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ОглавлениеDespués de que Aja volviera a la mesa del vestíbulo de la oficina, me quedé allí a la deriva un rato. Mi vida desde aquellos noventa y tantos días que pasé en Rikers había estado vacía; no podría describirla de otra manera. No me sentía a gusto en compañía de la mayoría de la gente, y la sintonía pasajera con mi hija o los pocos amigos que tenía me dejaban un regusto a aislamiento. La sintonía con otro ser humano no hacía más que recordarme lo que podía perder.
Dedicarme a la investigación como detective privado me iba de maravilla porque mis interacciones con la gente las llevaba a cabo por medio de dispositivos de escucha y teleobjetivos de cámara. Las pocas veces que tenía que hablar de verdad con alguien era o bien haciendo un papel, o bien planteando preguntas concretas como: «¿Estuvo aquí fulano el viernes después de las nueve?» o: «¿Cuánto lleva trabajando para usted el señor Smith?».
Sonó el portero automático.
Medio minuto después, Aja-Denise dijo por el intercomunicador:
—Es el tío Glad, papá.
—Que pase.
Se abrió la puerta y entró el eterno sargento, alto y atlético. Llevaba una chaqueta informal de color pajizo y pantalones de un verde tan oscuro que podrían haber pasado por negros. La camisa blanca y la corbata azul eran sus prendas esenciales, y esa sonrisa lucía por igual en sus ojos que en sus labios.
—Señor Oliver —saludó.
—Glad.
Me levanté para estrecharle la mano y luego ocupó el asiento frente al mío.
—Este despacho huele a celda —observó.
—Tengo una mujer de la limpieza que viene a poner ese aroma cada dos semanas.
—Lo que te hace falta es abrir una ventana y pasar menos tiempo pudriéndote detrás de esa mesa.
—Aja me ha dicho lo de la partida de póquer de esta noche. Me gustaría ir, pero tengo que seguir a un tipo.
Glad tenía los ojos de color azul aciano. Sus globos oculares se posaron relucientes sobre mí, acompañados de una sonrisa en plan «es una pena».
—Venga, Joe. Sabes que tienes que dejar atrás de una vez este bajón. Hace ya una década. Mi hijo se ha ido a la universidad. Mi hijita ya está buscando a mi segundo nieto.
—Me va bien, sargento Palmer. Ser detective me conviene. Yo me lo monto así.
Siempre le había tenido envidia a Gladstone, desde antes incluso de que mi vida naufragara. Ya solo con su manera de estar sentado te hacía pensar que llevaba las riendas de una vida que le permitía disfrutar y, al mismo tiempo, estaba cargada de sentido.
—Pues igual podrías montártelo para mejorar tus circunstancias —sugirió.
—Ah, ¿sí? ¿Cómo?
—Conozco a un tipo que podría ser de ayuda. ¿Te acuerdas de Charles Boudin?
—¿El infiltrado que estaba como una cabra? ¿El que se metió tanto en el papel que mordió al agente que intentaba detenerlo para congraciarse con la banda de Alonzo?
—Y, tú, ¿cuál eres? —repuso Glad—. ¿La sartén o el mango?
—¿Qué pasa con Charlie?
—Iba a emborracharte con una botella nueva de coñac de setecientos pavos que tengo —dijo Glad—.Ya sabes, para quedarme con toda tu pasta y tirarte de la lengua. Luego iba a decir que ahora C. B. es teniente de la Policía de Waikiki. Dice que podría colocarte allí en un abrir y cerrar de ojos.
Era el primer indicio de la gran transición que tenía ante mí. A Glad le cabreaba que nuestros hermanos de azul me trataran con tan poco respeto. Quería que todos los polis tuvieran lo mejor. Era mi único amigo íntimo de verdad, quizá con una sola excepción, que no fuera también pariente consanguíneo.
—¿Hawái? Eso está a ocho mil kilómetros de aquí. No puedo dejar a Aja sin más ni más.
—En un año serías residente y la Universidad de Manoa tiene un Departamento de Física estupendo. A. D. podría obtener una licenciatura en Ciencias y seguir su camino, o quedarse allí y sacarse un doctorado. Es una universidad muy buena y no cuesta casi nada.
Había hecho los deberes.
—¿Intentas librarte de mí, Glad?
—Tienes que volver a ponerte las pilas, Joe. No hay ningún cargo pendiente contra ti y el Cuerpo tiene legalmente prohibido desvelar de qué fuiste acusado. Sé de tres capitanes que te darían excelentes referencias.
—¿Y Charlie ya ha dicho que me contrataría?
—Allí en la isla necesitan gente con experiencia como tú, Joe. Fuiste uno de los mejores investigadores que ha tenido la Policía de Nueva York.
—Es posible que Aja no quiera irse tan lejos.
—Querría si vas tú. Esa chica te idolatra. Y lo haría solo para que dejaras de comerte el tarro aquí como una especie de morsa melancólica.
—¿Y si llegara a saberse? —repuse—. Ya sabes..., ¿lo que dicen que hice? ¿Y si doy un giro a mi vida y luego todo se va a la mierda? Habría hecho cambiar de ciudad a Aja para acabar sin dinero ni manera de regresar.
Sin perder comba, Glad dijo:
—¿Recuerdas aquella vez que Rebozo fue abatido en East Harlem?
—Sí, ¿y qué?
—Dos pistoleros con semiautomáticas y el agente R. desangrándose como un cabrón sobre el asfalto. Tú te enfrentaste a ellos con tu arma reglamentaria, los heriste a los dos, contuviste las hemorragias de las heridas de Paulo y volviste a casa a tiempo para cenar.
—Y, aun así, me incriminaron como a un puto pringado.
—Que les den —replicó Glad, con apenas una sonrisa—. Si fuiste capaz de enfrentarte a dos pistoleros armados, ¿por qué iban a darte miedo ocho mil kilómetros?
Era una buena pregunta.