joderé esta vida perfecta que tienes hasta tal punto que no podrás ni salir a coger aire. ¿Lo entiendes?
No esperé a que contestara. Me levanté, desanduve mis pasos hasta la puerta principal y salí a la calle.
Había refrescado el ambiente. Me gustaba.